El médico se rindió. Sentó al hombrecillo frente a su escritorio, cogió un historial médico y comenzó a explicar. El diálogo entre ellos ahora no se oía, salvo cuando la voz del hombrecillo sobresalía con un tono de duda. Bird intentaba escuchar lo que hablaban, cuando un hombre de bata blanca entró presuroso por la puerta y cruzó enérgicamente la sala hasta un punto situado a espaldas de Bird.
– ¿Está aquí el padre del bebé de la hernia cerebral? -preguntó el hombre, seguramente un médico, con voz aguda.
– Sí -dijo Bird dándose la vuelta-, soy el padre…
El doctor le examinó con ojos de tortuga. También la barbilla y la garganta colgante y fláccida recordaban a una tortuga…, una tortuga brutal y altanera. Sin embargo, en sus ojos blancuzcos e inexpresivos se advertía un atisbo de sencillez y bondad.
– ¿Es su primer hijo? -preguntó el doctor, mientras observaba a Bird desconfiado-. Debe de sentirse desconcertado…
– Sí…
– Hasta ahora no se detectan cambios dignos de mención. En los próximos días lo examinará un experto en cirugía cerebral. Nuestro subdirector es una eminencia en ese campo. Desde luego, antes de la operación el bebé tendrá que fortalecerse, de lo contrario sería un fracaso. ¿Sabe?, tenemos demasiado trabajo de cirugía cerebral, los cirujanos no pueden perder tiempo innecesariamente.
– Entonces… ¿Lo someterán a una operación?
– Si el bebé se fortalece lo suficiente como para resistirla, sí -respondió el doctor, malinterpretando la vacilación de Bird.
– ¿Existe posibilidad de que crezca con normalidad si lo operan? En el hospital donde nació dijeron que, a lo sumo, podría esperarse una especie de vida vegetativa.
– Vegetativa… no sé si es la denominación adecuada…
El doctor no dijo más. Bird lo miró a la cara, esperando que volviera a hablar. Y de pronto sintió crecer en su interior una pregunta de extrema bajeza, una especie de neblina negra que había nacido cuando se enteró de que el bebé seguía vivo: ¿Qué significaría para nosotros, mi esposa y yo, pasar el resto de nuestras vidas prisioneros de un ser casi vegetal, de un bebé monstruoso? Tengo que… librarme de él. Además, ¿qué ocurriría con mi viaje a. África? En un impulso de autodefensa, como si el bebé estuviera atacándole desde la incubadora, Bird se preparó para la batalla. Al mismo tiempo se ruborizó y comenzó a sudar, avergonzado de sí mismo. Tenía un oído sordo a causa del ruido de la sangre que se precipitaba a su través, y los ojos se le enrojecieron como golpeados por un puño inmenso e invisible. El sentimiento de vergüenza le hizo lagrimear. Si al menos pudiera librarme de la carga que implica un bebé vegetal, pensó. Pero no podía preguntarle al doctor cómo hacerlo, su bochorno era demasiado pesado. Desesperado, con la cara roja como un tomate, inclinó la cabeza.
– Oiga, ¿acaso no quiere que operen al bebé y se recupere al menos en parte?
Bird se estremeció: sentía como si un dedo sabio acabara de tocar la parte de su cuerpo más horripilante y más sensible al placer, como los pliegues carnosos de su escroto. Bird habló en un tono de voz tan ruin que apenas pudo soportarlo:
– Incluso con cirugía… si hay tan pocas probabilidades… de que crezca normalmente…
Se dio cuenta de que acababa de dar el primer paso hacia el precipicio de la infamia. Y todo indicaba que correría hacia allí a toda velocidad: su infamia crecería como una bola de nieve, mientras él la contemplaba. Volvió a estremecerse, consciente de la inevitabilidad de los acontecimientos. Sin embargo, sus ojos nublados y febriles miraban implorantes al médico.
– ¡Se dará cuenta de que no puedo tomar ninguna medida directa para acabar con la vida del bebé!
Despectivo, el doctor miró a Bird con un destello de repugnancia en los ojos.
– Desde luego que no… -dijo Bird atropelladamente, como si acabara de escuchar algo inesperado.
Entonces se dio cuenta de que el doctor no se había dejado engañar ni un solo momento. La humillación de Bird se duplicó y ni siquiera intentó explicarse.
– Ciertamente es usted un padre joven…, vamos, de mi edad, más o menos.
