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Satisfecha tras su ironía, Himiko se acostó boca abajo junto a Bird. Él aguardaba aterrado. Si ella ya había conectado la clavija del deseo, se vería obligado a hacer algo…, cualquier cosa menos hundir su pene ciego y frágil en esa alcantarilla oscura y cerrada. El lóbulo de la oreja de Himiko rozó, ardiente, su sien. El cuerpo de la chica, pese a su silencio, parecía atacado por un millón de insectos de deseo. Bird consideró la posibilidad de aliviarla con los dedos, con los labios, con la lengua. Pero la noche anterior ella había mencionado que esas prácticas no le interesaban por su semejanza con la masturbación. Luego se le ocurrió que podrían hacer algo, siempre que Himiko fuera algo sádica. Estaba dispuesto a intentarlo todo, menos el agujero del que había salido la tragedia. Ella podía golpearlo, patearlo o pisotearlo; él lo soportaría sin rechistar. Incluso estaba dispuesto a beberse la orina de Himiko. Por primera vez en su vida, Bird descubrió al masoquista que llevaba dentro. Pero como ocurría después de hundirse en un pantano de vergüenza infinita, tales aberraciones frívolas le atrajeron en cierta medida.

Supuso que en circunstancias semejantes a las suyas la gente se inclinaba al masoquismo. Pero ¿por qué no reconocerlo y aceptarlo? Dentro de algunos años, cuando fuera un masoquista consumado y cuarentón, Bird podría celebrar este día como el aniversario de su conversión al culto.

– ¿Bird?

– ¿Sí? -contestó resignado. El ataque había comenzado.

– Tienes que destruir los tabúes sexuales que te has creado. De lo contrario, tu vida sexual se pervertirá.

– Ya lo sé. Justamente estaba pensando en el masoquismo.

Esperaba que Himiko picara el anzuelo y que aceptara que ella también pensaba con frecuencia en el sadismo. Pero a Bird le faltaba la honestidad temeraria del aspirante a pervertido. Resultaba claro que sólo el veneno de la vergüenza le arrastraba a esa extrema degeneración. Sin embargo, cuando tras un silencio perplejo Himiko habló no fue para continuar con el acertijo de Bird.

– Para dominar el miedo, Bird, tienes que aislarlo. Y para ello tienes que definir su objeto con precisión.

Sin llegar a comprender del todo esas palabras, Bird guardó silencio.

– ¿Tu miedo se limita a mi vagina y mi útero? ¿O temes también a toda mi feminidad, a toda mi existencia de mujer?

Bird pensó unos momentos.

– Supongo que se limita a la vagina y el útero. Porque tú, personalmente, no tienes parte en mi desgracia. Entonces, el único motivo por el que tu desnudez me acobarda necesariamente tiene que ser la vagina y el útero.

– Siendo así, ¿no debería eliminar simplemente la vagina y el útero? -dijo Himiko con cuidada imparcialidad-. Si consigues delimitar tu temor en esas zonas precisas, el enemigo sólo habitará en ese ámbito. ¡Bird! ¿Qué elementos de la vagina y el útero te atemorizan?

– Antes te lo mencioné. Intuyo que hay otro universo allí detrás. Oscuro, infinito, atestado de cosas no humanas: un universo grotesco. Y temo entrar en él, quedar atrapado en el espacio de otra dimensión temporal y no poder regresar… Mi miedo se parece al vértigo de las alturas que experimentan los astronautas.

Bird se había percatado de que la lógica de Himiko apuntaba hacia algo que agravaría su vergüenza, y por eso se ocultaba tras una pantalla de palabras, porque quería evitarlo, fuera lo que fuera. Pero no era fácil disuadir a Himiko.

– ¿Te parece que no temerías el cuerpo femenino si excluyeras de él la vagina y el útero?

Bird titubeó. Después dijo ruborizándose:

– No es muy importante pero, en fin, los pechos…

– ¿Te refieres a que no sentirías miedo de acercarte a mí por detrás?

– Pero…

– ¡Bird! -Himiko no quería oír más-. Siempre he pensado que eres el tipo de hombre que los jóvenes tienden a idealizar. ¿Nunca te has ido a la cama con uno de ellos?

El plan de Himiko bastaba y sobraba para dejar de lado el puritanismo sexual de Bird. Quedó pasmado. No importa cómo resulte para mí, pensó, aliviado un momento de la preocupación por sí mismo. Pero a ella le dolería mucho, probablemente se rasgaría e incluso sangraría. ¡Quizá ambos se llenaran de mierda! De pronto, Bird sintió un nuevo deseo, enroscándose como una cuerda entre el asco y el intenso deseo.

