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– Arriba las manos, poeta García Madero.

Al volverme vi a Arturo Belano y a Ulises Lima y me desmayé.

Cuando desperté estaba en el cuarto de Rosario, acostado, con Ulises y Arturo a cada lado de la cama intentando vanamente que bebiera una infusión que acababan de prepararme. Les pregunté qué había pasado, dijeron que me había desmayado, que vomité y que luego me puse a decir incoherencias. Les conté lo de mi llamada telefónica a casa de las Font. Dije que fue eso lo que me puso enfermo. Al principio no me creyeron. Después escucharon con atención una versión detallada de mis últimas aventuras y dieron su veredicto.

Según ellos, el problema radicaba en que no fue Angélica la persona con la que yo había hablado.

– Y eso, además, tú lo sabías, García Madero, por eso te pusiste enfermo -dijo Arturo-, de la pinche impresión.

– ¿Qué es lo que sabía?

– Que era otra persona y no Angélica -dijo Ulises.

– No, yo no lo sabía -dije.

– Inconscientemente sí -dijo Arturo.

– ¿Pero entonces quién era?

Arturo y Ulises se rieron.

– En realidad, la solución es muy fácil y divertida.

– No me amenaces más y suéltalo -dije.

– Piensa un poco -dijo Arturo-. A ver, utiliza la cabeza, ¿era Angélica?, evidentemente no, ¿era María?, menos. ¿Quién queda? La sirvienta, pero ella a la hora en que tú llamaste no está en casa y además ya antes habías hablado con ella y hubieras reconocido su voz, ¿verdad?

– Verdad -dije-. La sirvienta seguro que no.

– ¿Quién queda? -dijo Ulises.

– La mamá de María y Jorgito.

– No creo que fuera Jorgito, ¿verdad?

– No, Jorgito no pudo ser -admití.

– ¿Y a María Cristina la ves haciendo ese teatro?

– ¿Se llama María Cristina la mamá de María?

– Ése es su nombre -dijo Ulises.

– No, la neta es que no, ¿pero entonces quién? Ya no queda nadie.

– Alguien lo suficientemente loco como para imitar la voz de Angélica -dijo Arturo y me miró-. La única persona en esa casa capaz de hacer una broma perturbadora.

Los contemplé a ambos mientras la respuesta poco a poco iba formándose en mi cabeza.

– Caliente, caliente… -dijo Ulises.

– Quim -dije yo.

– No hay otro -dijo Arturo.

– ¡Qué hijo de la chingada!

Más tarde recordé la historia del sordomudo que me contó Quim y pensé en los maltratadores de niños que en su infancia han sido niños maltratados. Aunque ahora que lo escribo no consigo ver con la misma claridad que entonces la relación causa-efecto entre el sordomudo y el cambio de personalidad de Quim. Después salí hecho una fiera a la calle y gasté varias monedas en inútiles llamadas a casa de María. Hablé con su mamá, con la sirvienta, con Jorgito y a última hora de la noche con Angélica (esta vez sí, la Angélica de verdad), pero nunca estaba María, y Quim no se quiso poner al teléfono en ninguna ocasión.

Durante un rato Belano y Ulises Lima me acompañaron. Mientras hacía las primeras llamadas telefónicas les di a leer mis poemas. Dijeron que no estaban mal. La purga del real visceralismo es sólo una broma, dijo Ulises. ¿Pero los purgados saben que se trata sólo de eso? Claro que no, entonces no tendría ninguna gracia, dijo Arturo. ¿Así que no hay nadie expulsado? Claro que no. ¿Y ustedes qué han estado haciendo todo este tiempo? Nada, dijo Ulises.

– Hay un hijo de puta que nos quiere pegar -reconocieron más tarde.

– Pero ustedes son dos y él sólo uno.

– Pero nosotros no somos violentos, García Madero -dijo Ulises-. Al menos, yo no, y Arturo ahora tampoco.

Por la noche, entre llamada y llamada a casa de las Font, estuve con Jacinto Requena y Rafael Barrios en el café Quito. Les conté lo que me habían dicho Belano y Ulises. Deben de estar averiguando cosas de Cesárea Tinajero, dijeron.

