CAPITULO VIII
Con los zapatos en una mano y una bolsa de pomelos en la otra, Bird comenzó a subir las escaleras en dirección a la habitación en que estaba su esposa. En ese momento el doctor del ojo de vidrio comenzaba a bajarlas. Se encontraron a mitad de trayecto y el doctor se detuvo varios escalones por encima de Bird. Cuando habló, a Bird le pareció sumamente arrogante, aunque sólo dijo:
– ¿Cómo va todo?
– Está vivo -contestó Bird.
– ¿Van a operarlo?
– Temen que se debilite y muera antes de que puedan operar -informó Bird, y se ruborizó.
– En fin; tal vez sea lo mejor.
El rubor de Bird se intensificó y las comisuras de sus labios se crisparon. El doctor también se sonrojó y, desviando la mirada por encima de Bird, continuó:
– Su esposa todavía no lo sabe. Le dije que el bebé tiene un órgano defectuoso. Evidentemente, el cerebro es un órgano, así que no la he engañado. Si uno miente para salir de un apuro, debe hacerlo de manera que no necesite mentir otra vez cuando se conozca la verdad. ¿Comprende?
– Sí -dijo Bird.
– Pues bien, llámeme si hay algo que yo pueda hacer.
Se saludaron con una inclinación de cabeza y prosiguieron sus respectivos caminos. En fin; tal vez eso sea lo mejor, había dicho el doctor. Que se debilite y muera antes de la operación. Eso significaba librarse de un bebé vegetal sin mancharse las manos con un asesinato. Sólo había que esperar a que se debilitase y muriese naturalmente en un reputado hospital. El único trabajo de Bird en el asunto sería intentar olvidarlo. En fin; tal vez eso sea lo mejor. La vergüenza, profunda y oscura, reapareció en su interior y sintió que su cuerpo se ponía rígido. Como las embarazadas y las parturientas que pasaban a su lado, como aquellas que llevaban en sus cuerpos una masa viva que se contorsionaba, Bird avanzaba con pasos cortos y precavidos. Él también estaba embarazado, en el vientre de su cerebro, y tenía una gran masa que se contorsionaba: la vergüenza que había concebido. Sin motivo, las mujeres que pasaban a su lado en el corredor le miraban con arrogancia, y Bird bajaba la cabeza humildemente. Eran las mismas mujeres que lo habían visto salir del hospital en una ambulancia y con un bebé monstruoso, la misma multitud de ángeles embarazados. Por un momento lo obsesionó el que supieran lo ocurrido con su bebé, y que tal vez murmuraran: «Ah, a ese bebé lo han puesto en un eficiente sistema de transporte hacia un matadero y en este momento se debilita hasta la muerte… En fin; tal vez eso sea lo mejor».
El llanto de los bebés rodeó a Bird como un remolino. Su mirada buscó enloquecida hasta dar con las cunas de la sala de recién nacidos. Huyó de allí casi corriendo; le parecía que varios bebés le habían mirado.
Frente a la puerta de la habitación de su esposa, se olió las manos, los brazos y los hombros, incluso el pecho. La situación, difícil de por sí, se complicaría mucho si ella llegara a descubrir el perfume de Himiko. Se dio la vuelta como para asegurarse de que había un camino para escapar: a lo largo del corredor en penumbra, varias mujeres de pie, enfundadas en batas, observaban a Bird. Tuvo la intención de devolverles una mirada altanera, pero se limitó a mover la cabeza y darles la espalda. Golpeó la puerta tímidamente. Estaba representando el papel del joven marido que acaba de sufrir una desgracia imprevista.
Cuando entró en la habitación, su suegra estaba de pie, de espaldas al frondoso follaje que se veía por la ventana. Su esposa miraba en dirección a la puerta, levantando la cabeza como una comadreja por encima del montículo que la manta formaba sobre sus rodillas dobladas. Ambas tenían una expresión de miedo. Bird comprobó que, en circunstancias de asombro y tristeza, el vínculo sanguíneo entre ambas mujeres se manifestaba intensamente en sus rasgos faciales y hasta en los gestos más insignificantes.
– No pretendía asustarte. Llamé, pero nadie…
Excusándose ante la suegra, se acercó a la cama de su mujer.
