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Cesárea estaba sentada cerca de la única ventana y de vez en cuando miraba hacia afuera, miraba el cielo, y entonces yo también, no se por qué, me hubiera puesto a llorar, aunque no lo hice. Estuvimos así mucho tiempo. En algún momento Lupe apareció por la habitación y sin decir nada se sentó a mi lado. Después los cinco nos levantamos de nuestros asientos y salimos a la calle amarilla, casi blanca. Debía de estar atardeciendo aunque el calor aún llegaba en oleadas. Caminamos hasta donde habíamos dejado el coche. Durante el trayecto sólo nos cruzamos con dos personas: un viejo que llevaba una radio a pilas en una mano y un niño de unos diez años que iba fumando. El interior del Impala estaba ardiendo. Belano y Lima se subieron delante. Yo quedé emparedado entre Lupe y la inmensa humanidad de Cesárea Tinajero. Después el coche salió profiriendo quejidos por las calles de tierra de Villaviciosa, hasta alcanzar la carretera.

Estábamos fuera del pueblo cuando vimos un coche que venía en sentido contrario. Probablemente aquél y el nuestro eran los dos únicos automóviles en muchos kilómetros a la redonda. Por un segundo pensé que nos íbamos a estrellar pero Lima se echó a un lado y frenó. Una nube de polvo cubrió nuestro precozmente envejecido Impala. Alguien maldijo. Puede que fuera Cesárea. Sentí que el cuerpo de Lupe se pegaba a mi cuerpo. Cuando la nube de polvo se deshizo, del otro coche se habían apeado Alberto y el policía y nos apuntaban con sus pistolas.

Me sentí enfermo: no podía oír lo que decían, pero los vi mover las bocas y supuse que nos ordenaban que bajáramos. Nos están insultando, escuché que decía Belano con incredulidad. Hijos de la chingada, dijo Lima.

1 de febrero

Esto es lo que pasó. Belano abrió la puerta de su lado y se bajó. Lima abrió la puerta de su lado y se bajó. Cesárea Tinajero nos miró a Lupe y a mí y nos dijo que no nos moviéramos. Que pasara lo que pasara no nos bajáramos. No empleó esas palabras, pero eso fue lo que quiso decir. Lo sé porque fue la primera y la última vez que me habló. No te muevas, dijo, y luego abrió la puerta de su lado y se bajó.

A través de la ventana vi a Belano que avanzaba fumando y con la otra mano en el bolsillo. Junto a él vi a Ulises Lima y un poco más atrás, balanceándose como un buque de guerra fantasma, vi la espalda acorazada de Cesárea Tinajero. Lo que sucedió a continuación fue confuso. Supongo que Alberto los insultó y les pidió que le entregaran a Lupe, supongo que Belano le dijo que la fuera a buscar, que era toda suya. Tal vez en ese momento Cesárea dijo que nos iban a matar. El policía se rió y dijo que no, que sólo querían a la putita. Belano se encogió de hombros. Lima miraba el suelo. Entonces Alberto dirigió su mirada de halcón hacia el Impala y nos buscó infructuosamente. Supongo que el sol que se ponía evitaba, con sus reflejos, que el padrote nos viera con claridad. Con la mano que sujetaba el cigarrillo Belano nos señaló. Lupe tembló como si la brasa del cigarrillo fuera un sol en miniatura. Ahí están, buey, son todos tuyos. De acuerdo, voy a ver cómo está mi mujer, dijo Alberto. El cuerpo de Lupe se pegó a mi cuerpo y aunque su cuerpo y mi cuerpo eran elásticos todo empezó a crujir. Su antiguo chulo sólo alcanzó a dar dos pasos. Al pasar junto a Belano éste se le arrojó encima.

Con una mano retuvo el brazo de Alberto que cargaba la pistola, la otra salió disparada del bolsillo empuñando el cuchillo que había comprado en Caborca. Antes de que ambos rodaran por el suelo, Belano ya había conseguido enterrarle el cuchillo en el pecho. Recuerdo que el policía abrió la boca, muy grande, como si de pronto todo el oxígeno hubiera desaparecido del desierto, como si no creyera que unos estudiantes se les estuvieran resistiendo. Luego vi a Ulises Lima abalanzarse sobre él. Sentí un disparo y me agaché. Cuando volví a asomar la cabeza del asiento trasero vi al policía y a Lima que daban vueltas por el suelo hasta quedar detenidos en el borde del camino, el policía encima de Ulises, la pistola en la mano del policía apuntando a la cabeza de Ulises, y vi a Cesárea, vi la mole de Cesárea Tinajero que apenas podía correr pero que corría, derrumbándose sobre ellos, y oí dos balazos más y bajé del coche. Me costó apartar el cuerpo de Cesárea de los cuerpos del policía y de mi amigo.

