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– ¡Una poeta que ha ganado el premio Laura Damián! ¡Se necesita valor, ciertamente! ¡No lo digo porque sea mi hija!

– ¿Por qué no salimos a dar una vuelta? -dijo Lupe.

– A callar, Lupita, que estoy pensando.

– No seas sangrón, Joaquín, a mí no me hagas callar, yo no soy tu hija, ¿de acuerdo?

Quim se rió quedamente. Una risa conejil que apenas perturbó sus músculos faciales.

– Claro que no eres mi hija. Tú eres incapaz de escribir tres palabras sin una falta de ortografía.

– A poco crees que soy analfabeta, pendejo. Claro que soy capaz.

– No, no eres capaz -dijo Quim haciendo un esfuerzo desproporcionado para pensar. En la cara se le dibujó un gesto de dolor que me recordó el que vi en el rostro de Pancho Rodríguez, en el café Amarillo.

– A ver, ponme a prueba.

– No debieron hacerle eso a Angélica. Esos cabrones juegan con la sensibilidad ajena de una manera que me da vértigo. Tendríamos que comer algo. Me estoy mareando -dijo Quim.

– No seas ojo y ponme a prueba -dijo Lupe.

– Tal vez Requena exageró, tal vez Angélica pidió la baja voluntaria. Como habían expulsado a Pancho…

– Pancho, Pancho, Pancho. Ese hijo de la chingada no existe. No es nadie. A Angélica le importa madre si lo expulsan, si lo matan o le dan un premio. Es una especie de Alberto -añadió en voz baja y señalándome con la cabeza a Lupe.

– No te pongas así, Quim, yo lo decía porque fueron novios, ¿no?

– ¿Qué dices, Quim? -dijo Lupe.

– Nada que te importe.

– Ponme a prueba entonces, buey. ¿Quién te crees que soy?

– Raíz -dijo Quim.

– Eso está fácil, dame papel y lápiz.

Arranqué una hoja de mi libreta y se la alcancé junto con mi Bic.

– He llorado tanto -dijo Quim mientras Lupe se enderezaba en la cama, las rodillas levantadas, el papel apoyado en las rodillas-, tanto y tan inútilmente.

– Todo se tiene que arreglar -dije.

– ¿Has leído alguna vez a Laura Damián? -me preguntó con un aire ausente.

– No, nunca.

– Aquí está, a ver qué tal -dijo Lupe enseñándole el papel. Quim arrugó el ceño y dijo: regular-. Díctame otra, pero que esta vez sea difícil de verdad.

– Angustia -dijo Quim.

– ¿Angustia? Está fácil.

– Tengo que hablar con mis hijas -dijo Quim-, tengo que hablar con mi mujer, con mis colegas, con mis amigos. Tengo que hacer algo, García Madero.

– Tómatelo con calma, tienes tiempo, Quim.

– Oye, de esto ni una palabra a María, ¿eh?

– Entre tú y yo, Quim.

– ¿Qué tal me quedó? -dijo Lupe.

– Muy bien, García Madero, como debe de ser. Ya te regalaré el libro de Laura Damián.

– ¿Qué tal, eh? -Lupe me mostró el papel a mí. Había escrito la palabra angustia a la perfección.

– Mejor imposible -dije.

– Zarrapastrosa -dijo Quim.

– ¿Mande?

– Escribe la palabra zarrapastrosa -dijo Quim.

– Híjole, ésa sí que es difícil -dijo Lupe y se aplicó de inmediato.

– De esto, entonces, ni una palabra a mis hijas. A ninguna de las dos, cuento con tu palabra, García Madero.

– Por supuesto -dije.

– Ahora lo mejor es que te vayas. Voy a seguir un ratito dándole clases de español a esta burra y luego yo también me pondré en acción.

– De acuerdo, Quim, entonces ahí nos vemos.

Al levantarme la cama se movió y Lupe murmuró algo, pero no alzó los ojos del papel en el que escribía. Vi un par de borrones. Se estaba esforzando.

– Si ves a Arturo o a Ulises diles que lo que han hecho no está nada bien.

– Si los veo -dije yo encogiéndome de hombros.

– No es una buena manera de hacer amigos. Ni de conservarlos.

Hice como que me reía.

– ¿Necesitas dinero, García Madero?

– No, Quim, para nada, gracias.

– Ya sabes que cuentas conmigo. Yo también fui joven y alocado. Ahora vete. Nosotros de aquí a un ratito nos vestiremos y saldremos a comer algo.