14 de diciembre

A los real visceralistas nadie les da NADA. Ni becas ni espacios en sus revistas ni siquiera invitaciones para ir a presentaciones de libros o recitales.

Belano y Lima parecen dos fantasmas.

Si simón significa sí y nel significa no, ¿qué significa simonel?

Hoy no me siento muy bien.

15 de diciembre

A don Crispín Zamora no le gusta hablar de la guerra de España. Le pregunté, entonces, la razón por la que bautizó su librería con un nombre que evoca hechos marciales. Confesó que no se lo puso él, sino el propietario anterior, un coronel de la República que se cubrió de gloria en dicha batalla. En las palabras de don Crispín descubro un deje de ironía. Le hablo, a petición suya, del realismo visceral. Después de hacer algunas observaciones del tipo «el realismo nunca es visceral», «lo visceral pertenece al mundo onírico», etcétera, que más bien me desconciertan, postula que a los muchachos pobres no nos queda otro remedio que la vanguardia literaria. Le pregunto a qué se refiere exactamente con la expresión «muchachos pobres». Yo no soy precisamente un ejemplar de «muchacho pobre». Al menos no en el DF. Pero luego pienso en el cuarto de vecindad que Rosario comparte conmigo y mi desacuerdo inicial comienza a desvanecerse. El problema con la literatura, como con la vida, dice don Crispín, es que al final uno siempre termina volviéndose un cabrón. Hasta allí tenía la impresión de que don Crispín hablaba por hablar. De hecho, yo estaba sentado en una silla mientras él no paraba de moverse cambiando libros de lugar o quitándole el polvo a rimeros de revistas. En determinado momento, sin embargo, don Crispín se volvió y me preguntó cuánto le cobraría por acostarme con él. He visto que no andas sobrado de pesos y sólo por eso me atrevo a hacerte esta proposición. Me quedé helado.

– Ya la regó, don Crispín -dije.

– Hombre, no te lo tomes a mal, sé que soy viejo y por eso te propongo una transacción, digamos que una recompensa.

– ¿Es usted homosexual, don Crispín?

La pregunta, apenas formulada, supe que era estúpida y me sonrojé. No esperé su respuesta. ¿Se ha creído que yo soy homosexual? ¿No lo eres?, dijo don Crispín.

– Ay, ay, ay, qué metida de pata, por Dios, perdóname, hombre -dijo don Crispín y se echó a reír.

Mis ganas de salir huyendo de La Batalla del Ebro que experimenté al principio se evaporaron. Don Crispín me pidió que le dejara la silla porque la risa le podía provocar un ataque al corazón. Cuando se calmó, entre renovadas excusas, me dijo que lo comprendiera, que él era un homosexual tímido (¡para no hablar ya de mi edad, Juanito!) y que había perdido toda la práctica en el difícil cuando no enigmático arte de ligar. Debes pensar, y con razón, que soy un burro, dijo. Después me confesó que hacía por lo menos cinco años que no se acostaba con nadie. Antes de irme, por las molestias, insistió en regalarme la obra completa de Sófocles y Esquilo editada por Porrúa. Le dije que no había sido ninguna molestia, pero me pareció impertinente no aceptar su regalo. La vida es una mierda.

16 de diciembre

He enfermado de verdad. Rosario me ha obligado a quedarme en la cama. Antes de irse a trabajar ha salido a pedir prestado un termo a una vecina y me ha dejado medio litro de café. También cuatro aspirinas. Tengo fiebre. He empezado y terminado dos poemas.

17 de diciembre

Hoy ha venido a verme un médico. Ha mirado el cuarto, ha mirado mis libros y luego me ha tomado la presión y me ha tocado por diferentes partes del cuerpo. Después se ha puesto a hablar con Rosario en un rincón, en susurros, moviendo los hombros para dar mayor fuerza a sus palabras. Al marcharse le dije a Rosario que cómo era eso de que hiciera venir a un médico sin antes consultármelo. ¿Cuánto te has gastado?, le dije. Eso no importa, papacito, sólo importas tú.