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– Ese limón ha hecho un buen trabajo -le dijo a Himiko.

– Si vomitas otra vez, tendrá gusto a limón. Quizá te agrade.

– Gracias por alentarme.

Bird sintió que el alivio producido por el zumo se diluía como la niebla bajo el viento.

– ¿Qué buscas? Pareces un oso persiguiendo un cangrejo.

– Mis calcetines -murmuró. Sus pies desnudos le parecían ridículos.

– Están dentro de tus zapatos. Los he puesto ahí.

Bird dirigió a Himiko, que yacía aún en el suelo envuelta en una manta, una mirada de duda. Supuso que se trataría de una costumbre de Himiko en cuanto sus amantes se acomodaban en la cama. Probablemente tomaba esa precaución para que ellos pudieran huir, descalzos y zapatos en mano, en caso de que se presentara un amante más grande y apasionado.

– Tengo que irme -dijo Bird-. Esta mañana tengo dos clases. Has sido muy amable.

– ¿Volverás? Bird, es posible que nos necesitemos.

El grito de un mudo no hubiese dejado más atónito a Bird. Himiko lo miraba con sus gruesos párpados bajos y el ceño fruncido.

– Quizá tengas razón. Quizá nos necesitemos el uno al otro.

Como un explorador que atraviesa un terreno pantanoso, lleno de espinas, vegetación y alambradas, Bird se abrió camino medrosamente a través de la sala de estar en penumbra. Una vez en el vestíbulo, se inclinó y se calzó calcetines y zapatos a toda prisa, temeroso de una nueva náusea.

– Hasta pronto -dijo Bird-. Que duermas bien.

Himiko permaneció en silencio.

Bird salió afuera. Una mañana de verano, llena de luz tan acre como el vinagre. Al pasar junto al MG observó que la llave de encendido estaba puesta. Cualquier día lo robarían. La idea lo entristeció. ¡Himiko! ¿Cómo una compañera de estudios diligente, cuidadosa y astuta, se había convertido en una persona tan desconcertante? Se había casado y al poco tiempo su joven esposo se había suicidado. Y ahora, tras la catarsis de conducir a toda velocidad en plena noche, tenía sueños que la hacían gemir de terror.

Bird pensó en retirar la llave. Pero si regresaba a la habitación donde su amiga yacía en la oscuridad, le resultaría muy difícil volver a salir. Bird desechó la idea y miró a su alrededor: en ese momento no había ladrones de coches en la vecindad, se consoló. En el suelo, junto a una de las ruedas, había una colilla de cigarro. Seguramente el hombre con cabeza de huevo la había arrojado allí. Sin duda habría muchas personas que querían cuidar de Himiko con más devoción y afecto que Bird.

Sacudió la cabeza bruscamente y aspiró hondo varias veces para defenderse del cangrejo de la resaca. Pero no pudo librarse de cierto sentimiento que le intimidaba, y abandonó el callejón radiante de luz con la cabeza gacha.

Logró alcanzar y atravesar con destreza el portal de la escuela. Primero fue la calle, luego el andén, por último el tren. Lo peor fue el tren, pero pese a su garganta reseca Bird sobrevivió a las vibraciones y al olor de los otros cuerpos. Bird era el único pasajero que sudaba, como si todo el calor del verano se hubiese aglutinado a su alrededor. Todas las personas que lo rozaban se giraban para observarlo con extrañeza. Bird sólo podía encogerse y, como un cerdo que se hubiese hartado a comer limones, exhalar aliento cítrico. Su mirada vagaba sin descanso por el vagón, buscando un sitio donde refugiarse en caso de que tuviera urgencia por vomitar.

Cuando finalmente llegó al portal de la escuela sin sentir náuseas, se sintió como un viejo soldado, agotado tras una larga retirada del frente. Pero todavía no había pasado lo peor. El enemigo había dado un rodeo y lo esperaba en la retaguardia.

