Изменить стиль страницы

– Pero después los leerán, ¿no? -concluí un poco amoscado.

– No, te equivocas, después se los regalan a Ulises y a Belano. Éstos los leen, se los cuentan y ellos van por ahí presumiendo que han leído a Queneau, por ejemplo, cuando la verdad es que se han limitado a robar un libro de Queneau, no a leerlo.

– ¿Belano es chileno? -dije tratando de desviar la conversación hacia otro tema y porque además, sinceramente, no lo sabía.

– ¿No te habías dado cuenta? -dijo María sin levantar la vista de lo que fuera que estuviera mirando.

– Pues sí, le había notado un acento un poco distinto, pero me pareció que tal vez fuera, no sé, tamaulipeco o yucateco…

– ¿Te pareció yucateco? Ay, García Madero, bendita inocencia. Belano le pareció yucateco -le dijo San Epifanio a las Font y los tres se rieron.

Yo también me reí.

– No parece yucateco, pero podría serlo -dije-. Además, yo no soy un especialista en yucatecos.

– Pues no es yucateco. Es chileno.

– ¿Y hace mucho que vive en México? -dije por decir algo.

– Desde el putsch de Pinochet -dijo María sin levantar la cabeza.

– Desde mucho antes del golpe -dijo San Epifanio-. Yo lo conocí en 1971. Lo que pasa es que después volvió a Chile y cuando sucedió el golpe regresó a México.

– Pero entonces nosotras no te conocíamos -dijo Angélica.

– Belano y yo fuimos muy amigos durante esa época -dijo San Epifanio-. Los dos teníamos dieciocho y éramos los poetas más jóvenes de la calle Bucareli.

– ¿Se puede saber qué están mirando? -dije.

– Fotos mías. Es posible que te desagraden, pero si quieres puedes verlas tú también.

– ¿Eres fotógrafo? -dije levantándome y dirigiéndome a la cama.

– No, sólo soy poeta -dijo San Epifanio haciéndome un hueco-. Con la poesía tengo de sobras, aunque un año de éstos voy a cometer la vulgaridad de ponerme a escribir cuentos.

– Toma -Angélica me pasó un montoncito de fotos ya descartadas por ellas-, hay que mirarlas siguiendo un orden cronológico.

Debían de ser unas cincuenta o sesenta fotos. Todas estaban tomadas con flash. Todas eran del interior de una habitación, seguramente un cuarto de hotel, menos dos, en donde se veía una calle nocturna, deficientemente iluminada, y un Mustang rojo con algunas personas dentro. Los rostros de los que estaban en el Mustang eran borrosos. El resto de las fotos mostraba a un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años, aunque puede que sólo tuviera quince, rubio, de pelo corto, y a una muchacha tal vez dos o tres años mayor que él, y a Ernesto San Epifanio. Sin duda había una cuarta persona, la que sacaba las fotos, pero a ésa no se la veía nunca. Las primeras fotos eran del muchacho rubio, vestido y después paulatinamente con menos ropa. A partir de la foto número quince aparecía San Epifanio y la muchacha. San Epifanio iba vestido con una americana morada. La muchacha con un elegante vestido de fiesta.

– ¿Quién es él? -dije.

– Tú calla y mira las fotos, luego pregunta -dijo Angélica.

– Es mi amor-dijo San Epifanio.

– Ah. ¿Y ella?

– Es su hermana mayor.

