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– «¿Quién? -le preguntaron.

– ¿Maiacovski?

– No.

– ¿Esenin?

– Tampoco.

– ¿Pasternak, Blok, Mandelstam, Ajmátova?

– Menos.

– Dilo de una vez, Ernesto, que me estoy comiendo las uñas.

– Sólo uno -dijo San Epifanio-, y ahora te saco de la duda, pero eso sí, maricón de las estepas y de las nieves, maricón de la cabeza a los pies: Khlebnikov.

Hubo opiniones para todos los gustos.

– Y en Latinoamérica, ¿cuántos maricones verdaderos podemos encontrar? Vallejo y Martín Adán. Punto y aparte. ¿Macedonio Fernández, tal vez? El resto, maricas tipo Huidobro, mariposas tipo Alfonso Cortés (aunque éste tiene versos de maricona auténtica), bujarrones tipo León de Greiff, ninfos abujarronados tipo Pablo de Rokha (con ramalazos de loca que hubieran vuelto loco a Lacan), mariquitas tipo Lezama Lima, falso lector de Góngora, y junto con Lezama todos los poetas de la Revolución Cubana (Diego, Vitier, el horrible Retamar, el penoso Guillén, la inconsolable Fina García) excepto Rogelio Nogueras, que es un encanto y una ninfa con espíritu de maricón juguetón. Pero sigamos. En Nicaragua dominan mariposas tipo Coronel Urtecho o maricas con voluntad de filenos, tipo Ernesto Cardenal. Maricas también son los Contemporáneos de México…

– ¡No -gritó Belano-, Gilberto Owen no!

– De hecho -prosiguió imperturbable San Epifanio-, Muerte sin fin es, junto con la poesía de Paz, La Marsellesa de los nerviosísimos y sedentarios poetas mexicanos maricas. Más nombres: Gelman, ninfo, Benedetti, marica, Nicanor Parra, mariquita con algo de maricón, Westphalen, loca, Enrique Lihn, mariquita, Girondo, mariposa, Rubén Bonifaz Nuño, bujarrón amariposado, Sabines, bujarrón abujarronado, nuestro querido e intocable Josemilio Pe, loca. Y volvamos a España, volvamos a los orígenes -silbidos-: Góngora y Quevedo, maricas; San Juan de la Cruz y Fray Luis de León, maricones. Ya está todo dicho. Y ahora, algunas diferencias entre maricas y maricones. Los primeros piden hasta en sueños una verga de treinta centímetros que los abra y fecunde, pero a la hora de la verdad les cuesta Dios y ayuda encamarse con sus padrotes del alma. Los maricones, en cambio, pareciera que vivan permanentemente con una estaca removiéndoles las entrañas y cuando se miran en un espejo (acto que aman y odian con toda su alma) descubren en sus propios ojos hundidos la identidad del Chulo de la Muerte. El chulo, para maricones y maricas, es la palabra que atraviesa ilesa los dominios de la nada (o del silencio o de la otredad). Por lo demás, y con buena voluntad, nada impide que maricas y maricones sean buenos amigos, se plagien con finura, se critiquen o se alaben, se publiquen o se oculten mutuamente en el furibundo y moribundo país de las letras.

– ¿Y Cesárea Tinajero, es una poeta maricona o marica? -preguntó alguien. No reconocí la voz.

– Ah, Cesárea Tinajero es el horror -dijo San Epifanio.

23 de noviembre

Le conté a María que su padre me dio dinero.

– ¿Crees que soy una puta? -dijo.

– ¡Por supuesto que no!

– ¡Pues entonces no aceptes la lana de ese viejo loco! -dijo.

Esta tarde fuimos a una conferencia de Octavio Paz. En el metro María no me dirigió la palabra. Nos acompañó Angélica y allí, en la Capilla Alfonsina, nos encontramos con Ernesto San Epifanio. A la salida nos metimos en un restaurante de la calle Palma atendido por octogenarios. El restaurante se llamaba La Palma de la Vida. De pronto me sentí atrapado. Los meseros, que de un momento a otro se iban a morir, la indiferencia de María, como si ya se hubiera cansado de mí, la sonrisa de San Epifanio, lejana e irónica, e incluso Angélica que estaba igual que siempre, me parecieron una trampa, un comentario jocoso sobre mi propia existencia.

