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30 de noviembre

Ayer por la noche ocurrió algo terrorífico. Estaba en el Encrucijada Veracruzana, apoyado en la barra, escribiendo indistintamente mi diario y algunos poemas (puedo saltar de una disciplina a otra sin ningún problema), cuando Rosario y Brígida empezaron a mentarse sus respectivas madres en el fondo del local. Los borrachines patibularios rápidamente tomaron partido por una u otra y empezaron a jalearlas con tanta energía que perdí de golpe la concentración necesaria para escribir, así que decidí esfumarme lo antes posible de aquel antro.

En la calle un aire fresco, ignoro qué hora era, pero era tarde, me golpeó en la cara y mientras caminaba fui recuperando si no la inspiración (¿existe la inspiración?) sí la disposición y las ganas de escribir. Doblé por el Reloj Chino y empecé a caminar en dirección a la Ciudadela buscando un café en el cual proseguir con mi trabajo. Atravesé el jardín Morelos, vacío y fantasmal pero en cuyos rincones se adivina una vida secreta, cuerpos y risas (o risitas) que se burlan del paseante solitario (o eso me pareció entonces), atravesé Niños Héroes, atravesé la plaza Pacheco (que conmemora al abuelito de José Emilio y que estaba vacía, pero esta vez sin sombras y sin risas) y cuando ya me disponía a tirar por Revillagigedo en dirección a la Alameda, de una esquina surgió o se materializó Quim Font. Me llevé un susto de muerte. Llevaba traje y corbata (pero algo había en el traje y en la corbata que no encajaban de ninguna manera), y arrastraba a una muchacha a quien tenía firmemente asida por el codo. Iban con mi misma dirección, aunque por la acera opuesta, y tardé unos segundos en reaccionar. La muchacha a la que Quim arrastraba no era Angélica, como irrazonablemente supuse al verla, aunque su estatura y su físico contribuían a la confusión.

La disposición de la muchacha a seguir a Quim era manifiestamente escasa, aunque tampoco se podía decir que oponía demasiada resistencia. Cuando estuve a su altura, íbamos por Revillagigedo rumbo a la Alameda, me los quedé mirando fijamente, como para asegurarme de que aquel transeúnte nocturno era Quim y no una visión, y entonces éste también me vio y no tardó más de un segundo en reconocerme.

– ¡García Madero! -gritó-. ¡Hombre, ven para acá!

Crucé la calle tomando o haciendo ver que tomaba unas precauciones inútiles (pues en ese momento no circulaba ningún vehículo por Revillagigedo), tal vez para dilatar en unos segundos mi encuentro con el padre de María. Cuando alcancé la otra acera la muchacha levantó la cabeza y me miró. Era Lupe, a quien había conocido en la colonia Guerrero. No dio señales de recordarme. Por supuesto, lo primero que pensé fue que Quim y Lupe buscaban un hotel.

– ¡Has llegado que ni caído del cielo, hombre! -dijo Quim Font.

Saludé a Lupe.

– Qué hubo -dijo ésta con una sonrisa que me heló el corazón.

– Estoy buscándole un refugio a esta señorita -dijo Quim-, pero no encuentro un pinche hotel decente en todo el barrio.

– Pues aquí hay bastantes hoteles -dijo Lupe-. Di mejor que no quieres gastarte mucho dinero.

– El dinero no es ningún problema. Si lo tienes, lo tienes, y si no lo tienes, pues no lo tienes.

Recién entonces noté que Quim estaba muy nervioso. La mano con la que tenía agarrada a Lupe le temblaba de forma espasmódica, como si el brazo de Lupe estuviera cargado de electricidad. Parpadeaba con fiereza y se mordía los labios.

– ¿Hay algún problema? -pregunté.

Quim y Lupe me miraron durante unos instantes (los dos parecían a punto de explotar) y después se rieron.

– Un chingo de problemas -dijo Lupe.

– ¿Conoces algún sitio en donde podamos ocultar a esta damisela? -dijo Quim.

Podía estar muy nervioso, sin duda, pero también estaba muy feliz.

– No sé -dije por decir algo.

– ¿En tu casa es imposible, verdad? -dijo Quim.

– Absolutamente imposible.

