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– May -llamó, tomándole la mano.

– Esta bien -respondió ella-. No necesito ningún apoyo moral. Nuestro amigo aquí presente parece que tiene algo más que decirte.

– Vaya si tengo -replicó Starr.

Se levantó del asiento de terciopelo color púrpura.

– Monsieur le professeur, a menos que usted elija ahora el país donde piensa arriesgar su proyecto de la gran energía (y trate de que sea el apropiado) lo matarán, sin lugar a dudas. Ni Francia, ni Rusia, ni China, ni nosotros, podemos permitirnos el lujo de correr el riesgo que oculta su temperamento artístico. Es un hecho que todos nosotros preferimos verlo muerto antes que tener que estar dependiendo de sus cambios de humor y de sus neurosis. Usted puede apostar… su exhalación, mi amigo. El factor desconocido que representa su poder mental será eliminado y el equilibrio del poder será mantenido tambaleante como lo está actualmente. También existe el riesgo de que lo secuestren. Tanto Occidente como Oriente lo vigilan como gavilanes y se vigilan entre sí. No obstante el juego no puede continuar mucho tiempo más. Ignoro cuál de nosotros será el que lo elimine (todavía no he recibido instrucciones), empero tengo un avión esperando y, si le queda un poco de sentido común, aceptará la invitación oficial que le estoy formulando, para seguir trabajando en algún rincón apacible, como podría ser, digamos, la soleada California…

– ¿Adonde, per piacere? -reiteró el gondolero.

– De regreso al Gritti -le ordenó Mathieu-. Dicho sea de paso y para su propia información, coronel, he hecho más que desintegrar la exha. He avanzado un paso más allá.

La cara de Starr estaba totalmente blanca, indudable señal de una gran emoción.

– ¿Y qué es lo que ha hecho, exactamente?

– Coronel, usted es un soldado. Un miembro del Pentágono. Usted debería saberlo. Adieu, mon colonel. Sabe, cada vez que lo veo, quiero hacerle una pregunta. ¿Le hicieron cirugía plástica en la cara para que tenga el aspecto que tiene o antes era aun peor?

Lo dejaron en el Rialto, comiendo maníes, rodeado por los siglos de tesoros artísticos que asomaban detrás de su cabeza.

22

El 4 de agosto conducían al viejo Albert nuevamente por Umbría que, para Mathieu, era el lugar favorito de Italia. Esa región había dejado pocas marcas en la pintura del Renacimiento, y por una razón humillante: la perfección de la naturaleza no podía ser igualada. El oro, el azul y el verde pálido poseían una belleza alegre y triunfadora, casi cantante, como si la creación hubiese confiado un mensaje a la tierra, el mensaje de la felicidad. Se detuvieron en el albergo Gozzi donde pidieron un cuarto. Los seguían, los vigilaban, los "protegían" como siempre, y ya se saludaban con uno de los guardaespaldas. Sentados en la terraza, debajo del verde de las viñas salvajes, lentamente Mathieu se dejaba hundir en el estado de euforia que le brindaba el vino y que era una ayuda temporaria para olvidarse de sí mismo. Sobre la mesa sostenía la mano de May en la de él, desbordante de amor, contemplando la sonrisa dulce que desde el interior le llenaba los labios y, la luz de los ojos, ¿caía desde el cielo o procedía de algo infinitamente más amoroso? Era imposible creer que, apenas unos meses antes, esa muchacha había sido un náufrago mental y físico, entregada a excesos de manía religiosa. Nunca había visto a una mujer tan en paz consigo misma. Tenía una firmeza, una autoseguridad, una cualidad de mansa certidumbre que lo deleitaban aunque se le escapaba el motivo oculto detrás de este cambio repentino, que lo intrigaba enormemente.

– Has cambiado mucho, niña -le dijo un tanto rezongón-. Ningún hombre acepta del todo una metamorfosis tan súbita en la mujer que ama, es como descubrir una nueva faz en una persona que creemos conocer, que siempre atenta contra la firmeza del entendimiento recíproco.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque no tienes más miedo.

May asintió casi solemnemente; luego sonrió. -Es cierto. Me ha faltado fe. No puedo imaginar cómo Dios puede permitir que suceda una cosa así…

– ¿Qué cosa?

– La condenación. La condenación hecha por el hombre. Era un pensamiento supersticioso y no cristiano.

– Bueno, es lo que denomino una buena lógica científica.

– Gracias. Estoy totalmente de acuerdo con la ironía.

