Изменить стиль страницы

Confesé, con pesar, que no. Luego contemplé cada una de las páginas de la revista (eran más de sesenta) y cuando ya me disponía a irme, Quim me preguntó qué tal iban mis relaciones con su hija. Le dije que bien, que María y yo nos entendíamos cada día mejor, y después opté por callarme.

– Los padres sufrimos mucho -dijo-, sobre todo en el DF. ¿Cuántos días hace que no duermes en tu casa?

– Tres noches -dije.

– ¿Y tu madre no está preocupada?

– Los llamé por teléfono, saben que estoy bien.

Quim me miró de arriba a abajo.

– No tienes muy buen aspecto, muchacho.

Me encogí de hombros. Ambos permanecimos durante un rato sin decir nada, pensativos, él tamborileando con los dedos sobre la mesa y yo mirando viejos planos de casas ideales (y que probablemente Quim nunca llegaría a ver realizadas) colgados con chinchetas de las paredes.

– Ven conmigo -dijo.

Lo seguí hasta su habitación, en el segundo piso, que era como cinco veces el tamaño de su estudio.

Abrió el closet y sacó una camisa deportiva de color verde.

– Pruébatela, a ver qué tal te queda.

Dudé unos momentos, pero los gestos de Quim eran perentorios, como si no hubiera tiempo que perder. Dejé mi camisa a los pies de la cama, una cama enorme en donde hubieran podido dormir Quim, su mujer y sus tres hijos, y me enfundé la camisa verde. Me iba bien.

– Te la regalo -dijo Quim. Luego se metió una mano en el bolsillo y me alargó unos billetes-; Para que invites a María a un refresco.

La mano le temblaba, el brazo extendido le temblaba, el otro brazo, que colgaba a su costado, también le temblaba y con la cara hacía visajes horribles que me obligaban a mantener la vista ocupada en cualquier otra parte. Le di las gracias, pero le aseguré que eso no podía aceptarlo.

– Qué raro -dijo Quim-, todo el mundo acepta mi dinero, mis hijas, mi hijo, mi mujer, mis empleados -usó el plural, aunque yo a esas alturas sabía perfectamente que no tenía ningún empleado, si acaso la sirvienta, pero él no se refería a la sirvienta-, incluso a mis jefes les encanta mi dinero y por eso se lo quedan.

– Muchísimas gracias -dije.

– ¡Cógelo y métetelo en el bolsillo, chingado!

Cogí el dinero y lo guardé. Era bastante, aunque no tuve suficiente prestancia como para contarlo.

– Te lo devolveré apenas pueda -dije.

Quim se dejó caer de espaldas en la cama. Su cuerpo hizo un ruido apagado y luego vibró. Por un instante me pregunté si no sería una cama de agua.

– No te preocupes, muchacho. Estamos en este mundo para ayudarnos. Tú me ayudas con mi hija, yo te ayudo con algo de suelto para tus gastos, digamos una mesada extra, ¿no?

Su voz sonaba cansada, a punto de caer agotado y dormirse, pero sus ojos seguían abiertos contemplando nerviosamente el cielorraso.

– Me gusta cómo me ha quedado la revista, les cerraré la boca a todos esos cabrones -dijo, pero ya su voz era un susurro.

– Ha quedado perfecta -dije.

– Claro, no por nada soy arquitecto -dijo él. Y después de un rato-: Nosotros también somos artistas, lo que pasa es que lo disimulamos retebién, ¿no?

– Claro que sí -dije.

Me pareció que roncaba. Miré su cara: tenía los ojos abiertos. ¿Quim?, dije. No contestó. Muy despacio, me acerqué a él y toqué el colchón. Algo en el interior de éste respondió a mi gesto. Burbujas del tamaño de una manzana. Me di la vuelta y abandoné el dormitorio.

El resto del día lo pasé con María y detrás de María.

Llovió un par de veces. Cuando acabó de llover, la primera vez, salió un arcoiris. La segunda vez no salió nada, nubes negras y la noche en el valle.

Catalina O'Hara es pelirroja, tiene veinticinco años, un hijo, está separada, es bonita.

También conocí a Laura Jáuregui, que fue compañera de Arturo Belano. Fue a la fiesta con Sofía Gálvez, el amor perdido de Ulises Lima.

Las dos son bonitas.