– ¿Por qué no me dejas resolver yo sola mis problemas? -dijo Lupe.

– ¡Porque nadie escapa de mi solidaridad! -dijo Quim guiñándome un ojo-. Y además porque sé que no serías capaz de hacerlo.

– Vamos a tomarnos un café con leche -dije yo-, y ya se nos ocurrirá algo.

– No me esperaba menos de ti, García Madero -dijo Quim-, sabía que no me ibas a dejar en la estacada.

– ¡Pero si te he encontrado de pura casualidad! -dije yo.

– Ay, las casualidades -dijo Quim respirando a pleno pulmón, como el titán de la calle Revillagigedo-, valen verga las casualidades. A la hora de la verdad todo está escrito. A eso los pinches griegos lo llamaban destino.

Lupe lo miró y le sonrió como se sonríe a los locos. Iba vestida con una minifalda y un suéter negro. El suéter me pareció que era de María, al menos olía a María.

Nos pusimos a caminar, doblamos a la derecha por Victoria hasta Dolores. Allí nos metimos en un café chino. Nos sentamos enfrente de un tipo de aspecto cadavérico que leía el periódico. Quim inspeccionó el local y luego se encerró unos minutos en el baño. Lupe lo siguió con la vista y por un instante su mirada me pareció la de una mujer enamorada. En ese momento no me cupo duda alguna de que se habían ido a la cama o de que pensaban hacerlo en los próximos minutos.

Cuando Quim volvió se había lavado las manos, la cara y echado agua en el pelo. Como no había toalla en el baño no se había secado y el agua le chorreaba por las sienes.

– Estos lugares me traen el recuerdo de uno de los momentos más horribles de mi vida -dijo.

Luego se quedó callado. Lupe y yo también permanecimos en silencio durante un rato.

– Cuando yo era joven conocí a un mudo, mejor dicho a un sordomudo -prosiguió Quim tras una breve reflexión-. El sordomudo frecuentaba la cafetería de estudiantes a la que siempre íbamos un grupo de amigos de Arquitectura. Entre ellos el pintor Pérez Camargo, seguro que conocen su obra o les suena. Y en la cafetería siempre encontrábamos al sordomudo que vendía lapiceros, juguetes, hojitas con el lenguaje de los sordormudos impreso, en fin, cosas sin importancia para sacarse algunos pesos extra. Era un tipo simpático y a veces venía a sentarse a nuestra mesa. La mera verdad, creo que algunos lo consideraban, de manera bastante estúpida, la mascota del grupo y creo que más de uno, por puro juego, aprendió algunos signos del lenguaje de los sordomudos. O puede que fuera el mismo sordomudo el que nos lo enseñara, ya no lo recuerdo. Una noche, sin embargo, entré en un café chino como éste, pero en la colonia Narvarte, y de sopetón me encontré al sordomudo. No sé qué demonios andaba haciendo yo por ahí, no era un barrio que visitara asiduamente, tal vez saliera de la casa de una amiga, lo cierto es que yo estaba un poco alterado, digamos que pasando por una de mis depresiones cíclicas. Era tarde. El chino estaba vacío. Yo me senté en la barra o en una mesa cercana a la puerta. Al principio pensé que era el único cliente del café. Pero cuando me levanté y fui al baño (¡a hacer alguna necesidad o a llorar a gusto!) encontré al sordomudo en la parte de atrás del café, en una especie de segunda habitación. Él también estaba solo y leía un periódico y no me vio. Lo que son las cosas. Al pasar no me vio y yo no lo saludé. No me sentí capaz de soportar su alegría, supongo. Pero cuando salí del baño de alguna manera todo había cambiado y decidí saludarlo. Él seguía allí, leyendo, y yo le dije hola, y le moví un poco la mesa para que notara mi presencia. Entonces el sordomudo levantó la vista, parecía medio dormido, me miró sin reconocerme y me dijo hola.

– Carajo -dije yo y se me pusieron los pelos de punta.

– Estamos en la misma onda, García Madero -dijo Quim mirándome con simpatía-, yo también sentí miedo. La verdad, a duras penas me controlé para no salir huyendo de aquel chino desconocido.

– No sé de qué tuviste miedo -dijo Lupe.