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Junto a la tele encontramos a Jorgito Font. María no le dirigió la palabra ni me lo presentó. Tiene doce años, el pelo largo y viste como un mendigo. A todo el mundo trata con el apelativo de naco. A su madre le dice mira, naca, no voy a hacer esto, a su padre, escucha, naco, a su hermana, mi buena naca o mi paciente naca, y a mí me dijo quihubo, naco.

Los nacos, hasta donde sé, son los indios urbanos, los indios citadinos, pero tal vez Jorgito lo emplee con otra acepción.

15 de noviembre

Hoy, nuevamente en casa de las Font.

Las cosas, con ligeras variantes, han sucedido exactamente igual que ayer.

Pancho y yo nos encontramos en el café chino El Loto de Quintana Roo, cerca de la Glorieta de Insurgentes, y tras tomar varios cafés con leche y algunas cosas más sólidas (que pagué yo), partimos rumbo a la colonia Condesa.

Una vez más el señor Font acudió al llamado del timbre y su estado en nada se diferenciaba del de ayer, antes al contrario progresaba a grandes pasos en el camino de la locura. Los ojos se le salían de las órbitas cuando aceptó la mano jovial que Pancho, impertérrito, le ofreció; a mí no dio señales de reconocerme.

En la casita del patio sólo estaba María: pintaba la misma acuarela que ayer y sostenía en la mano izquierda el mismo libro que ayer, pero en el tocadiscos sonaba la voz de Olga Guillot y no la de Billie Holiday.

Su saludo fue igual de frío.

Pancho, por su parte, repitió la rutina del día anterior y tomó asiento en un silloncito de mimbre, mientras esperaba la llegada de Angélica.

Esta vez me cuidé de expresar cualquier juicio de valor sobre Sor Juana y me dediqué primero a observar los libros y luego, a un lado de María pero guardando una prudente distancia, la acuarela. Ésta había experimentado cambios sustanciales. Las dos mujeres en la falda del volcán, que recordaba en una actitud hierática, al menos seria, ahora se daban pellizcos en los brazos; una de ellas reía o simulaba reír; la otra lloraba o simulaba llorar; en los riachuelos de lava (pues seguían siendo de color rojo o bermejo) flotaban envases de jabón para lavadoras, muñecas calvas y cestas de mimbre repletas de ratas; los vestidos de las mujeres estaban rotos o mostraban parcheaduras; en el cielo (o al menos en la parte superior de la acuarela) se gestaba una tormenta; en la parte inferior María había transcrito el parte meteorológico del día para el DF.

El cuadro era horroroso.

Después llegó Angélica, radiante, y entre ella y Pancho volvieron a desplegar el biombo separador. Estuve un rato pensando mientras María pintaba: ya no me quedaba la menor duda de que Pancho me arrastraba hasta la casa de las Font para que la entretuviera mientras él y Angélica se dedicaban a sus asuntos. No me pareció muy justo. Antes, en el café chino, le había preguntado si se consideraba un real visceralista. Su respuesta fue ambigua y extensa. Habló de la clase obrera, de la droga, de Flores Magón, de algunas figuras señeras de la Revolución Mexicana. Luego dijo que ciertamente sus poemas aparecerían en la revista que próximamente iban a sacar Lima y Belano. Y si no me publican, que se vayan a chingar a su madre, dijo. No sé por qué pero tengo la impresión de que lo único que le interesa a Pancho es acostarse con Angélica.

– ¿Estás bien, Angélica? -dijo María cuando empezaron, calcados a los de ayer, los gemidos de dolor.

– Sí, sí, estoy bien. ¿Puedes salir a dar una vuelta?

– Claro -dijo María.

Una vez más nos instalamos resignadamente junto a la mesa metálica, bajo la enredadera. Yo tenía, sin motivo aparente, el corazón destrozado. María se puso a contarme historias de su infancia y de la infancia de Angélica, unas historias decididamente aburridas que se notaba que las contaba únicamente para matar el tiempo y que yo fingía que me interesaban. La escuela, las primeras fiestas, la prepa, el amor que ambas mostraban por la poesía, las ganas de viajar, de conocer otros países, Lee Harvey Oswald, en donde ambas publicaron, el premio Laura Damián que obtuvo Angélica… Llegado a este punto, no sé por qué, tal vez porque María se calló durante un momento, quise saber quién había sido Laura Damián. Fue pura intuición. María dijo:

– Una poeta que murió muy joven.

