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– Pues órale, Quim -dije con una sonrisa de alivio, incluso de alegría-. Yo me llamo Juan.

– No, mejor a ti te sigo diciendo García Madero. Todos te llaman así -dijo él.

Después me acompañó un trecho por el jardín (me llevaba cogido del brazo) y antes de soltarme dijo que María le había contado lo de ayer.

– Te lo agradezco, García Madero -dijo-. Jóvenes como tú hay pocos. Este país se está yendo a la mierda y ya no sé cómo lo vamos a arreglar.

– Sólo hice lo que hubiera hecho cualquiera -dije un poco a ciegas.

– Hasta los jóvenes, que en teoría son la esperanza del cambio, se están convirtiendo en unos motos y en unos puteros. Esto no tiene arreglo, esto sólo se arregla con la revolución.

– Estoy totalmente de acuerdo, Quim -dije.

– Según mi hija, te comportaste como un caballero.

Me encogí de hombros.

– Ella tiene unas amistades que para qué te cuento, ya las irás conociendo -dijo-. En parte, no me molesta. Uno tiene que conocer gente de todas las clases, a veces es necesario empaparse de realidad, ¿no? Creo que eso lo dijo Alfonso Reyes, puede ser, no importa. Pero a veces María se excede, ¿no? Y yo no la critico por eso, que se empape de realidad, pero que se empape, no que se exponga, ¿verdad? Porque si uno se empapa demasiado se expone a convertirse en víctima, no sé si me sigues.

– Te sigo -dije.

– En víctima de la realidad, sobre todo si se tienen amigos o amigas, cómo te diría, magnéticos, ¿no? Gente que inocentemente atrae las desgracias o que atrae a los verdugos, ¿me sigues, verdad, García Madero?

– Cómo no.

– Por ejemplo, esa Lupe, la muchachita que vieron ayer. Yo también la conozco, no creas, ha estado aquí, en mi casa, comiendo con nosotros y durmiendo, una noche o dos, no te voy a exagerar, no pasa nada con una noche o dos, pero es que esa muchacha tiene problemas, ¿verdad?, atrae los problemas, a eso me refería cuando te decía lo de la gente magnética.

– Entiendo -dije-. Son como un imán.

– Exacto. Y en este caso, pues lo que el imán atrae es algo malo, muy malo, pero como María es muy joven, pues no se da cuenta y no ve el peligro, ¿verdad?, y lo que ella quiere es hacer el bien. Hacer el bien a los que lo necesitan, sin preocuparse de los riesgos que ello entraña. En una palabra, mi pobre hija quiere que su amiga, o su conocida, abandone la vida que lleva.

– Ya veo por dónde va, señor, quiero decir Quim.

– ¿Ya ves por dónde voy? ¿Por dónde voy?

– Te refieres al chulo de Lupe.

– Muy bien, García Madero, ahí está el punto de la cuestión. El chulo de Lupe. ¿Porque para él, vamos a ver, qué es Lupe? Su medio de vida, su trabajo, su oficina, su chamba en una palabra. ¿Y qué hace un empleado cuando se queda sin chamba, eh? Dime, qué hace.

– ¿Se enfada?

– Se enfada muchísimo. ¿Y con quién se va a enfadar? Pues con el que lo ha corrido de la chamba, de eso no te quepa duda, no se va a enfadar con el vecino, aunque puede, pero en primer lugar se va a enfadar con el que lo dejó sin trabajo, claro. ¿Y quién está serrándole el piso para que se quede sin trabajo? Pues mi hija. Así que, ¿con quién se va a enfadar? Pues con mi hija. Y de paso con su familia, ya sabes como es esta gente, las venganzas suelen ser horrorosas e indiscriminadas. Hay noches, te lo juro, que tengo unas pesadillas horribles -se rió un poco, mirando el césped, como si recordara sus pesadillas-, para ponerle los pelos de punta al más bragado. A veces sueño que estoy en una ciudad que es México pero que al mismo tiempo no es México. Quiero decir: es una ciudad desconocida, pero yo la conozco de otros sueños, ¿no te estaré aburriendo, verdad?

– No, cómo se te ocurre.