Aproximadamente por la foto número veinte el muchacho rubio comenzaba a vestirse con la ropa de su hermana. La muchacha, que no era tan rubia y estaba un poco gordita, hacía gestos obscenos al desconocido que los fotografiaba. San Epifanio, por el contrario, se mantenía, al menos en las primeras fotos, dueño de sí, sonriente pero serio, sentado en un sillón de skay, o en el borde de la cama. Todo esto, sin embargo, no era más que un espejismo, pues a partir de la foto número treinta o treintaicinco San Epifanio también se desnudaba (su cuerpo, de piernas largas y brazos largos, parecía excesivamente delgado, esquelético, mucho más de lo que realmente era). Las fotos siguientes mostraban a San Epifanio besando el cuello del adolescente rubio, sus labios, sus ojos, su espalda, su verga a media asta, su verga enhiesta (una verga, por lo demás, notable en un muchacho de apariencia tan delicada), bajo la siempre atenta mirada de la hermana que a veces aparecía de cuerpo completo y a veces sólo parte de su anatomía (un brazo y medio, la mano, algunos dedos, la mitad de la cara), e incluso en ocasiones sólo su sombra proyectada en la pared. Tengo que confesar que nunca en mi vida había visto algo parecido. Nadie, por descontado, me advirtió que San Epifanio era homosexual. (Sólo Lupe, pero Lupe también dijo que yo era homosexual.) Así que traté de no exteriorizar mis sentimientos (que, por lo menos, eran confusos) y seguí mirando. Tal como temía las siguientes fotos mostraban al lector de Brian Patten enculando al adolescente rubio. Sentí que enrojecía y de pronto me di cuenta que no sabía cómo, de qué manera iba a mirar a las Font y a San Epifanio cuando concluyera mi examen de las fotos. El rostro del muchacho encula-do se retorcía en una mueca que presumí de placer y de dolor mezclados. (O de teatro, pero eso lo pensé mucho más tarde.) El rostro de San Epifanio parecía afilarse por momentos, como una hoja de afeitar o como una navaja intensamente iluminada Y el rostro de la hermana observadora pasaba por todas las fases gestuales posibles, desde una alegría brutal hasta la más profunda melancolía. En las últimas fotos se veía, en diferentes poses, a los tres acostados en la cama, fingiendo dormir o sonriendo al fotógrafo.

– Pobre chavo, parece que está allí a la fuerza -dije para picar a San Epifanio.

– ¿A la fuerza? La idea se le ocurrió a él. Es un pequeño pervertido.

– Pero lo quieres con toda tu alma -dijo Angélica.

– Lo quiero con toda mi alma, pero nos separan demasiadas cosas.

– ¿Como qué? -dijo Angélica.

– El dinero, por ejemplo, yo soy pobre y él es un niño rico v mimado, acostumbrado al lujo, a los viajes, a que no le falte absolutamente nada.

– Pues aquí no parece ni rico ni mimado, hay algunas fotos verdaderamente siniestras -dije yo en un arranque de sinceridad.

– Su familia tiene mucho dinero -dijo San Epifanio.

– Entonces podrían haber ido a un hotel un poco mejor. La iluminación es de película del Santo.

– Es el hijo del embajador de Honduras -dijo San Epifanio lanzándome una mirada funesta-, Pero esto no se lo digas a nadie -añadió después, arrepentido de haberme confesado su secreto.

Devolví el mazo de fotos, que San Epifanio guardó en un bolsillo. A pocos centímetros de mi brazo izquierdo estaba el brazo desnudo de Angélica. Reuní valor y la miré a la cara. Ella también me miraba. Creo que enrojecí ligeramente. Me sentí feliz. Lo estropeé todo de inmediato.

– ¿Hoy no ha venido Pancho? -dije como un imbécil.

– Todavía no -dijo Angélica-. ¿Qué te han parecido las fotos?

– Gruesas -dije.

– ¿Sólo gruesas? -San Epifanio se levantó y se sentó en la silla de madera en donde antes había estado yo. Desde allí me observó con una de sus sonrisas afiladas.

– Bueno: tienen su poesía. Pero si te dijera que me parecieron sólo poéticas, te mentiría. Son unas fotos extrañas. Yo diría que es pornografía. No en un sentido peyorativo, pero creo que es pornografía.

– Todo el mundo tiende a encasillar las cosas que escapan de su comprensión -dijo San Epifanio-. ¿Te excitaron las fotos?

– No -dije con rotundidad, aunque la verdad es que no estaba seguro-. No me excitaron, pero no me desagradaron.

– Entonces no es pornografía. Para ti, al menos, no debería serlo.

– Pero me gustaron -admití.

– Entonces di sólo eso: te han gustado, no sabes por qué te han gustado, tampoco eso importa demasiado, punto.

– ¿Quién es el fotógrafo? -dijo María.

San Epifanio miró a Angélica y se rió.

– Eso sí que es un secreto. Me hizo jurar que no lo diría a nadie.

– Pero la idea fue de Billy, ¿qué más da quién haya sido el fotógrafo? -dijo Angélica.

Así que el hijo del embajador de Honduras se llamaba Billy; muy apropiado, pensé.