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– Lo que quiero decir es que mejor lo lees tú.

– No, mejor tú. Si lo leo yo, igual no lo entiendo.

Cogí al azar uno de mis más recientes poemas y se lo leí.

– No lo entiendo -dijo Rosario-, pero es igual, se te agradece.

Durante un instante estuve aguardando a que me invitara a pasar a la bodega. Pero Rosario no era Brígida, eso se notaba de inmediato. Luego me puse a pensar en el abismo que separa al poeta del lector y cuando me quise dar cuenta ya estaba profundamente deprimido. Rosario, que se había marchado a atender otras mesas, volvió junto a mí.

– ¿A Brígida también le has escrito unos versitos? -dijo mirándome a los ojos, sus piernas rozando el borde de la mesa.

– No, sólo a ti -dije.

– Ya me platicaron lo que pasó el otro día.

– ¿Qué pasó el otro día? -dije intentando mostrarme frío, amable, eso también, pero frío.

– La pobre Brígida ha llorado por ti -dijo Rosario.

– ¿Y cómo es eso? ¿Tú la has visto?

– Todas la hemos visto. Va como loca por tus huesos, señor poeta. Tú debes de tener algo especial con las mujeres.

Creo que me ruboricé aunque al mismo tiempo me sentí halagado.

– No es nada… especial -murmuré-. ¿Ella te ha contado algo?

– Me ha contado muchas cosas, ¿quieres que te las diga?

– Bueno -dije, aunque en realidad no estaba muy seguro de querer escuchar las confidencias de Brígida. Casi instantáneamente me aborrecí por esto. El ser humano es desagradecido, me dije, olvidadizo, ingrato.

– Pero aquí no -dijo Rosario-. Dentro de un rato me voy a tomar una hora libre. ¿Sabes dónde está la pizzería del gringo? Espérame allí.

Le dije que eso haría y salí del Encrucijada Veracruzana. Afuera el día se había nublado y un viento fuerte obligaba a las personas a caminar más aprisa que de costumbre o a protegerse en los umbrales de las tiendas. Al pasar delante del café Quito eché una mirada y no vi a ningún conocido. Por un instante pensé en llamar otra vez a María, pero no lo hice.

La pizzería estaba llena y la gente comía de pie las raciones que el gringo en persona cortaba con un gran cuchillo de cocina. Durante un rato lo estuve observando. Pensé que el negocio le debía de dar bastante dinero y me alegré porque el gringo parecía simpático. Todo lo hacía él: preparar la masa, poner el tomate y la mozzarella, meter las pizzas en el horno, cortarlas, entregarlas a los clientes que se amontonaban en la barra, preparar más pizzas y vuelta a empezar. Todo, menos cobrar y dar el cambio. De esta operación se encargaba un muchacho de unos quince años, moreno, con el pelo muy corto y que a cada rato consultaba con el gringo en voz muy baja, como si aún no supiera muy bien los precios o estuviera flojo en matemáticas. Al cabo de un rato me fijé en otro detalle curioso. El gringo no se separaba jamás de su gran cuchillo de cocina.

– Ya estoy aquí -dijo Rosario tirándome de una manga.

No parecía la misma en la calle que en el interior del Encrucijada Veracruzana. Al aire libre su cara era menos firme, sus facciones más transparentes, volatilizadas, como si en la calle corriera el riesgo de convertirse en la mujer invisible.

– Caminamos un ratito y luego te invitas algo, ¿okey?

Echamos a andar en dirección a Reforma. Rosario me tomó del brazo al cruzar la primera calle y ya no me soltó.

– Quiero ser como tu mamá -dijo-, pero no me malinterpretes, yo no soy una puta como la Brígida esa, yo quiero ayudarte, tratarte bien, quiero estar contigo cuando seas famoso, mi vida.

Esta mujer debe estar loca, pensé, pero no dije nada, me limité a sonreír.

27 de noviembre

Todo se está complicando. Están sucediendo cosas horribles. Por las noches me despierto gritando. Sueño con una mujer con la cabeza de una vaca. Sus ojos me miran con fijeza. En realidad, con una tristeza conmovedora. Para colmo, he tenido una pequeña conversación de «hombre a hombre» con mi tío. Me hizo jurarle que no tomaba drogas. No, le dije, no tomo drogas, te lo juro. ¿Nada de nada?, dijo mi tío. ¿Eso qué quiere decir?, dije yo. ¡Cómo que qué quiere decir!, rugió él. Pues eso, ¿qué quiere decir?, sé un poco más preciso, por favor, dije yo encogiéndome como un caracol. Por la noche telefoneé a María. No estaba, pero hablé un rato con Angélica. ¿Cómo estás?, me dijo. La verdad es que no muy bien, dije yo, en realidad bastante mal. ¿Estás enfermo?, dijo Angélica. No, nervioso. Yo tampoco estoy muy bien, dijo Angélica, apenas duermo. Me hubiera gustado preguntarle más cosas, de ex virgen a ex virgen, pero no lo hice.

