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Cuando tenía seis años, Bird había preguntado a su padre: «¿Dónde estaba yo cien años antes de nacer? ¿Dónde estaré cien años después de morir? Padre, ¿qué será de mí cuando muera?». Sin pronunciar palabra, su padre le dio un puñetazo en la boca y le llenó la cara de sangre. Bird olvidó su miedo a la muerte. Tres meses más tarde, su padre se disparó en la cabeza con una pistola alemana de la Primera Guerra Mundial.

– Si el bebé muere de desnutrición -dijo Bird recordando a su padre-, al menos tendré un temor menos. No sabría qué hacer si mi hijo me preguntara lo mismo cuando tuviera seis años. Sería incapaz de golpearlo en la boca con la suficiente fuerza para que olvidase por un tiempo el miedo a la muerte.

– No te suicidarás, Bird. ¿De acuerdo?

– Déjalo ya -dijo Bird, apartando la mirada de los ojos de Himiko, inyectados e hinchados.

La productora de radio se dirigió a Bird, como si hubiese estado esperando a que Himiko concluyera.

– Bird, ¿acaso esta agonizante espera no es lo peor que te puede ocurrir? Engañándote a ti mismo, inseguro, ansioso. ¿Y acaso no es por este motivo que te sientes tan deprimido? No sólo tú, incluso Himiko parece demacrada y exhausta.

– ¿Quieres que lo lleve a casa y lo mate con mis manos? -replicó Bird.

– Al menos de ese modo no te engañarías. Admitirías que tienes las manos en el fango. Bird, es demasiado tarde para huir del miserable que llevas dentro. Ese miserable que te obliga a proteger tu hogar de un bebé anormal. Como ves, hay cierta lógica egoísta en todo el asunto. Sin embargo, le dejas el trabajo sucio a un anónimo médico de hospital y te compadeces de ti mismo, te consideras la víctima indefensa de una desgracia repentina. Bird, te engañas.

– ¿Que me engaño? Soy perfectamente consciente de mi responsabilidad en la muerte del bebé.

– No me lo creo -dijo la productora de radio-. Al contrario, cuando el bebé muera te encontrarás con muchas dificultades. Ése será tu castigo por engañarte a ti mismo. Himiko tendrá que vigilarte atentamente para impedir que te suicides. Aunque, desde luego, para entonces es probable que hayas regresado con tu sufrida esposa.

– Mi esposa se divorciará si el bebé muere -dijo Bird como burlándose de sí mismo.

– Cuando alguien es minado por el veneno de la autocompasión, ya no puede tomar decisiones sobre lo que le concierne -dijo Himiko-. No te divorciarás, Bird. Intentarás justificarte y salvar tu matrimonio a expensas de distorsionar la realidad. Al final, ni tu mujer confiará en ti, y un buen día serás consciente de que toda tu vida se levanta a la sombra de un gigantesco engaño. Y acabarás destruyéndote. Bird, los primeros síntomas de la autodestrucción ya se han manifestado.

– Ciertamente me metes en un callejón sin salida -dijo Bird intentando aligerar la conversación. Pero su ex compañera de estudios era lo suficientemente perspicaz para responder a eso.

– Desde luego, ahora mismo estás en un callejón sin salida.

– Si mi esposa ha tenido un bebé anormal, no es culpa nuestra. Sólo ha sido un accidente. Y yo no soy tan malvado como para estrangularlo ni tan bueno como para remover cielo y tierra en pos de que viva. Lo único a mi alcance es dejarlo en un hospital universitario, donde morirá de forma natural. Si cuando todo haya terminado me siento como una rata de alcantarilla, pues bien, así será.

– Te equivocas, Bird. Tendrías que haberte decidido a ser malvado o bueno a fondo, lo uno o lo otro.

Bird percibió un vago tufo alcohólico en el aire. El rostro de la productora de radio estaba crispado y sonrosado, como aquejado de neuritis facial.

– Estás borracha, ¿no?

– Eso no te habilita a zafarte sano y salvo de todo lo que he dicho hasta ahora -dijo la muchacha, exhalando su aliento alcohólico. Y agregó-: Aunque quieras ignorarlo, Bird, después de la muerte del bebé tendrás problemas serios debido a tu autoengaño. ¿Puedes negar que lo que más te preocupa ahora mismo es que el bebé siga vivo y crezca como una mala hierba?