Bird cogió un libro de lectura y una caja de tizas de su armario. Le echó un vistazo al Concise Oxford Dictionary que estaba en la parte superior de la estantería, pero hoy parecía demasiado pesado para llevarlo hasta la clase. Entre sus alumnos había varios que dominaban muy bien la dicción y la gramática, mejor incluso que él. Si tropezaba con alguna palabra desconocida o una frase difícil, tendría que recurrir a uno de ellos. Las cabezas de sus alumnos estaban tan llenas de conocimientos detallados y minuciosos que resultaban como almejas superdesarrolladas; en cuanto intentaban percibir un problema en su totalidad, el mecanismo se enredaba y atascaba. Por consiguiente, la tarea de Bird consistía en integrar y resumir el significado de todo un pasaje. Sin embargo, siempre le quedaba la duda de si sus clases servirían para algo en los exámenes de ingreso a la universidad.

Esperando evitar al jefe de su departamento -un licenciado por la Universidad de Michigan, bien parecido y de mirada aguda, surgido del selecto grupo de jóvenes que estudió en el extranjero-, Bird salió por una salita posterior, evitando el ascensor de la sala de profesores. Comenzó a subir por la escalera de caracol, pegada como la hiedra a la pared exterior. Sin atreverse a mirar hacia abajo, a la perspectiva de la ciudad que se extendía a sus pies; soportando apenas la vibración de la escalera, como el balanceo de un barco, producida por los estudiantes que pasaban a su lado; pálido, sudoroso, jadeante, eructando cada poco. Bird subía tan despacio que los alumnos, sorprendidos por su propia rapidez, se detenían en seco y lo miraban a la cara, dudaban, y después proseguían su carrera, sacudiendo la escalera de hierro. Bird suspiró, la cabeza le flotaba, y se aferró a la barandilla metálica…

Finalmente llegó a lo alto de la escalera y sintió alivio. Entonces, un amigo que lo esperaba allí le llamó. Bird volvió a ponerse tenso. Se trataba de un colaborador en la organización de un grupo de estudio de lenguas eslavas, que Bird había formado junto a otros intérpretes. Pero como en ese momento ya tenía suficiente, jugando al gato y el ratón con su resaca, encontrarse con alguien imprevisto le resultaba un contratiempo insoluble. Se encerró en sí mismo como un molusco atacado.

– ¡Hola, Bird! -exclamó su amigo. El apodo seguía vigente en cualquier situación, para amigos de todas clases-. Estoy llamándote desde anoche, pero no he podido localizarte. Así que se me ocurrió venir…

– ¿Ah, sí? -dijo Bird con un tono poco sociable.

– ¿Te has enterado del rumor sobre el señor Delchef?

– ¿Rumor? -preguntó, con una vaga aprensión.

El señor Delchef era agregado en la legación diplomática de un pequeño país socialista de los Balcanes, y profesor del grupo de estudio.

– Parece que se ha ido a vivir con una muchacha japonesa y que no quiere volver a la legación. Dicen que ocurrió hace una semana. La legación quiere que todo quede en familia y ocuparse ellos mismos de que Delchef regrese, pero no conocen mucho de por aquí. La muchacha vive en el barrio más bajo de Shinjuku, una especie de laberinto. Nadie en la legación conoce el lugar como para encontrar allí a Delchef. Aquí entramos nosotros: han pedido ayuda al grupo de estudio. Desde luego, nosotros somos responsables en cierta forma…

– ¿Responsables?

– El señor Delchef la conoció en aquel bar al que le llevamos después de una reunión, ¿lo recuerdas?, La Silla. -El amigo de Bird rió con disimulo-. ¿No te acuerdas de aquella chica menuda, extraña y pálida?

La recordó de inmediato: una chica menuda, extraña y pálida.

– Pero ella no hablaba inglés ni ninguna lengua eslava, y los conocimientos de japonés del señor Delchef son bastante precarios… ¿Cómo se entienden?

– Eso es lo peor de todo. ¿Cómo imaginas que han pasado una semana juntos? ¿Sin hablarse y cruzados de brazos?

El amigo pareció incómodo ante su propia insinuación.

– ¿Qué sucederá si el señor Delchef no regresa a la legación? ¿Lo considerarán desertor o algo así?

– ¡Puedes estar seguro de que sí!

– Realmente se está buscando problemas… -dijo Bird con displicencia.

– Pensamos convocar una reunión del grupo de estudio y analizar la situación. ¿Tienes algo que hacer esta noche?