Los tres estaban manchados de sangre, pero sólo Cesárea estaba muerta. Tenía un agujero de bala en el pecho. El policía sangraba de una herida en el abdomen y Lima tenía un rasguño en el brazo derecho. Cogí la pistola que había matado a Cesárea y herido a los otros dos y me la guardé bajo el cinturón. Mientras ayudaba a Ulises a ponerse de pie, vi a Lupe que sollozaba junto al cuerpo de Cesárea. Ulises me dijo que no podía mover el brazo izquierdo. Creo que lo tengo roto, dijo. Le pregunté si le dolía. No me duele, dijo. Entonces no está roto. ¿Dónde chingados está Arturo?, dijo Lima. Lupe dejó de sollozar instantáneamente y miró hacia atrás: a unos diez metros de nosotros, montado a horcajadas sobre el cuerpo inmóvil del chulo, vimos a Belano. ¿Estás bien?, gimió Lima. Belano se levantó sin contestar. Se sacudió el polvo y dio unos pasos inseguros. Tenía el pelo pegado a la cara por efecto del sudor y constantemente se restregaba los párpados pues las gotas que caían de su frente y de las cejas se le metían en los ojos. Cuando se inclinó al lado del cadáver de Cesárea me di cuenta que le sangraban la nariz y los labios. ¿Qué vamos a hacer ahora?, pensé, pero no dije nada, en lugar de eso me puse a caminar para desentumecer mi cuerpo helado (¿pero helado por qué?) y durante un rato estuve contemplando el cuerpo de Alberto y la solitaria carretera que llevaba a Villaviciosa. De vez en cuando escuchaba los gemidos del policía que pedía que lo lleváramos a un hospital.

Cuando me volví vi a Lima y a Belano que hablaban apoyados en el Camaro. Oí que Belano decía que la habíamos cagado, que habíamos encontrado a Cesárea sólo para traerle la muerte. Después ya no oí nada hasta que alguien me tocó en el hombro y me dijo que subiera al carro. El Impala y el Camaro salieron de la carretera y entraron en el desierto. Poco antes de que cayera la noche volvieron a detenerse y bajamos. El cielo estaba cubierto de estrellas y no se veía nada. Oí conversar a Belano y a Lima. Oí los gemidos del policía que se estaba muriendo. Luego ya no oí nada. Sé que cerré los ojos. Más tarde Belano me llamó y entre los dos pusimos los cadáveres de Alberto y del policía en el maletero del Camaro y el cadáver de Cesárea en el asiento trasero. Hacer esto último nos costó una eternidad. Después nos pusimos a fumar o a dormir en el interior del Impala o a pensar hasta que finalmente amaneció.

Entonces Belano y Lima nos dijeron que era mejor que nos separáramos. Nos dejaban el Impala de Quim. Ellos se quedaban con el Camaro y con los cadáveres. Belano se rió por primera vez: un trato justo, dijo. ¿Ahora volverás al DF?, le preguntó a Lupe. No lo sé, dijo Lupe. Todo nos ha salido mal, perdona, dijo Belano. Creo que no se lo dijo a Lupe sino a mí. Pero ahora intentaremos arreglarlo, dijo Lima. También él se reía. Les pregunté qué pensaban hacer con Cesárea. Belano se encogió de hombros. No había más remedio que enterrarla junto con Alberto y el policía, dijo. A menos que quisiéramos pasar una temporada en la cárcel. No, no, dijo Lupe. Por descontado que no, dije yo. Nos dimos un abrazo y Lupe y yo nos montamos en el Impala. Vi que Lima intentaba subir por la puerta del conductor pero Belano se lo impedía. Los vi hablar durante un rato. Vi a Lima instalarse después en el asiento del copiloto y a Belano coger el volante. Durante un rato interminable no pasó nada. Dos coches detenidos en medio del desierto. ¿Podrás volver a la carretera. García Madero?, dijo Belano. Naturalmente, dije yo. Luego vi que el Camaro se ponía en marcha, vacilante, y durante un trecho los dos automóviles rodaron juntos por el desierto. Después nos separamos. Yo enfilé buscando la carretera y Belano giró hacia el oeste.