– ¿Después no te sentirás humillada? -susurró Bird con una voz ronca y exprimida por el deseo.

Era la última demostración de renuencia.

– No me sentí humillada ni siquiera cuando quedé llena de sangre, barro y virutas de madera, en plena noche invernal en un depósito de madera.

– Pero me pregunto si experimentarás algún placer.

– De momento sólo me interesa hacer algo por ti -dijo ella. Y agregó gentilmente, como para que Bird dejara de preocuparse-: Como ya te he dicho, puedo descubrir algo verdaderamente genuino en cualquier forma imaginable de coito.

Bird permaneció en silencio y sin moverse. Vio que Himiko escogía algo de entre los numerosos frasquitos encima del tocador, se dirigía al cuarto de baño y extraía de un cajón una toalla grande y limpia. Las mareas de la angustia le subían poco a poco, intentando sumergirlo en sus profundidades. Bird se incorporó, alcanzó la botella de whisky que estaba en el borde de la cama y bebió ávidamente. Recordó que en la parada de autobús frente al hospital había deseado una clase de sexo más malvado, un coito abyecto y vil, un coito basado en la ignominia. Y ahora sería posible. Bebió un poco más y volvió a tumbarse en la cama. Ahora su pene, dispuesto y erecto, latía acalorado. Himiko evitó su mirada cuando regresó a la cama con expresión adusta. ¿Ella también experimentaría algún deseo fuera de lo común? Bird notó con satisfacción que en sus labios se formaba una sonrisa irónica. Ya he saltado la valla más alta, ahora debería ser capaz de superar cualquier obstáculo, incluso la vergüenza.

– Bird, no te inquietes -dijo Himiko, advirtiendo un ánimo opuesto al que Bird percibía en sí mismo-. Verás que no pasa nada extraordinario.

… Al principio se mostró solícito con ella. Pero cuando falló una y otra vez, comenzó a sentir que los sonidos absurdos y el peculiar dolor que provocaban sus intentos fallidos se burlaban de él. La frustración y la rabia le privaron de todo sentimiento, y su ego se agigantó. Al cabo de un rato había olvidado por completo a Himiko, y cuando por fin lo consiguió sólo se concentró en sí mismo, excitado. Algunos pensamientos fragmentados (odio los pechos blandos y los genitales groseros, deseo un orgasmo sólo para mí, no quiero que los ojos de la mujer se fijen en mi cara) atravesaron su mente como metralla: era el preludio del placer. Preocuparse por el orgasmo de la mujer y por no dejarla embarazada, era como agitar en el aire el culo desnudo mientras te pones la soga al cuello. Bird lanzó un grito de guerra desde el fondo de su cabeza en llamas: ¡estoy humillando a una mujer de la forma más ignominiosa! Soy capaz de lo más bajo y ruin, soy la vergüenza misma, la masa de carne caliente que mi pene horada en este momento soy yo mismo en realidad, bramó, y llegó a un orgasmo tan fantástico que su cabeza comenzó a flotar.

Cada convulsión de placer de Bird hacía gritar de dolor a Himiko. Consciente sólo a medias, Bird escuchó sus quejidos. De pronto, como si el odio se le hiciera insoportable, mordió el cuello de la chica. Ella volvió a gritar. Bird abrió los ojos y vio una gota de sangre escurriéndose junto al lóbulo anémico de Himiko.

Bird sólo comprendió el horror de su comportamiento cuando pasó el orgasmo. Se quedó estupefacto. Dudaba que sus relaciones pudieran volver a ser normales tras un coito tan brutal. Acostado sobre su estómago, respirando entrecortadamente, deseó poder desaparecer. Pero Himiko le susurró con su voz apacible:

– Ven al cuarto de baño sin tocarte. Yo te arreglaré.

Himiko lo trató como a un inválido paralítico, mientras él miraba hacia otro lado, ruborizado. La sorpresa invadió a Bird poco a poco. No cabía duda de que se encontraba ante una experta en cuestiones sexuales. ¿Cómo habría recorrido el largo camino desde aquella noche invernal en el depósito de madera? Lo único que hizo Bird por corresponderle fue higienizar los mordiscos en el cuello y el hombro de la chica. Aliviado, comprobó que las mejillas y los párpados de Himiko recuperaban el color.