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10 de diciembre

Librería Orozco, en Reforma, entre Oxford y Praga: Nueve novísimos poetas gachupines, Cuerpos y bienes, de Robert Desnos y El informe de Brodie, de Borges. Librería Milton, en Milton con Darwin: Una noche con Hamlet y otros poemas, de Vladimir Holan, una antología de Max Jacob y una antología de Gunnar Ekelof. Librería El Mundo, en Río Nazas: una selección de poemas de Byron, Shelley y Keats, Rojo y negro, de Stendhal (que ya he leído) y los Aforismos de Lichtenberg traducidos por Alfonso Reyes. Por la tarde, mientras ordenaba mis libros en el cuarto, he pensado en Reyes. Reyes podría ser mi casita. Leyéndolo sólo a él o a quienes él quería uno podría ser inmensamente feliz. Pero eso es demasiado fácil.

11 de diciembre

Antes no tenía tiempo para nada, ahora tengo tiempo para todo. Vivía montado en camiones y metros, obligado a recorrer la ciudad de norte a sur por lo menos dos veces al día. Ahora me desplazo a pie, leo mucho, escribo mucho, hago el amor cada día. En nuestro cuarto de vecindad ya comienza a crecer una pequeña biblioteca producto de mis hurtos y visitas a librerías. La última, la librería Batalla del Ebro: su dueño es un español viejito llamado Crispín Zamora. Creo que hemos simpatizado. La librería, por supuesto, está la mayor parte del tiempo desierta y a don Crispín le gusta leer pero no desdeña pasarse horas enteras hablando de lo que sea. También yo necesito a veces hablar. Le confesé que visitaba sistemáticamente las librerías del DF buscando a dos amigos desaparecidos, que robaba libros porque no tenía dinero (don Crispín de inmediato me regaló un ejemplar de Eurípides editado por Porrúa y traducido por el padre Garibay), que admiraba a Alfonso Reyes porque no sólo sabía griego y latín sino también francés, inglés y alemán, que ya no iba a la universidad. Todo lo que le cuento le hace gracia, menos que no estudie, pues tener una carrera es necesario. La poesía le produce desconfianza. Al aclararle que yo era poeta, dijo que desconfianza no era en realidad la palabra exacta y que él había conocido a algunos. Quiso leer mis poemas. Cuando se los traje noté que se quedaba un poco perplejo, pero acabada la lectura no dijo nada. Sólo me preguntó por qué utilizaba tantas palabras malsonantes. ¿Qué quiere decir, don Crispín?, pregunté. Blasfemias, groserías, tacos, insultos. Ah, eso, le dije, bueno, debe ser por mi carácter. Al irme esa tarde don Crispín me regaló Ocnos, de Cernuda, y me rogó que estudiara a aquel poeta, que también, por cierto, tenía un carácter de los mil demonios.

12 de diciembre

Después de acompañar a Rosario hasta las puertas del Encrucijada Veracruzana (todas las meseras, incluida Brígida, me saludan efusivamente, como si me hubiera convertido en alguien del gremio o de la familia, todas convencidas de que llegaré a ser alguien importante en la literatura mexicana), mis pasos me llevaron sin un plan preconcebido hasta Río de la Loza, hasta el hotel La Media Luna, en donde se hospeda Lupe.

En la recepción, una especie de cajón empapelado con flores y venados sangrantes mucho más siniestro de lo que recordaba, un tipo chaparrito, de espaldas anchas y cabezón, me dijo que allí no se alojaba ninguna Lupe. Exigí ver el registro. El recepcionista dijo que eso era imposible, que el registro era algo absolutamente confidencial. Argüí que se trataba de mi hermana, separada de mi cuñado, y que yo venía precisamente a traerle dinero para que pagara el hotel. El recepcionista debía tener una hermana en parecidas circunstancias, pues inmediatamente se volvió más comprensivo.

– ¿Su hermana de usted es una morenita muy delgada que atiende por Lupe?

– Esa misma.

– Espérese tantito, que la llamo.