28 de noviembre

Siguen sucediendo cosas horribles, sueños, pesadillas, impulsos que sigo y que están completamente fuera de mi control. Como cuando tenía quince años y no paraba de masturbarme. ¡Tres pajas al día, cinco pajas al día, nada era suficiente! Rosario quiere casarse conmigo. Le dije que yo no creía en el matrimonio. Bueno, se rió ella, casarse, no casarse, lo que quiero decir es que NECESITO vivir contigo. ¿Vivir juntos, dije yo, en la MISMA casa? Pues claro, en la misma casa, o en el mismo CUARTO si no tenemos dinero para ALQUILAR una casa. Incluso en una cueva, dijo, no soy nada EXIGENTE. La cara le brillaba, no sé sí de sudor o de pura fe en lo que decía. La primera vez que lo hicimos fue en su casa, una vecindad perdida en la colonia Merced Balbuena, a pocos pasos de la Calzada de la Viga. El cuarto estaba lleno de postales de Veracruz y de fotografías de artistas de cine pegadas con chinchetas de las paredes.

– ¿Es la primera vez, papacito? -me preguntó Rosario.

No sé por qué le dije que sí.

29 de noviembre

Me muevo como arrastrado por las olas. Hoy he ido sin que nadie me invitara y sin anunciarme a casa de Catalina O'Hara. La encontré de casualidad, acababa de llegar, tenía los ojos enrojecidos, señal inequívoca de que había estado llorando. Al principio no me reconoció. Le pregunté por qué lloraba. Por asuntos de amores, dijo. Tuve que morderme la lengua para no decirle que si necesitaba a alguien ahí estaba yo, dispuesto a lo que fuera. Nos bebimos un whisky, lo necesito, dijo Catalina y después salimos a buscar a su hijo a la guardería. Catalina conducía como una suicida y me mareé. De vuelta a casa, mientras yo jugaba con su hijo en el asiento trasero, me preguntó si quería ver sus cuadros. Dije que sí. Al final nos acabamos media botella de whisky y Catalina después de acostar a su hijo volvió a llorar. No te acerques, me dije, es una MADRE. Luego pensé en tumbas, en coger sobre una tumba, en dormir sobre una tumba. Por suerte a los pocos minutos llegó la pintora con la que comparte la casa y el estudio y entre los tres nos pusimos a preparar la cena. La amiga de Catalina también está separada, pero evidentemente lo lleva mucho mejor. Mientras comíamos se dedicó a contar chistes. Chistes de pintores. Nunca había escuchado a una mujer contar chistes tan buenos (desgraciadamente no recuerdo ni uno). Después, no sé por qué, se pusieron a hablar de Ulises Lima y Arturo Belano. Según la amiga de Catalina había un poeta de dos metros de altura y cien kilos de peso, sobrino de una funcionaría de la UNAM, que los buscaba para pegarles. Ellos, sabedores de esa búsqueda, habían desaparecido. Sin embargo a Catalina O'Hara no la convenció esta versión; según ella nuestros amigos andaban tras los papeles perdidos de Cesárea Tinajero, ocultos en hemerotecas y librerías de viejo del DF. Salí de allí a las doce y cuando estuve en la calle de pronto no supe hacia dónde ir. Llamé por teléfono a María, dispuesto a contarle toda mi historia con Rosario (y de paso el affaire en la bodega con Brígida), y pedirle perdón, pero el teléfono sonó y sonó y nadie contestó a mi llamada. La familia Font al completo había desaparecido. Así que dirigí mis pasos hacia el sur, hacia el cuarto de azotea de Ulises Lima. Cuando llegué no había nadie, por lo que terminé encaminándome hacia el centro, una vez más, hacia la calle Bucareli. Ya allí, antes de ir al Encrucijada, me asomé a los ventanales del café Amarillo (el Quito había cerrado). En una mesa vi a Pancho Rodríguez. Estaba solo delante de un café con leche a medio consumir. Tenía un libro ante sí, una mano sobre las páginas para evitar que se cerrara, y su rostro estaba contraído en una expresión de dolor intenso. De vez en cuando hacía visajes que observados desde el ventanal resultaban espantosos. O el libro que leía lo afectaba de una forma desgarradora o estaba sufriendo un dolor de muelas. En determinado momento levantó la cabeza y miró hacia todas partes, como si intuyera que era observado. Me oculté. Cuando me volví a asomar Pancho seguía leyendo y de su rostro había desaparecido la expresión de dolor. En el Encrucijada aquella noche trabajaban Rosario y Brígida. Primero se me acercó Brígida. En su expresión percibí inquina, rencor, pero también el sufrimiento de aquellos que han sido rechazados. ¡Sinceramente, me dio pena! ¡Todo el mundo sufría! Le pedí un tequila y escuché sin inmutarme lo que tenía que decirme. Luego vino Rosario y dijo que no le gustaba verme de pie en la barra, escribiendo como un huérfano. No hay ninguna mesa desocupada, le dije y seguí escribiendo. Mi poema se llama «Todos sufren». No me importa que me miren.