– Como te decía, es una ciudad vagamente desconocida y vagamente conocida. Y yo doy vueltas por unas calles interminables tratando de encontrar un hotel o una pensión en donde me quieran alojar. Pero no encuentro nada. Sólo encuentro a un mudo fulero. Y lo peor de todo es que está atardeciendo y yo sé que cuando caiga la noche mi vida no va a valer nada, ¿verdad? Voy a estar como aquel que dice a merced de las fuerzas de la naturaleza. Es cabrón el sueñecito -añadió reflexivo.

– Bueno, Quim, voy a ver si están las muchachas.

– Claro -dijo, pero sin soltarme del brazo.

– Ya me pasaré a despedir más tarde -dije por decir algo.

– Me gustó lo que hiciste anoche, García Madero. Me gustó que cuidaras a María y no te pusieras caliente delante de tantas putas.

– Hombre, Quim, sólo estaba Lupe… Y las amigas de mis amigas son mis amigas -dije enrojeciendo hasta las orejas.

– Bueno, vaya a visitar a las muchachas, creo que tienen otro invitado, ese cuarto es más concurrido que… -no encontró el símil y se rió.

Me alejé de él lo más aprisa que pude.

Cuando estaba a punto de entrar en el patio me volví y Quim Font aún seguía allí, riéndose muy bajito y mirando las magnolias.

18 de noviembre

Hoy he vuelto a casa de las Font. Quim salió a abrirme y me dio un abrazo. En la casita encontré a María, Angélica y Ernesto San Epifanio. Estaban los tres sentados en la cama de Angélica. Al entrar inconscientemente juntaron sus cuerpos, como para impedirme que viera lo que compartían. Me parece que esperaban a Pancho. Cuando se dieron cuenta de que era yo sus rostros no se relajaron.

– Tendrías que acostumbrarte a cerrar la puerta con llave -dijo Angélica-. Así no nos llevaríamos estos sobresaltos.

Al contrario que María, el rostro de Angélica es muy blanco, pero con una tonalidad que no sabría decir si olivácea o rosada, creo que olivácea, con los pómulos salientes, la frente amplia y los labios más abultados que los de su hermana. Al verla o mejor dicho al ver que ella me miraba (las otras veces que estuve allí de hecho no me miró), sentí que una mano de dedos largos y finos, pero al mismo tiempo muy fuerte, se cerraba sobre mi corazón, imagen que seguramente no gustará a Lima y a Belano, pero que se ajusta como un guante a lo que sentí entonces.

– Yo no fui la última en entrar -dijo María.

– Sí que fuiste la última. -El tono de Angélica era seguro, casi autoritario, y por un momento pensé que parecía la hermana mayor, no la menor-. Ponle pestillo a la puerta y siéntate en alguna parte -me ordenó a mí.

Hice lo que me decían. Las cortinas de la casita estaban corridas y la luz que entraba era de color verde con estrías amarillas. Me senté en una silla de madera, junto a una de las estanterías y les pregunté qué era lo que miraban. Ernesto San Epifanio levantó el rostro y me estudió durante unos segundos.

– ¿Tú no eres el que tomó nota de los libros que yo llevaba el otro día?

– Sí. Brian Patten, Adrián Henri y otro que ahora no recuerdo.

– The Lost Fire Brigade, de Spike Hawkins.

– Ése mismo.

– ¿Y ya los has comprado? -El tono era ligeramente sarcástico.

– Todavía no, pero estoy en ello.

– Tienes que ir a una librería especializada en literatura inglesa. En las librerías normales de México no los encontrarás.

– Sí, sí, Ulises me dijo de una librería adonde van ustedes.

– Ay, Ulises Lima -dijo San Epifanio acentuando mucho las íes-. Seguramente te va a mandar a la Librería Baudelaire, en donde hay mucha poesía francesa, pero muy poca poesía inglesa… ¿Y quiénes somos nosotros?

– ¿Nosotros, qué nosotros? -dije yo sorprendido. Las hermanas Font seguían contemplando e intercambiándose unos objetos que yo no podía ver. De vez en cuando se reían. La risa de Angélica era como un manantial.

– Los usuarios de la librería.

– Ah, los real visceralistas, claro.

– No me hagas reír. Pero si en ese grupo sólo leen Ulises y su amiguito chileno. Los demás son una pandilla de analfabetos funcionales. Me parece que lo único que hacen en las librerías es robar libros.