– Sabes, May, la clase de fe total y ciega que tienes en Dios debe ser una fuente de energía fantástica.

– Lo es. Es así como los cristianos movemos montañas.

– Desde que ustedes los cristianos las han movido, las montañas continúan creciendo. Parece que les hiciera bien. El moverlas, quiero decir. Las hace más altas y pesadas.

Vació la copa y volvió a llenarla. "Ahora lo puede aceptar, -pensó-. Se ha adaptado a lo que llama 'esa cosa' y le buscó una explicación agradable: Dios no permitirá que suceda".

– ¿Recuerdas aquella mañana cuando regresé a casa conmovido y asustado de mi trabajo… infantilmente conmovido?

– Por supuesto que me acuerdo. Fue muy dulce. Me necesitabas tanto.

La miró.

– Y bien, Marc, ¿qué pasó exactamente en el laboratorio aquella noche?

– Nada. Olvídate. Estoy borracho.

Los gorilas los vigilaban. Tanto el francés del SDEC como el pulcro y saludable jovencito norteamericano -la gente de CIA siempre parecía como si hubiese sido elegida por J. Edgard Hoover- más otros dos o tres que podían ser italianos o rusos, o tal vez, israelíes. Los judíos estaban abocados a una segunda Crucifixión. Pidió que le trajeran más vino.

Para pagar al mozo May tuvo que sacarle el dinero del bolsillo. Antes de dejar el albergo, Mathieu se detuvo ante la mesa de uno de los gorilas, un hombrecito que tenía un bigote que parecía una cucaracha de un dibujo animado, quien pretendía estar tan absorto en las palabras cruzadas, que cada irreverencia que Mathieu pronunciaba despertaba en él un vago pesar, porque ninguna de las letras de las cuatro palabras que estaban en los cuadraditos negros era la apropiada.

– Marc, por favor, no puedes andar por ahí insultando a la gente…

– No he insultado a la gente. Eran policías.

May conducía a Albert por las calles de Perugia, los consabidos Mercedes gris y Peugeot azul los seguían.

Marc estaba tan borracho y tan sobreexcitado que sólo se dio cuenta de haber hablado demasiado cuando ella detuvo el automóvil. Trató de recordar lo que había dicho y hasta dónde había llegado, y después supo que le había contado todo.

Se sintió tan asustado que esto casi lo desembriagó. Pero May estaba muy tranquila. Sentada, quieta, las manos sobre el volante. La máquina vibraba suavemente. Miraba hacia adelante, totalmente distraída. El aire era frío y desde los jardines del viejo castillo llegaba un olor de mimosas.

– Continúa, Marc -le insinuó-. Estoy escuchando.

– ¿Volverás a sentirte trastornada?

– ¿Acaso parezco trastornada?

– No. Estás madurando.

– Sí, sí. Continúa.

– Fue una noche extraordinaria, May. Siempre llega un momento en que el científico sabe que ha alcanzado la cima: nunca otra vez, y nunca más arriba… Sucedió eso. En toda mi vida nunca me sentí tan creador… Por lo tanto… No sé… Un sentimiento de logro supremo, de maestría. Hace años que todos han estado buscando la manera de "descomponer" la exhalación, de subdividirla, la condición sine qua non para controlarla totalmente. Y yo la había encontrado. Pero entonces, mientras estaba allí, de pie, limpiándome la tiza de las manos, revisando los signos del pizarrón y escuchando la perfecta… armonía en mi cabeza… de improviso, hubo una nota más. Una nueva apertura, una nueva posibilidad. Lo que hasta ese momento había conseguido era el control… Pero lo que veía ahora era la posibilidad de llevar las cosas más allá, de ir hasta el final… La fisión… dividir la exhalación. Recuerdo a Fermi, a Oppenheimer… No puedo decir que seguí los pasos de ellos, pero el proceso de conquista fue el mismo: Puede lograrse; por lo tanto hay que hacerlo… Y lo hice. May, la fisión de la exhalación tiene un poder de destrucción aproximadamente un billón de veces más fuerte que el de la bomba más poderosa que jamás se haya fabricado. En realidad parece imposible ponerle límite a su destructividad. La exha es potencialmente la fuerza más peligrosa, la más devastadora de toda la creación, de acuerdo a lo que hasta ahora se conoce y que es accesible al hombre. Lo que constituye exactamente lo que han dicho los poetas más grandes del mundo; pero ahora ha dejado de ser mitología, o palabras, o brillanteces filosóficas. Ahora es una técnica.