Para colmo, según ellos, yo no había entendido nada de la conferencia de Octavio Paz y puede que tuvieran razón, sólo me había fijado en las manos del poeta que llevaban el compás de las palabras que iba leyendo, seguramente un tic adquirido en su adolescencia.

– Este chavo es un compendio de incultura -dijo María-, el ejemplar típico de la Facultad de Derecho.

Preferí no contestarle. (Aunque se me ocurrieron varias respuestas.) ¿En qué pensé entonces? En mi camisa que apestaba. En el dinero de Quim Font. En la poeta Laura Damián muerta tan joven. En la mano derecha de Octavio Paz, en sus dedos índice y medio, en su dedo anular, en sus dedos pulgar y meñique que cortaban el aire de la Capilla como si en ello nos fuera la vida. También pensé en mi casa y en mi cama.

Después aparecieron dos tipos de pelo largo y pantalones de cuero. Parecían músicos pero eran estudiantes de la Escuela de Danza.

Durante mucho rato dejé de existir.

– ¿Por qué me odias, María? ¿Qué te he hecho? -le pregunté al oído.

Ella me miró como si le hablara desde otro planeta. No seas ridículo, dijo.

Ernesto San Epifanio escuchó su respuesta y me sonrió de una forma inquietante. ¡En realidad todo el mundo la escuchó y todos me sonrieron como si yo me estuviera volviendo loco! Creo que cerré los ojos. Intenté meterme en alguna conversación. Intenté hablar de los poetas real visceralistas. Los seudomúsicos se rieron. En algún momento María besó a uno de ellos y Ernesto San Epifanio me dio unas palmadas en la espalda. Recuerdo que le atrapé la mano en el aire o le agarré el codo y le dije mirándolo a los ojos que se estuviera tranquilo, que yo no necesitaba ninguna clase de consuelo. Recuerdo que María y Angélica decidieron irse con los bailarines. Recuerdo haberme oído gritar en algún momento de la noche:

– ¡La pasta de tu padre me la gané!

Pero no recuerdo si estaba María para escucharme o si para entonces ya estaba solo.

24 de noviembre

He vuelto a casa. He vuelto a la facultad (pero no he entrado). Me gustaría acostarme con María. Me gustaría acostarme con Catalina O'Hara. Me gustaría acostarme con Laura Jáuregui. A veces me gustaría irme a la cama con Angélica, pero Angélica cada minuto que pasa está más ojerosa, más pálida, más delgada, más ausente.

25 de noviembre

Hoy sólo he visto a Barrios y a Jacinto Requena en el café Quito y nuestra conversación ha sido más bien melancólica, como si estuviéramos en las vísperas de algo irreparable. De todos modos, nos reímos bastante. Me contaron que una vez Arturo Belano dio una conferencia en la Casa del Lago y que cuando le tocó hablar se olvidó de todo, creo que la conferencia era sobre poesía chilena y Belano improvisó una charla sobre películas de terror. Otra vez, la conferencia la dio Ulises Lima y no fue nadie. Así estuvimos hasta que cerraron.

26 de noviembre

No encontré a nadie en el café Quito y no tenía ganas de sentarme en una mesa y ponerme a leer en medio del bullicio tristón de aquella hora. Durante un rato estuve caminando por Bucareli, llamé a María por teléfono, no la encontré, pasé dos veces frente al Encrucijada Veracruzana, a la tercera entré y allí, junto a la barra, estaba Rosario.

Pensé que no me reconocería. ¡Yo mismo, por momentos, no me reconozco! Pero Rosario me miró y me sonrió y al cabo de un rato, lo que tardó en atender una mesa llena de borrachínes patibularios, se acercó a donde yo estaba.

¿Ya has escrito mi poesía? -dijo sentándose a mi lado. Rosario tiene los ojos oscuros, yo diría que negros, y las caderas anchas.

– Más o menos -dije con una ligerísima sensación de triunfo.

– A ver, léemela.

– Mis poemas no son para ser recitados, sino para ser leídos -dije. Creo que José Emilio Pacheco hace poco afirmó algo similar.

– Pues por eso, léemelo -dijo Rosario.