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19 de noviembre

Hemos desayunado todos juntos. Quim Font, la señora Font, María y Angélica, Jorgito Font, Barrios, Bárbara Patterson y yo. El desayuno consistió en huevos revueltos, lonchas de jamón frito, pan, mermelada de mango, mermelada de fresa, mantequilla, paté de salmón y café. Jorgito se bebió un vaso de leche. La señora Font (¡me dio un beso en la mejilla al verme!) hizo unas tortitas que llamó crépes, pero que en modo alguno se le parecen. El resto del desayuno lo preparó la sirvienta (cuyo nombre ignoro o he olvidado, algo que me parece imperdonable), los platos los lavamos entre Barrios y yo.

Después, cuando Quim se marchó a trabajar y la señora Font comenzó a planear su día laboral (trabaja, eso me dijo, como periodista en una nueva revista dedicada a la familia mexicana), me decidí finalmente a llamar a casa. Sólo encontré a mi tía Martita, que al oírme se puso a gritar como una loca y luego a llorar. Tras una serie ininterrumpida de invocaciones a la Virgen, llamadas a la responsabilidad, relatos fragmentados de la noche «que había hecho pasar a mi tío», advertencias en un tono más cómplice que recriminatorio del castigo inminente que mi tío seguramente cavilaba aquella misma mañana, pude por fin hablar y asegurarle que estaba bien, que había pasado la noche con unos amigos y que no iría a casa hasta «que el sol se ocultara», pues pensaba salir disparado a la universidad. Mi tía prometió que llamaría ella al trabajo de mi tío y me hizo jurar que en lo que me restaba de vida telefonearía a casa cuando decidiera pasar la noche afuera. Durante unos segundos reflexioné sobre la conveniencia de llamar personalmente a mi tío, pero finalmente decidí que no era necesario.

Me dejé caer sobre un sillón y no supe qué iba a hacer. Tenía el resto de la mañana y el resto del día a mi disposición, es decir era consciente de que estaban a mi disposición y en esa medida se me antojaban distintos de otras mañanas y de otros días (en donde yo era un alma en pena, errando por la universidad o por mi virginidad), pero a las primeras de cambio no supe qué podía hacer, tantas eran las posibilidades que se me ofrecían.

La ingestión de alimentos, comí como un lobo mientras la señora Font y Bárbara Patterson hablaban de museos y familias mexicanas, me había producido una ligera soñolencia y había despertado al mismo tiempo el deseo de volver a coger con María (a quien durante el desayuno evité mirar y cuando lo hice procuré adaptar mi mirada al concepto de amor fraterno o de desinteresada camaradería que supuse reconocería su padre, quien por cierto no mostró el más mínimo asombro al encontrarme en horas tan tempranas instalado en su mesa), pero María se preparaba para salir, Angélica se preparaba para salir, Jorgito Font ya se había marchado, Bárbara Patterson estaba en la ducha y sólo Barrios y la sirvienta vagaban como restos de un naufragio innominable por la amplia biblioteca de la casa grande, así que para no estorbar y por un ligero afán de simetría, crucé por enésima vez el patio y me instalé en la casita de las hermanas, en donde las camas estaban sin hacer (lo que denotaba a las claras que era la sirvienta o fámula o mucama -o aguerrida naca, como la llamaba Jorgito- la que se ocupaba de ellas, matiz que en vez de disminuir mi consideración por María, la agrandaba, dotándola de un puntito frívolo y despreocupado que no le sentaba mal) y contemplé el teatro de mi «pórtico a la maravilla», húmedo aún, y aunque en buena ley debería haberme puesto a llorar o a rezar, lo que hice fue tumbarme en una de las camas sin hacer (la de Angélica, como comprobé más tarde, no la de María) y me quedé dormido.

Me despertó Pancho Rodríguez propinándome una serie de golpes (incluida una patada, aunque no estoy seguro) por todo el cuerpo. Sólo mi buena educación me impidió no saludarlo con un puñetazo en la quijada. Tras darle los buenos días salí al patio y me lavé la cara en la fuente (lo que denota que aún estaba dormido), con Pancho a mis espaldas murmurando palabras ininteligibles.