No, Laura es mucho más bonita.

Bebí más de la cuenta. Los real visceralistas pululaban por todas partes aunque más de la mitad eran en realidad estudiantes universitarios disfrazados.

Angélica y Pancho se fueron temprano.

En determinado momento de la noche, María me dijo: el desastre es inminente.

22 de noviembre

Desperté en casa de Catalina O'Hara. Mientras desayunaba, muy temprano (María no estaba, el resto de la casa dormía), con Catalina y su hijito Davy, a quien tenía que llevar a la guardería, recordé que la noche anterior, cuando ya sólo quedábamos unos pocos, Ernesto San Epifanio dijo que existía literatura heterosexual, homosexual y bisexual. Las novelas, generalmente, eran heterosexuales, la poesía, en cambio, era absolutamente homosexual, los cuentos, deduzco, eran bisexuales, aunque esto no lo dijo.

Dentro del inmenso océano de la poesía distinguía varias corrientes: maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mayores, sin embargo, eran la de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y el paradigma de las locas.

– En nuestra lengua, claro está -aclaró-; en el mundo ancho y ajeno el paradigma sigue siendo Verlaine el Generoso.

Una loca, según San Epifanio, estaba más cerca del manicomio florido y de las alucinaciones en carne viva mientras que los maricones y los maricas vagaban sincopadamente de la Ética a la Estética y viceversa. Cernuda, el querido Cernuda, era un ninfo y en ocasiones de gran amargura un poeta maricón, mientras que Guillen, Aleixandre y Alberti podían ser considerados mariquita, bujarrón y marica, respectivamente. Los poetas tipo Carlos Pellicer eran, por regla general, bujarrones, mientras que poetas como Tablada, Novo, Renato Leduc eran mariquitas. De hecho, la poesía mexicana carecía de poetas maricones, aunque algún optimista pudiera pensar que allí estaba López Velarde o Efraín Huerta. Maricas, en cambio, abundaban, desde el matón (aunque por un segundo yo escuché mafioso) Díaz Mirón hasta el conspicuo Hornero Aridjis. Debíamos remontarnos a Amado Nervo (silbidos) para hallar a un poeta de verdad, es decir a un poeta maricón, y no a un fileno como el ahora famoso y reinvindicado potosino Manuel José Othón, un pesado donde los haya. Y hablando de pesados: mariposa era Manuel Acuña y ninfo de los bosques de Grecia José Joaquín Pesado, perennes padrotes de cierta lírica mexicana.

– ¿Y Efrén Rebolledo? -pregunté yo.

– Un marica menorcísimo. Su única virtud es la de ser si no el único, el primer poeta mexicano que publicó un libro en Tokio, Rimas japonesas, 1909. Era diplomático, por supuesto.

El panorama poético, después de todo, era básicamente la lucha (subterránea), el resultado de la pugna entre poetas maricones y poetas maricas por hacerse con la palabra. Los mariquitas, según San Epifanio, eran poetas maricones en su sangre que por debilidad o comodidad convivían y acataban -aunque no siempre- los parámetros estéticos y vitales de los maricas. En España, en Francia y en Italia los poetas maricas han sido legión, decía, al contrario de lo que podría pensar un lector no excesivamente atento. Lo que sucedía era que un poeta maricón como Leopardi, por ejemplo, reconstruye de alguna manera a los maricas como Ungaretti, Montale y Quasimodo, el trío de la muerte.

– De igual modo Pasolini repinta a la mariquería italiana actual, véase el caso del pobre Sanguinetti (con Pavese no me meto, era una loca triste, ejemplar único de su especie, o con Dino Campana, que come en mesa aparte, la mesa de las locas terminales). Para no hablar de Francia, gran lengua de fagocitadores, en donde cien poetas maricones, desde Villon hasta nuestra admirada Sophie Podolski cobijaron, cobijan y cobijarán con la sangre de sus tetas a diez mil poetas maricas con su corte de filenos, ninfos, bujarrones y mariposas, excelsos directores de revistas literarias, grandes traductores, pequeños funcionarios y grandísimos diplomáticos del Reino de las Letras (véase, si no, el lamentable y siniestro discurrir de los poetas de Tel Quel). Y no digamos nada de la mariconería de la Revolución Rusa en donde, si hemos de ser sinceros, sólo hubo un poeta maricón, uno solo.