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¿Qué pensará de mí si vomito en la cama? En cierta ocasión, cuando era un buen hombre, le robé la virginidad mediante una especie de violación, a la intemperie, en pleno invierno, ¡y ni siquiera fui consciente de lo que hacía! Años después, vengo a pasar la noche en su habitación, me emborracho por completo y cuando despierto estoy a punto de vomitar en su cama. ¡Cómo se puede llegar a ser tan despreciable! Bird eructó varias veces y se incorporó en la cama, padeciendo un intenso dolor de cabeza. Le costó mucho alejarse de la cama pero, finalmente, logró encaminarse hacia el cuarto de baño. Comprobó sorprendido que sólo llevaba puesta la ropa interior.

Cuando cerró la puerta de cristal y estuvo recluido en el baño, vislumbró con satisfacción cierta posibilidad inesperada: quizá lograse vaciar su estómago sin que Himiko lo pillara. Si al menos pudiera vomitar con la delicadeza de un saltamontes…

De rodillas, apoyó los codos en la taza del retrete, bajó la cabeza y esperó, en actitud de piadosa oración, a que la tensión de su estómago explosionara. Su rostro, antes frío por completo, ahora se sonrojaba de calor, y enseguida volvía a entumecerse y helarse. Visto desde su posición, el retrete era una inmensa garganta blanca, con agua clara en su estrecho fondo.

La primera oleada de náusea lo golpeó. Bird emitió un sonido como un ladrido. El cuello estirado se le endureció y vomitó violentamente. Un líquido picante le llenó la nariz, y las lágrimas se le escurrieron hasta la porquería que tenía pegada alrededor de la boca. Sintió nuevas náuseas y vomitó débilmente los restos que le quedaban en el esófago. La cabeza le daba vueltas; era hora de darse un respiro momentáneo. Se enderezó como un fontanero tras realizar su trabajo, se secó la cara y se sonó la nariz ruidosamente. ¡Ah!, suspiró. Pero aún no había terminado. Una vez empezaba a vomitar, generalmente lo repetía al menos dos veces. Y la segunda vez tenía que valerse de los dedos en la garganta. Volvió a suspirar, previendo la agonía, y bajó la cabeza. El interior del water ofrecía un aspecto desolador. Bird cerró los ojos, asqueado. Buscó a tientas la cadena y tiró de ella. Cuando abrió los ojos, la gran garganta estaba nuevamente limpia, boquiabierta como antes. Bird se metió un dedo en su garganta y vomitó otra vez. Lamentos y lágrimas, chispas amarillas en su cabeza… Cuando terminó, se secó los dedos, las mejillas y la boca, y se desplomó contra el water. ¿Compensaría esto, por lo menos en parte, los sufrimientos del bebé?, se preguntó, y en seguida se ruborizó de su propia desvergüenza. No hay padecimiento más estéril que la agonía de una resaca: a través de él no puede expiarse el sufrimiento de ninguna persona.

No puedes ser tan cretino como para permitirte una compensación tan falsa, ni siquiera el tiempo que dure un parpadeo de tu cerebro, se amonestó Bird severamente. Sin embargo, el alivio que sentía después de vomitar y el relativo silencio momentáneo de los demonios en su estómago, le concedieron los primeros momentos tolerables del día. Hoy tenía que dictar una clase y luego probablemente rellenar impresos en el hospital, si el bebé ya había muerto. También tendría que contactar con su suegra para comunicarle la muerte del bebé y para decidir de común acuerdo cuándo convendría informar a su esposa. Sin duda, un programa abrumador. Y heme aquí, en el cuarto de baño de Himiko, desplomado contra el water y aturdido al máximo. ¡Qué historia más extraordinaria! Pese a ello, Bird no sentía temor ante una situación tan acuciante. Por el contrario, esta media hora de total irresponsabilidad tenía el dulce sabor de la autosalvación. Encogido sobre el suelo, consciente tan sólo del picor que sentía en la nariz y la garganta, Bird era como una especie de hermano del bebé al borde de la muerte. Mi única gracia es que no berreo a gritos como los recién nacidos, pero mi conducta es diez veces más lamentable…

De ser posible, Bird hubiese preferido arrojarse dentro del water cuando tiró de la cadena, y ser arrastrado al infierno de una cloaca. En vez de ello, escupió, se apartó trabajosamente del water y abrió la puerta de cristal. Casi había olvidado a Himiko, pero ahora vio que estaba totalmente despierta y seguramente intuyendo el ridículo drama desarrollado en el cuarto de baño y el silencio que le siguió. La muchacha continuaba acostada en el suelo, con los ojos abiertos e iluminada oblicuamente por un tenue rayo de luz que se filtraba por la ventana. Lo único que podía hacer era escurrirse hacia su ropa, que permanecía al pie de la cama. Mientras tanto, Himiko probablemente observaría su vientre fláccido y sus muslos fibrosos.

