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Zapatos en mano, Bird subió una escalera corta y entró en el edificio. A la izquierda del vestíbulo había numerosas puertas que parecían calabozos. Siguió adelante, mirando los números de las puertas, todas cerradas aunque se percibía presencia humana tras ellas. ¿Qué harían los habitantes de ese edificio para evitar el calor? ¿Tal vez Himiko era la precursora de una secta que se propagaba por toda la ciudad y cuyos adeptos se encerraban bajo llave en sus respectivas habitaciones incluso en pleno día? Bird llegó a unas escaleras empinadas y estrechas, ocultas como un bolsillo interior. Entonces miró hacia atrás: una mujer inmensa plantada en la entrada le observaba. Su espalda impedía la entrada de luz y todo estaba en penumbra.

– ¿Qué diablos busca? -gritó la mujer, moviéndose como para ahuyentar un perro.

– Busco a un amigo extranjero -respondió Bird con voz temblorosa.

– ¿Norteamericano?

– Vive con una chica japonesa.

– Sé a quién se refiere. Primera habitación, segundo piso -dijo, y se escabulló ágilmente.

Suponiendo que el «norteamericano» fuese Delchef, estaba claro que se había ganado la estima de la giganta. Bird todavía dudaba mientras subía la escalera de madera sin pulir. Pero al llegar al estrecho rellano descubrió al señor Delchef: estaba delante de él, con los brazos abiertos en señal de bienvenida. Bird sintió una gran alegría: el señor Delchef era el único inquilino con el suficiente sentido común como para combatir el calor dejando la puerta abierta. Se estrecharon la mano sonrientes. Delchef llevaba pantalones cortos y una camisa; tenía el cabello pelirrojo muy corto, pero el bigote abundante. Bird no percibió nada que le indicara que ese hombre era un fugitivo, excepto el intenso olor que desprendía su cuerpo. Probablemente no se bañaba desde que había llegado a ese lugar.

Intercambiaron saludos en el limitado inglés de ambos. Delchef explicó que su amiga acababa de marchar a la peluquería e invitó a pasar dentro a Bird. Éste se excusó alegando que tenía los pies sucios -la habitación estaba recubierta de tatami- [estera de junco, de un tamaño aproximado a los 180 centímetros de largo, por 90 centímetros de ancho y 5 centímetros de alto, que se utiliza para cubrir el suelo de madera en el interior de las casas japonesas, y sobre la cual se camina descalzo. (N. de la T.)]. En realidad, quería conversar de pie en el corredor, pues tenía un vago temor a quedar atrapado en la habitación de Delchef. Bird alcanzó a ver que la estancia no tenía muebles y que la única ventana estaba tapiada con madera por el lado de afuera.

– Señor Delchef, la legación de su país exige que usted regrese inmediatamente -dijo Bird yendo derecho al grano.

– No regresaré. Mi amiga quiere que permanezca aquí -sonrió Delchef. La pobreza del inglés que manejaban determinó que el diálogo pareciese un juego. Pero también les permitió una franqueza descarnada.

– Yo soy el último mensajero. Luego vendrán de la legación, o incluso de la policía.

– La policía japonesa no tiene nada que hacer. Sigo siendo un funcionario diplomático.

– De acuerdo. Pero cuando le atrapen le devolverán a su país.

– Sí, lo sé. Como he provocado problemas, perderé mi puesto o me asignarán otro de menor importancia.

– Señor Delchef, será mejor que vuelva. Esto puede acabar en un escándalo.

– No volveré. Mi amiga quiere que permanezca aquí -dijo Delchef esbozando una amplia sonrisa.

– ¿No se debe a motivos políticos? ¿Está aquí simplemente por relaciones sentimentales con esa chica?

– Sí, exactamente.

– Señor Delchef, es usted un hombre peculiar.

– ¿Peculiar? ¿Por qué?

– Su amiga no habla inglés, ¿es correcto?

– No, no lo habla. Nos entendemos en silencio, sin palabras.

El tubérculo de una tristeza insoportable comenzó a brotar poco a poco dentro de Bird.