El doctor giró lentamente su cabeza de tortuga y miró a los demás miembros del personal hospitalario que estaban allí. Bird sospechó que el médico intentaba burlarse y se aterrorizó. Si intenta pasarse de listo ¡lo mataré!, murmuró inútilmente en el fondo de su garganta. Pero el doctor tenía intenciones de colaborar en el abyecto plan de Bird. En voz muy baja, le dijo:
– Procuraremos regularle la leche. O darle una mezcla de agua con azúcar. Veremos qué sucede, pero si ni siquiera así se debilita no tendremos otra opción que operar.
– Gracias -dijo Bird y suspiró ambiguamente.
– De nada. -El tono de voz del doctor le hizo pensar otra vez si no estaría tomándole el pelo. Entonces, con voz tranquilizadora, agregó-: Venga dentro de tres o cuatro días. No habrá cambios significativos hasta esa fecha. Tampoco tiene sentido inquietarnos y apresurar las cosas. -Luego cerró la boca como una rana que engulle una mosca.
Bird apartó la mirada del doctor, inclinó la cabeza y se dirigió hacia la puerta. La voz de la enfermera le llegó antes de abandonar el recinto:
– ¡Lo antes posible, por favor, los trámites de hospitalización!
Bird atravesó rápidamente el corredor en penumbra, como si escapara de la escena de un crimen. Hacía calor, y se dio cuenta de que la sala de cuidados intensivos estaba climatizada. Bird se secó furtivamente las lágrimas calientes de la humillación. Pero el interior de su cabeza estaba más caliente que la atmósfera y que las lágrimas. Torció por el corredor con andar inseguro. Cuando pasó, sollozando todavía, frente a la puerta abierta del pabellón de ingresados, los enfermos, parecidos a animales sucios, acostados o sentados en las camas, lo observaron con gestos inexpresivos. El llanto se le calmó cuando pasó por una zona de habitaciones particulares, cuyas puertas daban al corredor, pero la vergüenza se había convertido en un grano alojado detrás de los ojos, como un glaucoma. Y no sólo allí sino en todas las partes del cuerpo, a la vez que se endurecía. La vergüenza: un tumor maligno. Bird era consciente de ese cuerpo extraño, pero no podía repelerlo: su cerebro se había quemado, consumido. Una de las habitaciones estaba abierta, pero una joven delgada, joven y completamente desnuda permanecía de pie junto a la puerta como impidiendo el paso y miraba a Bird con ojos agudos. En la penumbra, su cuerpo parecía no haber llegado todavía a la plenitud. Mientras se apretaba con una mano los diminutos pechos, con la otra se acariciaba un vientre plano y se tironeaba el vello púbico. Luego separó los pies poco a poco y hundió un dedo suavemente en su vulva perfilada con toda claridad, durante un momento, por la escasa luz que penetraba por una ventana a sus espaldas. Bird se compadeció de la ninfómana y pasó a su lado sin darle tiempo a que alcanzara su climax solitario en presencia suya. La vergüenza que sentía era demasiado intensa como para permitirse pensar en nadie que no fuera él mismo.
Cuando Bird salió al exterior, el hombrecillo del cráneo plano y el pelo pegado a la frente le alcanzó y se puso a caminar a su lado. Mostraba el mismo aire arrogante de antes y avanzaba brincando entre las plantas para compensar la diferencia de altura con Bird. Empezó a hablar con firme determinación. Bird le escuchó en silencio.
– Hay que presentarles batalla, ¿sabe? ¡Luchar! ¡Luchar! ¡Luchar! -dijo-. ¡Es una lucha contra el hospital y en especial contra sus médicos! Pues bien, hoy les he golpeado duro. Lo ha oído, ¿no?
Bird asintió, mientras recordaba las «disposiciones» blancas del hombrecillo.
– Mi hijo no tiene hígado, ¿sabe usted? Así que tengo que luchar y seguir luchando. De lo contrario podrían cortarle en rebanadas aunque siguiera vivo. Pues no, ¡es una verdad como un templo! Si uno quiere que las cosas funcionen en un hospital, lo primero es hacerse a la idea de que hay que luchar. Es inútil comportarse correctamente, con tranquilidad, e intentar caerles bien. Los pacientes moribundos están tan quietos como cadáveres, pero sus familiares no podemos hacer lo mismo. ¡Hay que luchar! Verá usted, hace unos días les dije directamente: si el bebé no tiene hígado, ustedes le hacen uno. Y agregué que hay bebés sin recto a los que les ponen recto artificial, así que también podrán hacer un hígado artificial. Además, les dije, ¡un hígado artificial no se ve todos los días!