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– Después -dijo María-, cuando ésta iba de torpedo loco por la vida. Yo creo que querías morirte, Lupe.

– Si no hubiera sido por Alberto hubiera felpado -suspiró Lupe.

– Alberto es tu… novio, supongo -dije yo-. ¿Lo conoces? -le pregunté a María y ésta hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Es su padrote -dijo María.

– Pero la tiene más grande que tu amiguito -dijo Lupe.

– ¿No te estarás refiriendo a mí, verdad? -dije yo.

María se rió.

– Se está refiriendo a ti, por supuesto, estúpido -dijo.

Me puse colorado y luego me reí. María y Lupe también se

rieron.

– ¿De qué tamaño la tiene Alberto? -dijo María.

– Del mismo que su cuchillo.

– ¿Y de qué tamaño es su cuchillo? -dijo María.

– Así.

– No exageres -dije yo aunque más me hubiera valido cambiar de conversación. Para intentar remediar lo irremediable, dije-: No hay cuchillos tan grandes. -Me sentí peor.

– Ay, mana, ¿y cómo estás tan segura con eso del cuchillo? -dijo María.

– Tiene el cuchillo desde los quince años, se lo regaló una puta de la Bondojo, una ruca que ya se murió.

– ¿Pero tú le has medido la cosita con el cuchillo o hablas sólo a tientas?

– Un cuchillo tan grande es un estorbo -insistí yo.

– Se lo mide él, no necesito medírselo yo, a mí qué más me da, se lo mide él mismo y se lo mide a cada rato, una vez al día, lo menos, dice que para comprobar que no se le ha achicado.

– ¿Tiene miedo de que se le reduzca la pilila? -dijo María.

– Alberto no tiene miedo de nada, es un gandalla de los de verdad.

– ¿Entonces por qué lo del cuchillo? La verdad es que yo no lo entiendo -dijo María-. ¿Y nunca, por casualidad, se ha cortado?

– Alguna vez, pero adrede. El cuchillo lo maneja muy bien.

– ¿Quieres decirme que tu pinche padrote a veces se hace cortes en el pene por gusto? -dijo María.

– Pues sí.

– No me lo puedo creer.

– La neta. Le da por ahí, no todos los días, ¿eh?, sólo cuando está nervioso o muy pasado. Pero medírsela, lo que se dice medírsela, pues casi siempre. Dice que es bueno para su hombría. Dice que es una costumbre que aprendió en el tambo.

– Ese cabrón debe ser un psicópata -dijo María.

– Tú es que eres muy delicada, mana, y no entiendes estas cosas. ¿Qué tiene de malo, digo yo? Todos los pinches hombres siempre están midiéndose la verga. El mío lo hace de verdad. Y con un cuchillo. Además, es el cuchillo que le regaló su primera piel, que para él más bien fue como una madre.

– ¿Y de verdad lo tiene tan grande?

María y Lupe se rieron. La imagen de Alberto se fue agrandando y adquiriendo un carácter amenazador. Ya no deseé que apareciera por allí ni defender a todo trance a las muchachas.

– Una vez, en Azcapotzalco, en un garito dedicado al asunto, hicieron un reventón de mamadas y había una ruca de por ahí que las ganaba todas. No había ninguna pulga que pudiera tragarse enteras las vergas que la ruca aquella se tragaba. Entonces Alberto se levantó de la mesa en donde estábamos y dijo espérenme un momentito, que voy a solucionar un negocio. Los que estaban en nuestra mesa le dijeron ya rugiste, Alberto, se ve que lo conocían. Yo mentalmente supe que la pobre ruca ya estaba derrotada. Alberto se plantó en medio de la pista, se sacó el vergajo, lo puso en acción con un par de golpecitos y se lo metió en la boca a la campeona. Ésta era dura de verdad y le hizo el esfuerzo. Poquito a poco empezó a tragarse la verga entre las exclamaciones de asombro. Entonces Alberto la cogió de las orejas y se la metió entera. Para luego es tarde, dijo y todos se rieron. Hasta yo me reí aunque la verdad es que también sentía algo de vergüenza y algo de celos. En los primeros segundos la ruca pareció que aguantaba, pero luego se atragantó y empezó a ahogarse…

– Carajo, qué bestia es tu Alberto -dije.

– Pero sigue contando, ¿qué pasó? -dijo María.

– Pues nada. La ruca empezó a golpear a Alberto, a intentar separarse de él, y Alberto empezó a reírse y a decirle so, yegua, so, yegua, como si estuviera montando una yegua brava, ¿me entiendes, no?