– Pues, lo siento, señor Delchef… Espero que lo entienda, pero debo hacer un informe de esta entrevista y remitirlo a la legación. Luego vendrán por usted…

– No se preocupe, Bird. Lo comprendo. Me llevarán contra mi voluntad, no podré impedirlo. Supongo que mi amiga lo entenderá.

Bird sacudió débilmente la cabeza en señal de derrota. Delchef tenía todo el cuerpo cubierto de sudor.

– Les diré lo que usted piensa -concluyó Bird y se inclinó para recoger sus zapatos.

– Bird, ¿ha nacido su bebé?

– Sí, pero… Ha nacido enfermo; esperamos su muerte de un momento a otro. -Bird no entendía por qué lo había expresado tan derechamente-. Tiene una hernia cerebral, una deformación espantosa…

– ¿Por qué espera su muerte? Lo que necesita es una intervención quirúrgica. -Delchef lo miró con franqueza.

– No hay oportunidad de que crezca normalmente, ni siquiera tras una intervención -dijo Bird consternado.

– Kafka, ya sabe, le escribió a su padre que lo único que puede hacer un padre por su hijo es acogerlo con satisfacción cuando llega. Usted, en cambio, parece rechazarlo. ¿Puede excusarse el egoísmo que rechaza a otro ser, basándose en un derecho de padre?

Bird permaneció en silencio. Delchef había dejado de ser el extranjero excéntrico de bigote rojo, que mantenía el humor pese a lo apurado de su situación. Bird sentía como si un francotirador le hubiese dado de lleno. Reunió ánimo para replicar, pero de pronto se dio cuenta que no tenía nada que alegar. Bajó la cabeza.

– Ah, this poor little thing! [«Esa pobre criatura.» (N. de la T.)] -susurró Delchef.

Bird levantó la mirada estremecido y comprendió que esas palabras iban dirigidas a él. En silencio, esperó a que Delchef decidiera dejarle en libertad.

Cuando por fin pudo despedirse, Delchef le regaló un pequeño diccionario de su lengua natal. Bird le rogó que lo firmara. Delchef escribió una sola palabra en alguna lengua eslava, firmó debajo y explicó:

– En mi país, esto quiere decir «esperanza».

En la parte más estrecha del callejón, Bird se cruzó con una chica japonesa. Olfateó la fragancia del cabello recién peinado y vio la palidez enfermiza de su cuello. Se abstuvo de dirigirle la palabra.

Cuando abandonó el callejón, la luz brillante del sol le dio en plena cara. Corrió como un fugitivo sudando a chorros hacia el coche que estaba en el aparcamiento de una tienda. A la hora más calurosa del día, Bird era el único hombre que corría en toda la ciudad.

CAPÍTULO XI

El domingo por la mañana, cuando Bird despertó, la habitación rebosaba de luz y aire fresco. La. ventana estaba abierta por completo y corría una brisa agradable. Desde la sala de estar llegaba el zumbido de una aspiradora. Habituado a la penumbra de la casa, Bird se sintió incómodo. A toda prisa, antes de que apareciera Himiko y se burlara de su desnudez, se vistió y fue a la sala de estar.

– Buenos días, Bird -lo saludó Himiko con vivacidad.

Tenía la cabeza envuelta en una toalla a modo de turbante y esgrimía la aspiradora como si fuera un palo con el que quisiera aplastar un ratón escurridizo. Su rostro había recuperado el aire juvenil.

– Ha venido mi suegro. Está dando un paseo mientras termino con la limpieza -dijo alegremente.

– ¿Tu suegro?… Será mejor que me vaya.

– No tienes por qué huir, Bird.

– Últimamente me siento como un convicto. Resulta difícil conocer a alguien cuando se vive en un escondrijo.

– Mi suegro sabe que a menudo hay hombres aquí. No le importa ni le molesta. Pero creo que sí le molestaría que mis amigos escapasen a todo correr cuando le vieran aparecer.

El rostro de Himiko se puso serio de pronto.

– De acuerdo. Entonces me afeitaré.

Regresó al dormitorio. La expresión seria de Himiko le había sorprendido. Desde que vivía en su casa sólo pensaba en si mismo, y a Himiko la consideraba un apéndice de su personalidad y sus problemas. No dudaba de sus prerrogativas, pero ella acababa de recordarle que en esa casa no era monarca absoluto.