– Ah, Bird -suspiró ella, fijando en él sus ojos gastados y lagrimeantes. Sin maquillaje, su cara tenía el aspecto firme y varonil de la tenista que había sido cuando ambos se conocieron, varios años atrás. Bird se sintió horriblemente vulnerable a su mirada.
Dejó sobre la manta la bolsa de pomelos, se inclinó y puso los zapatos bajo la cama. Si al menos, pensó, pudiera hablar desde el suelo, arrastrándome como un cangrejo. Imposible. Bird se incorporó y se obligó a sonreír.
– ¡Hola! -dijo procurando mantener un tono ligero-, ¿ya ha desaparecido por completo el dolor?
– Todavía duele de vez en cuando. Y a veces tengo una contracción como un espasmo. Pero aunque no duela, igual me siento mal. Reír me hace daño.
– Lo siento de veras.
– Es horrible, Bird. ¿Qué tiene el bebé?
– ¿Que qué tiene?… El doctor del ojo de vidrio te lo ha explicado, ¿no es así?
Al hablar, procurando conservar el tono despreocupado, Bird miró fugazmente a su suegra, como el boxeador que no confía en sí mismo mira a su entrenador. Por detrás de la cabeza de su esposa, entre la cama y la ventana, la suegra le transmitía desesperadas señales en clave. Bird sólo entendía que no le dijera nada a su mujer.
– Si por lo menos me aclararan lo que tiene -dijo su mujer con tono solitario y hermético.
Bird comprendió que los demonios de la duda le habían hecho susurrar esas mismas palabras un centenar de veces, en el mismo tono lastimero y como para sí mismo.
– Hay un órgano defectuoso en alguna parte, ya sabes. El doctor no quiere entrar en detalles. Es probable que todavía esté haciendo pruebas y análisis. Además, los hospitales universitarios son el colmo de la burocracia.
Bird percibió el hedor de la mentira en el mismo momento que la decía.
– Presiento que es el corazón, por eso tienen que hacer tantas pruebas. Pero ¿por qué tuvo que pasarle a mi bebé?
El desaliento de su mujer hizo que Bird sintiera nuevamente ganas de escabullirse por el suelo, pero sólo dijo con aspereza y afectación:
– Ya que hay expertos en la materia, por qué no dejas que ellos diagnostiquen. ¡Especular no nos servirá de nada!
Poco seguro de sus palabras, Bird miró hacia la cama. Su mujer había cerrado los ojos. Viéndola así, se preguntó si lograría recuperar su aspecto normal y cotidiano; los párpados estaban demacrados, las aletas nasales hinchadas y los labios inmensos. Ella yacía inmóvil con los ojos cerrados, parecía estar quedándose dormida. Pero de pronto surgió un río de lágrimas por debajo de los párpados cerrados.
– En cuanto nació, oí que la enfermera exclamaba «¡Oh!». Así que sospeché que algo no iba bien. Pero entonces oí que el director se reía, o eso me pareció… Cuando volví en sí ya se habían llevado al bebé en una ambulancia. -Habló con los ojos cerrados
¡El director, aquel peludo hijoputa! La rabia se atoraba en la garganta de Bird. Había montado el numerito en la sala de partos, con su risita de gilipollas. ¡Le esperaré en la oscuridad y le aplastaré la cabeza! Pero la ira de Bird era como la de los niños: momentánea. Sabía que nunca atacaría a nadie en la oscuridad; había perdido la autoestima necesaria para ello.
– He traído algunos pomelos -dijo con voz que imploraba perdón.
– ¡Pomelos! ¿Para qué? -dijo ella, desafiante.
Bird comprendió su error.
– ¡Maldición! No recordaba que odias el olor de los pomelos. No entiendo cómo pudo pasar…
– Probablemente porque nunca has pensado en serio en mí ni en el bebé. ¿Alguna vez piensas en alguien aparte de en ti? ¿No recuerdas que hasta discutimos sobre los pomelos cuando decidíamos el postre en nuestra boda? ¿Cómo es posible que lo hayas olvidado?
Bird sacudió la cabeza en señal de impotencia y se volvió hacia su suegra, que seguía transmitiéndole mensajes en clave desde su posición entre la cama y la ventana. Los ojos de Bird imploraron ayuda.