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– Carajo, qué noticia.

– Todos decían que estaba enamorado de Laura. Pero yo creo que nunca se acostaron. Me parece a mí que Laura murió virgen.

– ¿A los veinte años?

– Claro, por qué no.

– No, si está claro,

– Qué triste, ¿verdad?

– Pues sí, es triste. ¿Y qué edad tenía entonces Ulises o Alfredo Martínez?

– Uno menos, diecinueve o dieciocho.

– Y le sentaría como un tiro la muerte de Laura, supongo.

– Se enfermó. Estuvo, dicen, al borde de la muerte. Los médicos no sabían qué tenía, sólo que se les estaba yendo para el otro barrio. Yo lo fui a ver al hospital y estaba para el arrastre. Pero un día se puso bien y ahí se acabó todo, tan misteriosamente como había empezado. Después Ulises dejó la universidad y fundó su revista, ¿la conoces, verdad?

– Lee Harvey Oswald, sí, la conozco -mentí. Acto seguido me pregunté por qué cuando estuve en el cuarto de azotea de Ulises Lima no me habían dejado ver un número, aunque sólo fuera para hojearlo.

– Qué nombre más horrible para una revista de poesía.

– A mí me gusta, no lo encuentro tan malo.

– Es de pésimo gusto.

– ¿Qué nombre le hubieras puesto tú?

– No sé. Sección Surrealista Mexicana, tal vez.

– Interesante.

– ¿Sabes que fue mi papá el que compuso toda la revista?

– Algo así me dijo Pancho.

– Es lo mejor de la revista, el diseño. Ahora todos odian a mi papá.

– ¿Todos? ¿Todos los real visceralistas? ¿Y por qué lo iban a odiar? Al contrario.

– No, no los real visceralistas, los otros arquitectos de su estudio. Supongo que le envidian el carisma que tiene con los jóvenes. El caso es que no lo tragan y ahora se lo están haciendo pagar. Por lo de la revista.

– ¿Por Lee Harvey Oswald?

– Claro, como mi papá la compuso en el estudio, ahora lo hacen responsable de lo que pueda pasar.

– ¿Pero qué puede pasar?

– Mil cosas, se ve que tú no conoces a Ulises Lima.

– No, no lo conozco -dije-, pero me estoy haciendo una idea.

– Es una bomba de tiempo -dijo María.

En ese momento me di cuenta que ya había oscurecido y que no podíamos vernos, sólo escucharnos.

– Mira, tengo que decirte algo, hace un momento te mentí. Nunca he tenido en mis manos la revista y me muero por echarle un vistazo, ¿me la puedes prestar?

– Claro, te la puedo regalar, tengo varios números.

– ¿Y me podrías prestar también un libro de Lautréamont?

– Sí, pero ése me lo tienes que devolver sin falta, es uno de mis poetas favoritos.

– Lo prometo -dije.

María entró en la casa grande. Me quedé solo en el patio y por un momento me pareció mentira que afuera estuviera el DF. Luego sentí voces en la casita de las Font y una luz se encendió. Pensé que eran Angélica y Pancho, pensé que al cabo de un rato Pancho saldría al patio a buscarme, pero no pasó nada. Cuando María volvió con dos ejemplares de la revista y con los Cantos de Maldoror, también se dio cuenta de que en la casita estaban las luces encendidas y durante unos segundos permaneció expectante. De pronto, cuando menos lo esperaba, me preguntó si yo aún era virgen.

– No, claro que no -mentí por segunda vez aquella tarde.

– ¿Y te costó mucho dejar de serlo?

– Un poco -dije después de pensar un momento mi respuesta.

Noté que su voz otra vez había enronquecido.

– ¿Tienes novia?

– No, claro que no -dije.

– ¿Y con quién lo hiciste, entonces? ¿Con una puta?

– No, con una muchacha de Sonora a la que conocí el año pasado -dije. -Sólo nos vimos tres días.

– ¿Y no lo has hecho con nadie más?

Estuve tentado de contarle mi aventura con Brígida, pero finalmente decidí que era mejor no hacerlo.

– Con nadie más -dije y me sentí fatal.

