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Felipe Müller me preguntó, tal vez un poco picado, si sabía francés. Le contesté que con un diccionario me las podía arreglar. Más tarde le hice la misma pregunta. ¿Tú sí que sabes francés, mano? Su respuesta fue negativa.

12 de noviembre

Encuentro en el café Quito con Jacinto Requena, Rafael Barrios y Pancho Rodríguez. Los vi llegar a eso de la nueve de la noche y les hice una seña desde mi mesa en la cual llevaba unas tres horas provechosamente invertidas en la escritura y en la lectura. Me presentan a Pancho Rodríguez. Es tan bajito como Barrios, pero con cara de niño de doce años aunque en realidad tiene veintidós. Casi a la fuerza, simpatizamos. Pancho Rodríguez habla hasta por los codos. Gracias a él me entero de que antes de la llegada de Belano y Müller (que aparecieron en el DF después del golpe de Pinochet y por lo tanto son ajenos al grupo primigenio), Ulises Lima había sacado una revista con poemas de María Font, de Angélica Font, de Laura Damián, de Barrios, de San Epifanio, de un tal Marcelo Robles (del que no he oído hablar) y de los hermanos Rodríguez, Pancho y Moctezuma. Según Pancho, uno de los dos mejores poetas jóvenes mexicanos es él, el otro es Ulises Lima, de quien se declara su mejor amigo. La revista (dos números, ambos de 1974) se llamaba Lee Harvey Oswald y la financió íntegramente Lima. Requena (que aún no pertenecía al grupo) y Barrios corroboran las palabras de Pancho Rodríguez. Allí estaba la simiente del realismo visceral, dice Barrios. Pancho Rodríguez no es de la misma opinión. Según él, Lee Harvey Oswald debió continuar, la cortaron justo en el mejor momento, cuando la gente empezaba a conocernos, dice. ¿Qué gente? Pues los otros poetas, claro, los estudiantes de Filosofía y Letras, las chavitas que escribían poesía y que acudían semanalmente a los cien talleres abiertos como flores en el DF. Barrios y Requena no están de acuerdo, aunque hablan con nostalgia de la revista.

– ¿Hay muchas poetisas?

– Decirles poetisas queda un poco gacho -dijo Pancho.

– Se les dice poetas -dijo Barrios.

– ¿Pero hay muchas?

– Como nunca antes en la historia de México -dijo Pancho-. Levantas una piedra y encuentras a una chava escribiendo de sus cositas.

– ¿Y cómo Lima fue capaz de financiar él solo Lee Harvey Oswald? -pregunté.

Me pareció prudente no insistir por el momento en el tema poetisas.

– Ah, poeta García Madero, un tipo como Ulises Lima es capaz de hacer cualquier cosa por la poesía -dijo Barrios soñadoramente.

Después hablamos sobre el nombre de la revista, que a mí me pareció genial.

– A ver si lo he entendido. Los poetas, según Ulises Lima, son como Lee Harvey Oswald. ¿Es así?

– Más o menos -dijo Pancho Rodríguez-. Yo le sugerí que le pusiera Los bastardos de Sor Juana, que suena más mexicano, pero nuestro carnal se muere por las historias de los gringos.

– En realidad Ulises creía que ya existía una editorial que se llamaba así, pero estaba equivocado y cuando se dio cuenta de su error decidió ponerle a su revista ese nombre -dijo Barrios.

– ¿Qué editorial?

– La P.-J. Oswald, de París, la que publicó un libro de Mathieu Messagier.

– Y el cabrón de Ulises pensaba que la editorial francesa se llamaba Oswald por el asesino. Pero ésta era la Pe Jota Oswald y no la Ele Hache Oswald y un día se dio cuenta y entonces decidió apropiarse del nombre.

– El nombre del francés debe ser Pierre-Jacques -dijo Requena.

– O Paul-Jean Oswald.

– ¿Su familia tiene dinero? -pregunté.

– No, la familia de Ulises no tiene dinero -dijo Requena-. En realidad, su familia es su madre, ¿no? Yo al menos no conozco a nadie más.

– Yo conozco a toda su familia -dijo Pancho-. Yo conocí a Ulises Lima mucho antes que todos ustedes, mucho antes que Belano, y su mamá es su única familia. Y les aseguro que no tiene luz.