Mientras el recepcionista subía a buscarla me puse a mirar el registro. La noche del 30 de noviembre había entrado una tal Guadalupe Martínez. También, ese mismo día, se había hospedado una Susana Alejandra Torres, un Juan Aparicio y una María del Mar Jiménez. Llevado por mi instinto pensé que Susana Alejandra Torres era la Lupe que yo buscaba y no Guadalupe Martínez. Decidí no esperar a que el recepcionista bajara y subí de tres en tres las escaleras hasta el segundo piso, habitación 201, en donde se hospedaba Susana Alejandra Torres.

Llamé una sola vez. Oí pasos, una ventana que se cerraba, cuchicheos, más pasos, y finalmente la puerta se abrió y me encontré cara a cara con Lupe.

Era la primera vez que la veía tan maquillada. Tenía los labios pintados de un rojo intenso, los ojos con rímel, las mejillas embadurnadas de purpurina. Me reconoció enseguida:

– El amigo de María -exclamó con no disimulada alegría.

– Déjame pasar -dije yo. Lupe miró a sus espaldas y luego me franqueó la puerta. La habitación era un revoltijo de ropas de mujer desparramadas por los lugares más peregrinos.

Supe de inmediato que no estábamos solos. Lupe llevaba una bata verde y fumaba sin parar. Oí un ruido en el baño. Lupe me miró y luego miró hacia la puerta del baño que estaba entornada. Supuse que sería un cliente. Pero entonces vi, tirado en el suelo, un papel con dibujos, el proyecto de la nueva revista real visceralista y el descubrimiento me llenó de alarma. Pensé, de manera bastante ilógica, que María estaba en el baño, pensé que Angélica estaba en el baño, no supe cómo iba a justificar ante ellas mi presencia en el hotel La Media Luna.

Lupe, que no me quitaba la vista de encima, notó mi descubrimiento y se echó a reír.

– Ya puedes salir, es el amigo de tu hija -gritó.

La puerta del baño se abrió y apareció Quim Font enfundado en una bata blanca. Tenía los ojos llorosos y restos de lápiz de labio por la cara. Me saludó efusivamente. En la mano llevaba la carpeta con el proyecto de la revista.

– Ya ves, García Madero -dijo-, siempre trabajando, siempre con los ojos bien abiertos.

Después me preguntó si había pasado por su casa.

– Hoy no he ido -dije y volví a pensar en María y todo me pareció insoportablemente sórdido y triste.

Nos sentamos los tres en la cama, Quim y yo en los bordes y Lupe bajo las sábanas.

¡La situación, bien mirada, era insostenible!

Quim sonreía, Lupe sonreía y yo sonreía y ninguno se atrevía a decir nada. Un desconocido habría conjeturado que estábamos allí para hacer el amor. La idea era macabra. De sólo pensarlo sentí un temblor en el vientre. Lupe y Quim seguían sonriendo. Por decir algo me puse a hablar de la purga que estaba haciendo Arturo Belano en las filas del realismo visceral.

– Ya era hora -dijo Quim-, hay que echar a los aprovechados y a los ineptos. En el movimiento sólo deben quedar las almas puras como tú, García Madero.

– Eso es verdad -admití-, pero también creo que mientras más seamos, mejor.

– No, el número es una ilusión. García Madero. Para el caso que nos ocupa, cinco o cincuenta son lo mismo. Yo ya se lo había dicho a Arturo. Cortar cabezas. Reducir el círculo interno hasta convertirlo en un punto microscópico.

Me pareció que desvariaba y no dije nada.

– ¿Adonde íbamos a llegar con un pendejo como Pancho Rodríguez, dime tú?

– No sé -dije.

– ¿Acaso te parece buen poeta? ¿Te parece un ejemplar de artista de vanguardia mexicano?

Lupe no abría la boca. Sólo nos miraba y sonreía. Le pregunté a Quim si se sabía algo de Alberto.

– Somos pocos y aún seremos menos -dijo Quim enigmáticamente. No supe si se refería a Alberto o a los real visceralistas.

– También han expulsado a Angélica -dije.

– ¿A mi hija Angélica? Vaya, ésa sí que es una noticia, hombre, no tenía ni idea. ¿Y eso cuándo fue?

– No lo sé, me lo contó Jacinto Requena -dije.