Parecía que May lo escuchaba indiferente, mientras miraba el paisaje -viejos olivares, viejas piedras y la acostumbrada capilla barroca a lo lejos, ruinas italianas diseminadas al azar- como si fueran los restos de un picnic, abandonados entre las flores. Estaba asombrado, e incluso algo molesto, de que se lo escuchara con tanta frialdad. Ni sorpresa, ni sobresalto, ni entusiasmo. Los ojos de May seguían haciéndole el amor a la capilla iluminada por la luna.
– ¿Qué te sucede? -le preguntó enojado.
– ¿Por qué?
– No pareces interesarte. ¡Diablos! Podías mostrar un poco de entusiasmo. Contigo me estoy malgastando…
Nunca esperó que lo tomara con tanta calma; que lo recibiera tan bien. ¿Y en qué consistía su aire tan compuesto, tan determinado? Sí, por supuesto, May se lo había dicho, "Dios no permitiría que sucediese". La racionalización irracional.
Se quedó callado. Palabras como "manías religiosas" le salían con facilidad, pero durante los últimos meses había empezado a diferenciar el fanatismo de la fe profunda y natural. Era algo que estaba más allá de la ironía. Se relacionaba con alguna comunión muy profunda; con alguna unión fundamental con la naturaleza de las cosas.
– No demuestras ningún orgullo por mi trabajo -le espetó-. Ven: sigamos.
May apoyó el pie con fuerza sobre el viejo Albert y continuó la marcha. Los seguían los ángeles custodios. Mathieu odiaba su presencia, insistente y autoritaria. A cualquier lado que se dirigiese, zumbaban alrededor de él como moscas.
– Perros guardianes impúdicos. Si al menos conociese una nación pequeña, un país sin poderío energético y suficientemente chico e indecente como para que me ayudase, me iría para allí inmediatamente y les construiría mi lindo juguete. Sólo para ellos -murmuró-. ¿Albania? Es un país chico, simpático y despreciable, también lleno de veneno.
May se dirigió al hotel; se detuvo y bajó del auto.
– Voy a caminar un rato, y sola -le dijo-. Creo que no estás sorprendido.
Veinte minutos después llamó por teléfono a Starr. Se encontró con él a la una de la madrugada, junto a la capilla. En las dos últimas semanas, Francia, Estados Unidos y Rusia habían estado intercambiando ideas no comprometedoras y prudentes sobre el "caso". Al principio sorprendió la ola de deserciones entre el Este y el Oeste. De esas relaciones había empezado a surgir un intercambio cultural. Durante las discretas conversaciones sobre Mathieu, nunca se mencionó a China…
Starr surgió de las sombras y llevaba los dos puños metidos dentro de los bolsillos del impermeable. El tercer puño, su cabeza, conservaba el usual aspecto pétreo. Escuchó. En el aire húmedo de los jardines de San Marino había luciérnagas; el cielo brillaba con fuerza.
– Emplear el alma humana, y el espíritu inmortal con el propósito de fabricar el arma más destructiva. Se trata de eso, Jack. Y lo cuenta como si se tratase de dividir al átomo… -Aléjate del campo de la metafísica, May. Es la división del átomo. Es fabricar una nueva bomba nuclear, una mejor. Nada más que ciencia pura. No seamos medievales. ¿Estás segura de que nadie sabe nada?
– Segura. Por eso toda esta fuga, tanto alcohol… Ha abandonado la investigación.
– Una decisión muy humanitaria; la contribución más generosa que un científico de sus proporciones le puede ofrecer a sus hermanos de la humanidad. Si fuese cierto, sería merecedor del premio Nobel de Física. Pero, por supuesto, no es cierto. Tarde o temprano, irá a algún lugar para ofrecer la fórmula. Espero que, sea a nuestro país.
– Puede lograrse; por lo tanto hay que hacerlo. Eso es la ciencia, dice. Starr rió.
Un ruiseñor le cantaba a la luna.
– Destrucción y ruiseñores -dijo Starr-. Es una suma de todo. Beethoven, Shakespeare, Oppenheimer, Teller, Kaptiza, Mathieu, Leonardo e Hiroshima. La vieja dicotomía. L'affaire de l'homme… No creo que esta vez debamos correr el riesgo. Parece muy decidido.
– ¿Qué quieres que haga?
– Pase lo que pase quédate junto a Mathieu. Ya sabes cómo comunicarte conmigo. Pediré instrucciones por cable. En estos momentos todos los agentes, rusos o chinos, deben de estar recibiendo las suyas. Pone nervioso a cualquiera. En la balanza del poder es un peso demasiado pesado. La puede inclinar en forma muy peligrosa hacia el Este o hacia el Oeste.