16 de noviembre

He llamado a María Font por teléfono. Le dije que quería verla. Le supliqué que nos viéramos. Nos citamos en el café Quito. Cuando llega, a eso de las siete de la tarde, varios tipos la siguen con la mirada desde que entra hasta que se sienta en la mesa en donde la aguardo.

Está preciosa. Viste una blusa oaxaqueña, bluejeans muy ceñidos y sandalias de cuero. Al hombro lleva un morral de color marrón oscuro, con dibujos de caballitos de color crema en los bordes, lleno de libros y papeles.

Le pedí que me leyera un poema.

– No seas pesado, García Madero -dijo ella.

No sé por qué, su respuesta me entristeció. Tenía, creo, una necesidad física de escuchar de sus labios uno de sus poemas. Pero tal vez el ambiente no fuera el más indicado, el café Quito es un hervidero de voces, gritos, risas. Le devolví el libro de Lautréamont.

– ¿Ya lo has leído? -dijo María.

– Claro -dije-, me he pasado toda la noche sin dormir, leyendo, también leí Lee Harvey Oswald, es una revista estupenda, qué lástima que ya no salga. Tus textos me encantaron.

– ¿Y todavía no te has ido a la cama?

– Todavía no, pero me siento bien, superdespierto.

María Font me miró a los ojos y sonrió. Una mesera se acercó y le preguntó qué iba a tomar. Nada, dijo María, ya nos íbamos. En la calle le pregunté si tenía algo que hacer y me dijo que nada, que lo único que pasaba era que el café Quito no era de su agrado. Caminamos por Bucareli hasta Reforma, cruzamos y nos internamos por la avenida Guerrero.

– Éste es el barrio de las putas -dijo María.

– No tenía idea -dije yo.

– Cógeme del brazo, no sea que me confundan.

La verdad es que al principio no advertí ninguna señal que singularizara aquella calle de las que acabábamos de dejar. El tráfico era igual de denso y la muchedumbre que circulaba por las aceras en nada se diferenciaba de la que fluía por Bucareli Pero luego (tal vez influido por la advertencia de María) fui percibiendo algunas discordancias. Para empezar, la iluminación. El alumbrado público en Bucareli es blanco, en la avenida Guerrero era más bien de una tonalidad ambarina. Los automóviles: en Bucareli era raro encontrar un coche estacionado junto a la acera, en la Guerrero abundaban. Los bares y las cafeterías, en Bucareli eran abiertos y luminosos, en la Guerrero, pese a abundar, parecían replegados sobre sí mismos, sin ventanales a la calle, secretos o discretos. Para finalizar, la música. En Bucareli no existía, todo era ruido de máquinas o de personas, en la Guerrero, a medida que uno se internaba en ella, sobre todo entre las esquinas de Violeta y Magnolia, la música se hacía dueña de la calle, la música que salía de los bares y de los coches estacionados, la que salía de las radios portátiles y la que caía por las ventanas iluminadas de los edificios de fachadas oscuras.

– Me gusta esta calle, algún día voy a vivir aquí -dijo María.

Un grupo de putitas adolescentes estaba detenida junto a un viejo Cadillac estacionado en el bordillo. María se detuvo y saludó a una de ellas:

– Qué hay, Lupe, me alegro de verte.

Lupe era muy delgada y tenía el pelo corto. Me pareció tan hermosa como María.

– ¡María! Híjoles, mana, cuánto tiempo -dijo y luego le dio un abrazo.

Las que acompañaban a Lupe siguieron recostadas sobre el capó del Cadillac y sus ojos se posaron sobre María escrutándola parsimoniosamente. A mí apenas me miraron.

– Pensé que te habías muerto -dijo María de golpe. La brutalidad de su afirmación me dejó helado. La delicadeza de María tiene estos cráteres.

– Bien viva que estoy. Pero casi. ¿No es verdad, Carmencita?

La llamada Carmencita dijo «ixtles» y siguió estudiando a María.

– La que se rindió fue Gloria, ¿la conociste, no? Qué sacón de onda, mana, pero a esa ruca nadie la quería.

– No, no la conocí -dijo María con una sonrisa en los labios.

– Se la cargaron los tiras -dijo Carmencita.

– ¿Y se ha hecho algo? -dijo María.

– Nelson -dijo Carmencita-. ¿Para qué? La ruca estaba lurias con sus historias secretas. Le entraba a todano, así que ni modo.