– ¿Ya lo ha adivinado? Está en una incubadora. Ahora bien, ¿qué incubadora supone usted que es la casa de su bebé? -preguntó la enfermera, continuando con el juego.
Obediente, Bird se inclinó hacia la incubadora más cercana y descubrió a un bebé tan pequeño como un pollo desplumado, con una piel extraña, cuarteada y llena de manchas oscuras. El bebé estaba desnudo, una bolsa de vinilo encerraba su pene como una crisálida y el cordón umbilical estaba envuelto en gasa. Como los enanos de los cuentos de hadas ilustrados, le devolvió la mirada a Bird con una expresión prudente similar a la de un anciano, como si él también participara en el juego de la enfermera. Aunque no se trataba de su bebé, la apariencia de viejo tranquilo que se consume sin rechistar le inspiró a Bird un sentimiento de camaradería. Luego se enderezó y se dio la vuelta hacia las enfermeras, como diciéndoles que no estaba dispuesto a continuar con el jueguecito. Los reflejos y la disposición de las incubadoras impedían ver en el interior de las otras cuatro.
– ¿Todavía no lo ha adivinado? Es la incubadora que está al fondo, junto a la ventana. La acercaré para que pueda ver al bebé.
Bird se enfureció. Pero entonces comprendió que el juego era una especie de ritual iniciático en la unidad de cuidados intensivos pues, ante esta señal de la enfermera, los demás médicos y enfermeras volvieron a sus cosas y conversaciones.
Observó con paciencia la incubadora que le habían indicado. Desde que había entrado en la sala se encontraba bajo la influencia de esta enfermera, y poco a poco iba perdiendo su resentimiento y la necesidad de resistirse. Ahora se sentía débil y resignado, incluso podría haber estado con tiras de gasa como los bebés que lloraban al unísono. Bird suspiró, se secó las manos sudorosas y luego la frente, los ojos y las mejillas. Se presionó los párpados con los dedos y saltaron llamas negruzcas, tuvo la sensación de que se despeñaba a un abismo, se tambaleó…
Cuando abrió los ojos, la enfermera ya estaba del otro lado del cristal y le acercaba la incubadora. Bird se animó, se puso tenso y apretó los puños. Entonces vio al bebé. Ya no tenía la cabeza vendada como Apollinaire. A diferencia de los demás bebés, tenía la piel tan roja como un langostino hervido y con un extraño aspecto lustroso. El rostro le resplandecía como recubierto por tejido nuevo procedente de una quemadura recién sanada. Considerando el modo en que tenía cerrados los ojos, parecía como si soportara una gran incomodidad, sin duda originada por el bulto que sobresalía de la parte posterior del cráneo como otra cabeza roja. Seguro que producía una sensación de pesadez, de molestia, como un ancla sujeta a la cabeza. ¡Esa cabeza larga y afilada, modelada por el útero! Machacaba dentro de Bird las aristas del shock con más brutalidad que el propio bulto, y le producía una náusea espantosa que afectaba su existencia de manera fundamental. Para la enfermera que observaba sus reacciones, Bird hizo un gesto con la cabeza como diciendo «¡Ya estoy harto!» o algo que ella no podía comprender. El bebé ya no estaba al borde de la muerte, ¿crecería con su bulto craneal? El bebé seguía vivo y oprimía a Bird, incluso comenzaba a atacarle. Envuelto en esa piel roja de langostino, el bebé comenzaba a vivir ferozmente con un ancla a rastras en el cráneo. ¿Una existencia vegetativa? Quizá. Un cactus mortal.
La enfermera asintió con la cabeza, como satisfecha por las reacciones de Bird, y retiró la incubadora. Una ráfaga de llanto infantil volvió a soplar. Bird bajó los hombros y dejó la cabeza colgando. El llanto cargaba su cabeza inclinada, como la pólvora carga una pistola de pedernal. Deseó que hubiera una cuna o una incubadora para él, llena de vapor flotando como niebla; Bird estaría acostado en ella, respirando a través de sus branquias como un pez.
Cuando regresó, la enfermera le dijo:
– Por favor, haga el trámite de hospitalización cuanto antes. Deberá dejar un depósito de treinta mil yenes.
Bird asintió.