May regresó al hotel caminando. Al día siguiente por la tarde salieron para Asís. El 11 de agosto, a las 18, Mathieu dejó a May sola en la habitación y fue a comprar algunos diarios franceses. En el momento en que atravesaba la calle frente al hotel ocurrió la explosión: un breve estallido ensordecedor que fue seguido por la ruptura de vidrios que cayeron sobre el pavimento. Encontró a May tendida en el suelo, envuelta en la salida de baño, y durante las horas siguientes su mente se transformó en un animal salvaje, que enloquecido daba vueltas y vueltas, demasiado rápido para poder pensar. Recordó la desgarrante sirena de la ambulancia; caras desdibujadas, voces, y recordó haberse peleado, pateado, haber sido sujetado, gritos, y luego la sala del hospital; hombres y mujeres vestidos de blanco; voces suaves; profesionalmente suaves; guantes de goma, plasma, sangre y también una fila de sillas vacías en el corredor y alguien que le decía: -Lo está llamando. Venga por favor.
Entró. Se inclinó mirando la cara pálida mientras mantenía los dedos por encima de las mejillas sin atreverse a tocarla. Se dio cuenta del terror que denotaban los ojos abiertos y los labios se movieron:
– El auto… el auto…
La miró impotente.
– El auto… Albert… Los cincuenta metros… Por favor… Sácalo de aquí… El auto… Por favor…
Durante unos segundos se quedó helado; enseguida corrió escaleras abajo. El auto estaba en la playa de estacionamiento del hospital. Subió, puso en marcha el motor y miró la aguja del marcador de la energía. Estaba quieta. La playa de estacionamiento estaba a unos cien metros del edificio principal. La aguja seguía quieta. Viva. Está viva. Todavía hay tiempo… Apretó con tal furia el acelerador que el motor se ahogó. Lo intentó de nuevo. La aguja no se movió. Condujo el automóvil en medio del tráfico a una velocidad de locos; lo dejó junto al río y regresó corriendo al hospital.
May aún estaba viva y pudieron salvarla.
Todos aquellos que durante las semanas y los meses siguientes estuvieron ocupados escribiendo informes secretos, llenos de brillantes insinuaciones que analizaban el motivo por el que Mathieu había "desertado", y se había ido al país que menos se esperaba, fueron unánimes en atribuirlo al atentado criminal y al conocido odio que el joven científico abrigaba por todos los poderes políticos y por el gran poder del establishment. Como prueba señalaron los manifiestos que Mathieu había firmado contra el complejo industrial militar, contra el dominio de la fuerza, contra la ley del más fuerte, contra la acumulación de armas nucleares, contra el peso destructivo de las máquinas energéticas de los superestados, el despiadado camino hacia la extinción de todo lo que le saliera al paso y el rehusarse a obedecer. Creían que Mathieu no había elegido a Albania por sus convicciones políticas, sino simplemente porque era la nación más pequeña y estaba atrapada por la fuerza. Desparramaba venenosamente su rabia impotente entre las superpotencias. En consecuencia era débil, llena de odio frustrado y, por lo mismo, la que más probablemente lo ayudaría a fabricar la nueva bomba exha. Sin embargo, esto no explicaba en absoluto la razón que había llevado a Mathieu a fabricar la bomba exha. En el informe que Starr redactó seis semanas antes del alevoso atentado y tres días después de la "deserción" de Mathieu, se mencionaba un motivo que, irónicamente, él denominó una razón más "científica", aunque el sarcasmo de la palabra "científico" se le escapó a la superioridad por completo. "Cualquiera fuese el superficial pretexto", escribió Starr, la razón por la que Mathieu se fue a Albania de ninguna manera ha sido una actitud de la peste en todos lados. Además, políticamente, Albania es una gran aliada de China. En mi opinión, el móvil es una compulsión típicamente científica. Nunca se ha oído decir que un gran científico se detenga y deje de dar lo más que puede, impidiendo así su propia realización, es decir, que abandone la posibilidad de sentirse colmado por otras consideraciones de orden espiritual, éticas, religiosas y humanitarias. Simplemente, Mathieu deseaba fabricar la nueva arma porque, en términos de logro científico y tecnológico, era una meta admirable. En una palabra, una obra de arte. Ya no estaba más en condiciones de resistir su impulso como no lo habían estado Fermi y Oppenheimer cuando, por primera vez, consideraron la posibilidad de fabricar la bomba atómica. Tampoco lo había estado Beethoven cuando sin resignarse al silencio, había volcado sobre el papel toda la música que sonaba dentro de su cabeza. Mathieu fue a Albania en busca de un éxito rotundo. Si llega a conseguirlo, es indudable que experimentará el gozo triunfante que se adivina en las palabras del cable cifrado que Fermi y Oppenheimer enviaron después de la primera explosión atómica: El niño nació satisfactoriamente. Si en este momento se me permite hacer un comentario no militar pienso que si alguna vez el mundo es destruido lo será por un creador".