– Claro, como si estuviera en un rodeo -dije.

– A mí eso no me gustó nada y le grité déjala, Alberto, que la vas a desgraciar. Pero yo creo que él ni me oyó. Mientras tanto la cara de la ruca cada vez estaba más congestionada, roja, con los ojos muy abiertos (cuando hacía los guagüis los cerraba) y empujaba a Alberto por las ingles, lo tironeaba desde los bolsillos hasta el cinturón, digamos. Inútilmente, claro, porque a cada tirón que ella daba para separarse Alberto le daba otro de las orejas para impedírselo. Y él llevaba todas las de ganar, eso se veía enseguida.

– ¿Y por qué no le mordió el aparato? -dijo María.

– Porque era un reventón de amigos. Si lo llega a hacer, Alberto la hubiera matado.

– Tú estás loca, Lupe -dijo María.

– Tú también, todas estamos locas, ¿no?

María y Lupe se rieron. Yo quise saber el final de la historia.

– No pasó nada -dijo Lupe-. La vieja no pudo más y se puso a vomitar.

– ¿Y Alberto?

– Él se retiró un poco antes, ¿no? Se dio cuenta de lo que venía y no quiso que le manchara los pantalones. Así que dio un salto como de tigre, pero para atrás, y no le cayó encima ni una gotita. La gente del reventón lo aplaudió a rabiar.

– ¿Y tú estás enamorada de ese energúmeno? -dijo María.

– Enamorada, lo que se dice enamorada, pues no sé. Lo quiero un chingo, eso sí. Tú también lo querrías si estuvieras en mi lugar.

– ¿Yo? Ni loca.

– Es muy hombre -dijo Lupe con la mirada perdida más allá de los ventanales-, ésa es la mera verdad. Y me comprende mejor que nadie.

– Te explota mejor que nadie, querrás decir -dijo María echándose hacia atrás y golpeando la mesa con las manos. Del golpe las tazas saltaron.

– Cámara, no te pongas así, mana.

– Es verdad, no te pongas así, ella es dueña de hacer con su vida lo que quiera -dije yo.

– Tú no te metas, García Madero, tú ves estas cosas desde fuera, no entiendes una mierda de lo que estamos hablando.

– Tú también las ves desde fuera. Carajo, tú vives con tus padres, tú no eres una puta, perdona, Lupe, lo digo sin ánimo de ofender.

– No, si tú a mí no me ofendes, chavito -dijo Lupe.

– Cállate, García Madero -dijo María.

La obedecí. Durante un rato los tres nos mantuvimos en silencio. Después María se puso a hablar del Movimiento Feminista y citó a Gertrude Stein, a Remedios Varo, a Leonora Carrington, a Alice B. Toklas (tóclamela, dijo Lupe, pero María no le hizo el menor caso), a Única Zurn, a Joyce Mansour, a Marianne Moore y a otras cuyos nombres no recuerdo. Las feministas del siglo xx, supongo. También citó a Sor Juana Inés de la Cruz.

– Ésa es una poeta mexicana -dije.

– Y también una monja, eso ya lo sé -dijo Lupe.

17 de noviembre

Hoy he ido a casa de las Font sin Pancho. (No puedo andar colgado de Pancho todo el día.) Al llegar, sin embargo, empecé a sentirme nervioso. Pensé que el papá de María me correría a patadas, que yo no iba a saber tratarlo, que se arrojaría encima de mí. No tuve valor para tocar el timbre y durante un rato estuve dando vueltas por el barrio pensando en María, en Angélica, en Lupe y en la poesía. También, sin querer, me dio por pensar en mi tía, en mi tío, en lo que hasta ahora era mi vida. La vi placentera y vacía y supe que nunca más volvería a ser así. Me alegré profundamente de ello. Después volví caminando a buen paso hasta la casa de las Font y toqué el timbre. El señor Font se asomó a la puerta y desde allí me hizo una seña como diciéndome no te vayas, espera un poco, ahora te abro. Luego desapareció, pero la puerta sólo quedó entornada. Al cabo de un rato volvió a aparecer y cruzó el jardín arremangándose la camisa y con una gran sonrisa en la cara. La verdad es que lo encontré mejor. Me franqueó la entrada, me dijo tú eres García Madero, ¿verdad?, y me dio la mano. Yo le dije cómo está usted, señor, y él me dijo llámame Quim, nada de señor, en esta casa esos formalismos no se estilan. Al principio no entendí cómo quería que lo llamara y dije ¿Kim? (he leído a Rudyard Kipling), pero él dijo no, Quim, diminutivo de Joaquín en catalán.