– No hay nadie en la casa -dijo-. He tenido que entrar saltando por la barda. ¿Qué haces tú aquí?

Le dije que había pasado la noche allí (añadiendo, para desdramatizar, pues el aleteo de la nariz de Pancho me alarmó, que también Barrios y Bárbara Patterson lo habían hecho) y luego intentamos entrar a la casa grande por la puerta trasera, la de la cocina, y por la puerta principal, pero ambas estaban cerradas a cal y canto.

– Si nos ve algún vecino y avisa a la policía -dije-, lo vamos a tener difícil para explicar que no estamos intentando robar.

– Me importa madre. A mí me gusta conejear de vez en cuando en las casas de mis cuadernas -dijo Pancho.

– Es más -dije ignorando el comentario de Pancho-, me parece que he visto moverse una cortina en la casa de al lado. Si viene la policía…

– ¿Has cogido con Angélica, ojete? -dijo Pancho de pronto, dejando de mirar por las ventanas delanteras de la casa de los Font.

– Por supuesto que no -le aseguré.

No sé si me creyó o no me creyó. Lo cierto es que ambos volvimos a saltar la barda y emprendimos la retirada de la colonia Condesa.

Mientras caminábamos (en silencio, por el parque España, por Parras, por el parque San Martín, por Teotihuacán, a esa hora transitados sólo por amas de casa, sirvientas y vagabundos), pensé en lo que me dijo María sobre el amor y sobre el dolor que el amor dejaría caer sobre la cabeza de Pancho. Para cuando llegamos a Insurgentes Pancho había recuperado su buen humor y hablaba de literatura, me recomendaba autores, trataba de no pensar en Angélica. Luego tomamos por Manzanillo, nos desviamos por Aguascalientes y volvimos a torcer al sur por Medellín hasta llegar a la calle Tepeji. Nos detuvimos delante de un edificio de cinco pisos y Pancho me invitó a comer con su familia.

Subimos en ascensor hasta el último piso.

Allí, en vez de entrar, tal como yo esperaba, en uno de los departamentos, trepamos por la escalera hasta la azotea. Un cielo gris, pero brillante como si hubiera ocurrido un ataque nuclear, nos recibió en medio de una profusión vibrante de macetas y flores multiplicadas en los pasillos y en los lavaderos.

La familia de Pancho vivía en dos cuartos de azotea.

– Temporalmente -explicó Pancho-, hasta que tengamos feria para una casa por aquí cerca.

Fui presentado formalmente a su mamá, doña Panchita, a su hermano Moctezuma, de diecinueve años, poeta catuliano y sindicalista, y a su hermano pequeño, Norberto, de quince, estudiante de prepa.

Uno de los cuartos cumplía durante el día las funciones de comedor y sala de la tele, y por la noche de dormitorio de Pancho, de Moctezuma y de Norberto. El otro era una especie de ropero o closet gigantesco, en donde además estaba el refrigerador, los utensilios de cocina (la cocina, portátil, la sacaban al pasillo durante el día y la metían en este cuarto durante la noche) y el colchón donde descansaba doña Panchita.

Al empezar a comer se nos unió un tal Piel Divina, de veintitrés años, vecino de azotea, que fue presentado como poeta real visceralista. Poco antes de que me marchara (muchas horas después, el tiempo pasó volando), le pregunté otra vez cómo se llamaba y él dijo Piel Divina con tanta naturalidad y seguridad (mucha más de la que yo hubiera empleado para decir Juan García Madero) que por un momento llegué a creer que en los meandros y pantanos de nuestra República Mexicana existía de veras una tal familia Divina.

Después de comer, dona Panchita se dedicó a sus telenovelas favoritas y Norberto se puso a estudiar, los libros extendidos sobre la mesa. Entre Pancho y Moctezuma lavaron los platos en un fregadero desde donde se veía buena parte del parque de las Américas y más atrás las moles amenazadoras -como venidas de otro planeta, un planeta, además, inverosímil- del Centro Médico, el Hospital Infantil, el Hospital General.