– Eso ya lo sé. A los veinte años. ¿Pero quién era? ¿Cómo es que nunca he leído nada de ella?

– ¿Has leído a Lautréamont, García Madero? -dijo María.

– No.

– Pues entonces es normal que no sepas nada de Laura Damián.

– Ya sé que soy un ignorante, perdona.

– No he querido decir eso. Sólo que eres muy joven. Además, el único libro publicado de Laura, La fuente de las musas, está en edición no venal. Es un libro póstumo sufragado por sus padres, que la querían mucho y eran sus primeros lectores.

– Deben tener mucho dinero.

– ¿Por qué crees eso?

– Si son capaces de conceder de su propio bolsillo un premio anual de poesía, es que tienen mucho dinero.

– Bueno, sin exagerar. A Angélica no le dieron mucho. En realidad la importancia del premio es más de prestigio que económica. Y tampoco el prestigio es excesivo. Ten en cuenta que es un premio que sólo se concede a poetas menores de veinte años.

– La edad que tenía Laura Damián al morir. Qué morboso.

– No es morboso, es triste.

– ¿Y tú fuiste a la entrega del premio? ¿Lo dan los padres en persona?

– Claro.

– ¿En dónde?, ¿en su casa?

– No, en la facultad.

– ¿En qué facultad?

– En Filosofía y Letras. Laura estudiaba allí.

– Carajo, qué morboso.

– Yo no le veo el morbo por ninguna parte. Me parece que el único morboso eres tú, García Madero.

– ¿Sabes una cosa? Me jode que me digas García Madero. Es como si yo te dijera Font.

– Todos te llaman así, no veo por qué yo tendría que llamarte de otra forma.

– Bueno, es igual, cuéntame más cosas de Laura Damián. ¿Tú nunca te has presentado al premio?

– Sí, pero ganó Angélica.

– ¿Y antes de Angélica, quién lo ganó?

– Una chava de Aguascalientes que estudia medicina en la UNAM.

– ¿Y antes?

– Antes no lo ganó nadie porque el premio no existía. El año que viene tal vez me vuelva a presentar o tal vez no.

– ¿Y qué harás con el dinero si ganas?

– Me iré a Europa, seguramente.

Durante unos segundos ambos permanecimos en silencio, María Font pensando en países desconocidos y yo pensando en todos los hombres desconocidos que le harían el amor sin piedad. Cuando me di cuenta me sobresalté. ¿Me estaba enamorando de María?

– ¿Cómo murió Laura Damián?

– La atropelló un coche en Tlalpan. Era hija única, sus padres quedaron destrozados, creo que la madre incluso intentó suicidarse. Debe ser triste morirse tan joven.

– Debe ser tristísimo -dije imaginando a María Font en brazos de un inglés de dos metros, casi albino, que le metía una lengua larga y rosada por entre sus labios delgados.

– ¿Sabes a quién tendrías que preguntarle cosas de Laura Damián?

– No, ¿a quién?

– A Ulises Lima. Él era amigo de ella.

– ¿Ulises Lima?

– Sí, no se separaban casi nunca, estudiaban juntos, iban al cine juntos, se prestaban libros, vaya, eran muy buenos amigos.

– No tenía idea -dije.

Escuchamos un ruido proveniente de la casita y durante un rato ambos permanecimos a la expectativa.

– ¿Qué edad tenía Ulises Lima cuando Laura Damián murió?

María tardó en responderme.

– Ulises Lima no se llama Ulises Lima -dijo con la voz enronquecida.

– ¿Quieres decir que ése es su nombre literario?

María hizo una señal afirmativa con la cabeza, la vista perdida en los intrincados dibujos de la enredadera.

– ¿Cómo se llama, entonces?

– Alfredo Martínez o algo así. Ya lo he olvidado. Pero cuando lo conocí no se llamaba Ulises Lima. Fue Laura Damián la que le puso el nombre.