– Mi bolígrafo -dije.

– ¿Qué? -dijo Quim.

– Me voy. Quiero mi bolígrafo.

– Déjala que termine -dijo Quim mirando a Lupe por encima del hombro.

– A ver, qué tal -dijo Lupe.

– Mal escrito -dijo Quim-, te tendría que dar unos cuantos azotes.

Pensé en la palabra zarrapastroso. Creo que yo tampoco la hubiera sabido escribir bien a la primera. Quim se levantó y fue al baño. Cuando salió llevaba en la mano un lapicero negro y oro. Me guiñó un ojo.

– Devuélvele el bolígrafo y escribe con esto -dijo.

Lupe me devolvió mi Bic. Adiós, le dije. No me devolvió el saludo.

13 de diciembre

Llamé a María. Hablé con la criada. No está la señorita María. ¿Cuándo llegará? Ni idea, de parte de quién. No quise darle mi nombre y colgué. Estuve en el café Quito a ver si aparecía alguien por allí, pero fue inútil. Volví a llamar a María. Nadie contestó el teléfono. Me fui caminando hasta Montes, donde vive Jacinto. No había nadie. Comí una torta en la calle y terminé dos poemas empezados ayer. Nueva llamada al domicilio de los Font. Esta vez contestó una voz de mujer inidentificable. Pregunté si era la señora Font.

– No, no soy -dijo la voz con un tono que me erizó los pelos.

Evidentemente, no era la voz de María. Tampoco era la de la criada con quien hacía poco había hablado. Sólo me quedaba Angélica o una extraña, tal vez la amiga de una de las hermanas.

– ¿Bueno, con quién hablo?

– ¿Con quién quiere hablar? -dijo la voz.

– Con María o con Angélica -dije yo sintiéndome al mismo tiempo estúpido y atemorizado.

– Soy Angélica -dijo la voz-. ¿Con quién hablo?

– Con Juan -dije yo.

– Qué tal, Juan. ¿Cómo estás?

No puede ser Angélica, pensé, es absolutamente imposible. Pero también pensé que en esa casa estaban todos locos y que sí que podía ser posible.

– Estoy bien -dije temblando-. ¿Está María?

– No está -dijo la voz.

– Bueno, ya volveré a llamar -dije.

– ¿Quieres dejarle un recado?

– ¡No! -dije y colgué.

Me tomé la temperatura con la mano. Debía de tener fiebre. En ese momento deseé estar con mis tíos, en mi casa, estudiando o viendo la tele, pero comprendí que no había vuelta atrás, que sólo tenía a Rosario y el cuarto de vecindad de Rosario.

Sin que me diera cuenta creo que me puse a llorar. Caminé al azar por las calles del DF y cuando quise orientarme me hallaba en medio de unas calles desangeladas de la colonia Anáhuac, entre arbolitos agonizantes y paredes descascaradas. Me metí en una cafetería de la calle Texcoco y pedí un café con leche. Me lo sirvieron tibio. No sé cuánto tiempo estuve allí.

Cuando salí ya era de noche.

Desde otro teléfono público volví a llamar a casa de las Font. Contestó la misma voz de mujer.

– Hola, Angélica, soy Juan García Madero -dije.

– Hola -dijo la voz.

Sentí náuseas. En la calle unos niños jugaban al fútbol.

– He visto a tu padre -dije-. Estaba con Lupe.

– ¿Cómo?

– En el hotel en donde tenemos a Lupe. Tu padre estaba allí.

– ¿Qué hacía allí? -Una voz sin inflexiones, como si estuviera hablando con la luna, pensé.

– Le hacía compañía -dije.

– ¿Lupe está bien?

– Como una rosa -dije-. El que no parecía muy bien era tu papá. Me pareció que había llorado, aunque cuando yo llegué se puso mejor.

– Ah -dijo la voz-. ¿Y por qué lloraría?

– No lo sé -dije-. Tal vez de arrepentimiento. O tal vez de vergüenza. Me pidió que no te lo dijera.

– ¿Que no me dijeras qué?

– Que lo había visto allí.

– Ah -dijo la voz.

– ¿Cuándo llegará María? ¿Sabes dónde está?

– En la Escuela de Danza -dijo la voz-. Y yo ahorita me iba también.

– ¿Adonde?

– A la universidad.

– Bueno, adiós, entonces.

– Adiós -dijo la voz.

Volví caminando hasta Sullivan. Cuando cruzaba Reforma, a la altura de la estatua de Cuauhtémoc, oí que me llamaban.