– ¿Me has oído vomitar como un perro? -preguntó con voz tímida.

– ¿Como un perro? Los perros no suelen hacer semejante escándalo -respondió Himiko con voz soñolienta, mirando a Bird con sus apacibles ojos abiertos.

– Era un San Bernardo grande como una vaca -dijo Bird.

– Sonaba doloroso… ¿Has terminado?

– De momento, sí.

Bird se tambaleó en dirección a la cama y tropezó con las piernas de Himiko. Finalmente logró llegar hasta los pantalones y, mientras se los ponía, dijo:

– Creo que esta mañana volveré a tener náuseas. Siempre me sucede. Hacía tiempo que no bebía y que no tenía resaca. Así que probablemente ésta será la peor de mi vida. Ahora que lo pienso, me parece que sé el motivo de aquella borrachera interminable: intentaba curarme una resaca con un nuevo trago, y de ese modo caí en una infinita espiral alcohólica.

Bird trató de imprimir a sus palabras un aire burlón, pero terminó con una nota amarga imposible de ocultar.

– ¿Por qué no vuelves a intentarlo?

– Hoy no puedo permitirme estar borracho.

– Un zumo de limón te reanimará. En la cocina encontrarás algunos limones.

Bird fue a la cocina. En el fregadero, bañados por un rayo de luz típico de la escuela flamenca -que penetraba a través de una ventana con vidrios mate-, una docena de limones brillaban tan intensamente que los nervios del estómago se le estremecieron.

– ¿Siempre compras tantos limones?

Tras ponerse los pantalones y abotonarse la camisa, Bird había recuperado el dominio sobre sí mismo.

– Depende, Bird -respondió Himiko, indiferente a la pregunta.

Bird, otra vez sofocado, preguntó:

– ¿A qué hora regresaste? ¿Toda la noche fuiste por ahí en ese MG?

Himiko no contestó y le miró con sorna. Bird agregó apresuradamente, como si tal información fuese crucial:

– En plena noche estuvieron aquí dos amigos tuyos. Uno parecía joven, y el otro un señor maduro con una cabeza como un huevo. Le vi pero no lo saludé.

– ¿Saludarlo? Naturalmente que no tenías por qué saludarlo -dijo Himiko.

Bird miró su reloj de pulsera: eran las nueve. Su clase comenzaba a las diez. Un instructor de academia preuniversitaria que tuviera la valentía de quedarse en casa sin dar parte o de llegar retrasado a una clase, sin duda sería un hombre extraordinario. Bird no era ni tan intrépido ni tan tonto. Se anudó la corbata al tacto.

– Me he ido a la cama con ellos algunas veces. Creen que eso les da derecho a presentarse aquí en medio de la noche. El joven es un tipo raro; no le interesa especialmente dormir conmigo, pero sí estar presente cuando estoy en la cama con otro, por si lo necesitamos. Ya sabes, espera a que alguien esté conmigo para presentarse. ¡Y eso que los celos lo consumen!

– ¿Le has brindado la oportunidad que está buscando?

– ¡Desde luego que no! -replicó Himiko-. Ese chico tiene algo con los adultos. Si alguna vez te lo encuentras, haría lo imposible por complacerte. Tú has recibido esa clase de atenciones muchas veces. ¿Acaso no había chicos en los cursos inferiores que te adoraban? También los habrá en tus clases. Siempre he pensado que los chavales de esas características te considerarían un héroe.

Bird negó con la cabeza y entró en la cocina. Sintió frío en la planta de los pies y se dio cuenta de que todavía no se había puesto los calcetines. No le sería fácil: si contraía el estómago al agacharse por los calcetines, quizá vomitara nuevamente. Se estremeció. Pero era agradable sentir el suelo. Lo mismo que sujetar un limón bajo el grifo abierto. Escogió un limón grande, se hizo el zumo y lo bebió. Una sensación de alivio, que recordaba de otras ocasiones similares, fría y estimulante, le bajó desde la garganta hasta el estómago. Regresó al dormitorio en busca de los calcetines.