– El bebé toma leche y mueve los brazos y las piernas sin problemas.
¿Por qué diablos tenía que tomar leche y hacer ejercicio?, se preguntó Bird… y se contuvo. Sus continuas quejas, que estaban convirtiéndose en un hábito, le asqueaban.
– Si espera aquí, llamaré al pediatra que lleva el caso.
Bird quedó solo. Nadie le prestaba atención. Las enfermeras que pasaban con pañales y bandejas de biberones lo empujaban con sus codos extendidos, pero nadie lo miraba a la cara. Bird se disculpaba con un susurro. Entretanto, había aparecido un hombrecillo que parecía enfadado con uno de los médicos:
– ¿Cómo puede estar seguro de que no hay hígado? ¿Y cómo puede ocurrir semejante cosa? Ya he oído la explicación un centenar de veces, pero no acabo de comprenderlo. ¿Es verdad que el bebé no tiene hígado? ¿Es verdad, doctor?
Bird se instaló en un lugar que no estorbara los desplazamientos apresurados de las enfermeras. Allí permaneció, inclinado como un sauce, mirándose las manos sudorosas. Parecían guantes húmedos. Bird recordó las manos del bebé, manos grandes como las suyas, de dedos largos. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y miró al hombrecillo. Rondaba los cincuenta años y desarrollaba una lógica pertinaz en su conversación con el doctor; llevaba calzones marrones y camisa deportiva demasiado grande para su cuerpo delgado. Sus brazos y cuello estaban tostados en una tonalidad tan oscura como el cuero; eran nervudos y le daban un aspecto de notable vulgaridad. Era la clase de piel y de músculos que tienen los trabajadores manuales que no poseen capacidad física para realizar su tarea y sufren fatiga crónica. El cabello ensortijado del hombrecillo estaba pegado a la frente y tenía un gran cráneo plano; el conjunto daba un aspecto aceitoso e indecente. La frente era demasiado ancha y los ojos, opacos. La pequeñez de los labios y la mandíbula rompía el equilibrio del rostro. Era un obrero manual, evidentemente, pero no un simple operario. Probablemente colaboraba tanto en el trabajo pesado como en la responsabilidad de llevar una pequeña empresa. La forma de hablar y comportarse del doctor correspondían a las de un funcionario de rango secundario, y el hombrecillo parecía querer inclinar los argumentos en su favor, aduciendo una ambigua autoridad. Pero de tanto en tanto se daba la vuelta y miraba a las enfermeras y a Bird con ojos que traslucían una inminente derrota, como si reconociera una desgracia de la que nunca conseguiría recuperarse. Un hombrecillo extraño.
– No sabemos cómo ha podido ocurrir. Supongo que no es más que un accidente. Pero de hecho su bebé no tiene hígado. Las deposiciones son blancas, ¡completamente blancas! ¿Alguna vez ha visto algo así? -interrogó el doctor con soberbia, intentando desembarazarse del tozudo hombrecillo.
– He visto pollos recién nacidos deponer blanco. Y los pollos tienen hígado, ¿no es cierto? La mayoría de los pollos tienen hígado, ¡pero los recién nacidos deponen blanco!
– Ya lo sé, pero no estamos hablando de pollos… Se trata de un bebé humano.
– Pero ¿de verdad es tan raro un bebé con disposiciones blancas?
– ¿Disposiciones blancas? -interrumpió el doctor, enfadado-. Un bebé con disposiciones blancas sería algo más que raro, sin duda. ¿Acaso se refiere usted a deposiciones blancas?
– Sí, eso, deposiciones blancas. Las criaturas sin hígado hacen blanco, eso lo comprendo. Pero ¿automáticamente todos los bebés que hacen deposiciones blancas no tienen hígado? ¿Es así, doctor?
– ¡Se lo he explicado cien veces, señor mío!
La voz indignada del médico sonó como un grito de dolor. Pretendía mofarse del hombrecillo pero su rostro estaba contraído y los labios le temblaban.
– ¿Sería tan amable de repetírmelo una vez más, doctor? -La voz del hombrecillo de pronto sonaba tranquila y amable-. El hecho no es cuestión de risa, ni para mí ni para mi hijo. Es un problema serio, ¿verdad, doctor?