– ¿Y cómo pudo financiar dos números de una revista?

– Vendiendo mota -dijo Pancho. Los otros dos se quedaron callados, pero no lo desmintieron.

– No me lo puedo creer -dije.

– Pues es así. La luz viene de la marihuana.

– Carajo.

– La va a buscar a Acapulco y luego la reparte entre sus clientes del DF.

– Cállate, Pancho -dijo Barrios.

– ¿Por qué me voy a callar? ¿Que el chavo este no es un chingado real visceralista? ¿Por qué me voy a callar, entonces?

13 de noviembre

Hoy he seguido a Lima y a Belano durante todo el día. Hemos caminado, hemos tomado el metro, camiones, un pesero, hemos vuelto a caminar y durante todo el rato no hemos dejado de hablar. De vez en cuando ellos se detenían y entraban en casas particulares y yo entonces me tenía que quedar en la calle esperándolos. Cuando les pregunté qué era lo que hacían me dijeron que llevaban a cabo una investigación. Pero a mí me parece que reparten marihuana a domicilio. Durante el trayecto les leí los últimos poemas que he escrito, unos once o doce, y creo que les gustaron.

14 de noviembre

Hoy fui con Pancho Rodríguez a casa de las hermanas Font.

Llevaba unas cuatro horas en el café Quito, ya había ingerido tres cafés con leche y mi entusiasmo por la lectura y la escritura comenzaba a languidecer cuando apareció Pancho y me pidió que lo acompañara. Accedí encantado.

Las Font viven en la colonia Condesa, en una elegante y bonita casa de dos pisos con jardín y patio trasero de la calle Colima.

El jardín no es nada del otro mundo, hay un par de árboles raquíticos y el césped no está bien cortado, pero el patio trasero es otra cosa: los árboles allí son grandes, hay plantas enormes, de hojas de un verde tan intenso que parecen negras, una pileta cubierta de enredaderas (en la pileta, no me atrevo a llamarla fuente, no hay peces pero sí un submarino a pilas, propiedad de Jorgito Font, el hermano menor) y una casita completamente independiente de la casa grande, que en otro tiempo probablemente hizo las veces de cochera o de establo y que actualmente comparten las hermanas Font.

Antes de llegar Pancho me puso sobreaviso:

– El papá de Angélica está un poco chalado. Si ves algo raro no te asustes, tú haz lo mismo que hago yo y como si lloviera. Si se pone pesado, lo abaratamos y ya está.

– ¿Lo abaratamos? -dije sin saber muy bien qué era lo que me proponía-. ¿Entre tú y yo? ¿En su propia casa?

– Su mujer nos quedaría eternamente agradecida. El tipo está completamente tocadiscos. Hace cosa de un año ya se pasó una temporadita en la casa de la risa. Pero eso no se lo digas a las Font, al menos no les digas que yo te lo dije.

– Así que el tipo está loco -dije yo.

– Loco y arruinado. Hasta hace poco tenían dos coches, tres sirvientas y daban fiestas por todo lo alto. Pero no sé qué cables se le cruzaron al pobre diablo y un día perdió la chaveta. Ahora está en la ruina.

– Pero mantener esta casa debe costar dinero.

– Es de propiedad y es lo único que les queda.

– ¿Qué hacía el señor Font antes de enloquecer? -pregunté.

– Era arquitecto, pero muy malo. Él fue el que diagramó los dos números de Lee Harvey Oswald.

– Carajo.

Cuando tocamos el timbre salió a abrirnos un tipo calvo, de bigotes y con pinta de desquiciado.

– Es el padre de Angélica -me susurró Pancho.

– Me lo imagino -dije.

El tipo se acercó a la puerta de calle a grandes zancadas, nos miró con una mirada que expelía odio concentrado y yo me alegré de estar al otro lado de la reja. Tras dudar unos segundos, como si no supiera qué hacer, abrió la puerta y se abalanzó hacia nosotros. Yo di un salto hacia atrás pero Pancho extendió los brazos y lo saludó efusivamente. El hombre entonces se detuvo y extendió una mano vacilante antes de franquearnos la entrada.