El corazón de Bird dio un vuelco. Volvió a sudar. Permaneció sentado en silencio, sintiéndose como un perro apaleado. Luego fue en busca de cerveza a la nevera. El fondo de la botella estaba congelado, pero el resto aún mantenía la temperatura ambiente, lo que quitó a Bird las ganas de cerveza. No obstante, cogió la botella y tres vasos. Regresó a la habitación. La amiga de Himiko estaba en la sala de estar, arreglándose el cabello y el maquillaje. Bird sirvió un vaso para Himiko y otro para él.

– Estamos tomando cerveza -llamó Himiko a su amiga.

– No, gracias. Tengo que ir a la radio.

– Pero todavía es temprano -dijo Himiko.

– Seguro que ya no me necesitas, estando aquí Bird -replicó ambiguamente. Y dirigiéndose a éste agregó-: Soy el hada madrina de todas las chicas de mi promoción universitaria. Me necesitan porque no saben lo que quieren. Cuando tienen problemas, me llaman y yo las consuelo. Procura no enredar a Himiko en tus líos familiares. Pese a todo, te compadezco…

Himiko acompañó a su amiga a por un taxi. Mientras, Bird se duchó. El agua fría le recordó una excursión en su época de colegial, cuando un aguacero lo había empapado tras haberse perdido del resto del grupo. En ese momento, igual que un cangrejo que acabara de mudar de caparazón, flaqueaba ante los enemigos más insignificantes. Nunca había estado en peores condiciones, pensó. Haberse enfrentado a la pandilla de adolescentes, la noche en que nació su bebé, le parecía ahora un milagro casi imposible.

Algo excitado después de la ducha, Bird se acostó desnudo en la cama. El olor de la intrusa había desaparecido; la casa despedía otra vez su característico y vetusto olor. La madriguera de Himiko, pensó Bird. Se parece a un animalillo que necesitara frotar su olor por todos los rincones para delimitar su territorio. De lo contrario, no consigue liberarse de la angustia. Bird estaba tan acostumbrado al olor de la casa que a veces lo confundía con el suyo propio. Himiko tardaba en regresar. Fue a la cocina y probó con otra botella de cerveza, esta vez más fresca.

Cuando Himiko regresó al fin, una hora después, halló a Bird malhumorado.

– Estaba celosa -dijo ella refiriéndose a su amiga.

– ¿Celosa?

– ¿Puedes creer que es el miembro más patético de nuestro grupo? De tanto en tanto, alguna de nosotras se va a la cama con ella. Eso la hace sentirse mejor. Le dejamos creer que es una especie de hada madrina. No te preocupes, es inofensiva.

Las barreras morales de Bird estaban muy debilitadas, así que las relaciones de Himiko con su amiga no le sorprendieron. Pensando en sí mismo, dijo:

– Tal vez hablara así impulsada por los celos, pero eso no implica que pueda librarme sano y salvo de todo lo que dijo.

CAPÍTULO X

Estaban mirando las noticias de medianoche en la televisión. Bird permanecía echado en la cama boca abajo, la cabeza apenas levantada como un pequeño cocodrilo. Himiko estaba en el suelo, abrazándose las rodillas. Disfrutaban desnudos de la frescura del aire nocturno. Previendo la llamada telefónica, habían bajado el sonido del aparato, por lo que sólo se oía una especie de murmullo continuo, tan débil como el zumbido de una abeja. Bird no quería escuchar ninguna voz dotada de significado y emoción, ni se preocupaba por distinguir las formas que se sucedían en la pequeña pantalla. Quería evitar que todo lo procedente del mundo exterior se proyectara con nitidez en su conciencia. Tan sólo esperaba una señal, una única señal. De pronto, Himiko dejó en el suelo el libro que leía, Mi vida en el bosque de los fantasmas, del escritor africano Amos Tutuola, se inclinó hacia delante y subió el volumen del televisor. Bird, ajeno a todo, continuaba esperando como atontado. Al cabo de pocos minutos, Himiko apagó el televisor. El punto de mercurio resplandeció y desapareció: una abstracción pura de la forma de la muerte. Bird, impresionado, casi dejó escapar un grito. ¡Quizá el bebé acaba de morir!, pensó. Todo el día había estado esperando la noticia, no había hecho otra cosa que comer algo de pan con jamón, beber cerveza y penetrar a Himiko varias veces. Ni siquiera había mirado sus mapas de África ni leído su novela africana (en cambio, Himiko, como contagiada de aquella fiebre, se había enfrascado en el mapa y el libro). Sólo había pensado en la muerte del bebé.