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«No es como si pidiera algo nuevo, algo que no hubieras aceptado, hecho, gozado. No es tan malo acostarse con un fantasma. ¿Qué me dices de aquella noche en casa de la vieja Mrs. Diamond, en el cobertizo de la playa? Una verdadera tamasha, ¿no crees? ¿Y quién te lo preparó? Mira, yo puedo tomar la forma que prefieras; es una de las ventajas de mi condición. ¿Deseas otra vez a la fulana de la edad de piedra que estaba en el cobertizo? A las tres. ¿Quieres la viva imagen del témpano de tu escaladora, esa marimacho sudorosa? Pues allakazoo, allakazam. ¿Quién crees que estaba allí esperándote cuando murió la vieja?»

Él pasó la noche recorriendo las calles de la ciudad, que ahora estaban quietas, normales, como si hubieran sido sometidas otra vez a leyes naturales; mientras Rekha -que flotaba en su alfombra delante de él, un poco más arriba de su cabeza, como una artista en un escenario- le daba la más dulce de las serenatas acompañándose con un viejo armonio con costados de marfil, cantando de todo, desde los gazals de Faiz Ahmed Faiz hasta la mejor música de viejas películas, como la intrépida canción que entona la danzarina Anarkali en presencia del gran mogol Akbar en el clásico de los años cincuenta Mughal-e-Azam, para proclamar con gozo su amor imposible y prohibido por el príncipe Salim, «Pyaar kiya to darna kya?». Es decir, poco más o menos, ¿por qué temer al amor? Y Gibreel, que fue abordado cuando se hallaba en el jardín de la duda, sentía que la música le prendía el corazón con unos hilos que lo llevaban hacia ella, porque lo que Rekha le pedía era, como decía ella, tan poca cosa, al fin y al cabo.

Llegó al río, y a otro banco, camellos de hierro forjado que sostenían unos maderos debajo del obelisco de Cleopatra. Se sentó y cerró los ojos. Rekha cantaba unos versos de Faiz:

No me pidas, mi amor,
aquel amor que te tuve…
Qué hermosa eres aún, mi amor,
mas yo estoy desvalido;
porque el mundo tiene otras penas además del amor,
y otros placeres también.
No me pidas, mi amor,
aquel amor que te tuve.

Gibreel vio a un hombre dentro de sus ojos cerrados; no Faiz, sino otro poeta, ya muy caduco, un sujeto decrépito. Sí, así se llamaba: Baal. ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Qué tenía que decir? Porque, desde luego, trataba de decir algo; pero su voz ronca y su manera de arrastrar las sílabas hacían difícil entenderle… A toda idea nueva, Mahound, se le hacen dos preguntas. La primera, cuando aún es débil, ¿QUÉ clase de idea eres tú? ¿Eres de la clase que transige, pacta, se amolda a la sociedad, busca una buena posición y procura sobrevivir; o eres el tipo de recondenada y bestia noción atravesada, intratable y rígida que prefiere partirse antes que doblegarse al viento? ¿La clase de idea que casi indefectiblemente, noventa y nueve veces de cada cien, queda machacada; pero, a la que hace cien, te cambia el mundo?

«¿Cuál es la segunda pregunta?», preguntó Gibreel en voz alta.

Antes contesta la primera.

* * *

Gibreel, cuando abrió los ojos al amanecer, encontró a Rekha incapaz de cantar, silenciada por la expectación y la incertidumbre. Él se lo soltó sin más tardar: «Es una trampa. No hay más Dios que Dios. Tú no eres ni la Entidad ni Su adversario, sino sólo una niebla que chilla. No hay trato; yo no pacto con las nieblas.» Entonces él vio cómo las esmeraldas y los brocados se desprendían de su cuerpo, seguidos de la carne, hasta que sólo quedó el esqueleto que también se deshizo; finalmente, se oyó un grito lastimoso y penetrante cuando lo que quedaba de Rekha voló hacia el sol con el furor del vencido.

Y no volvió, salvo al -o cerca del- final.

Gibreel, convencido de haber pasado una prueba descubrió que un gran peso se le había quitado de encima; sentía cómo, por segundos, iba invadiéndole la alegría, hasta que, cuando acabó de salir el sol, estaba delirante de júbilo. Ahora podía empezar su labor: la tiranía de sus enemigas, de Rekha y Alleluia Cone y de todas las mujeres que deseaban encadenarlo con deseos y canciones, había sido derrotada definitivamente; ahora sentía que, de un punto situado detrás de su cabeza, volvía a brotar la luz, y también que su peso disminuía. Sí, perdidos los últimos vestigios de su humanidad, ahora se le restituía la facultad de volar, ahora se hacía etéreo tejido de aire iluminado. Ahora mismo podía alzarse desde este parapeto ennegrecido y planear sobre el viejo río gris, o saltar desde cualquiera de sus puentes y no volver a tocar tierra. Sí; había llegado el momento de mostrar un prodigio a la ciudad, y cuando sus gentes, amedrentadas, divisaran al arcángel Gibreel alzándose sobre el horizonte del oeste con toda su majestad, bañado por los primeros rayos del sol, se arrepentirían de sus pecados.

Empezó a expandir su persona.

¡Qué raro que, de todos los conductores que bajaban por el Embankment como un torrente -al fin y al cabo, era hora punta-, ni uno solo mirase en su dirección o se fijase en él! Realmente, aquella gente había perdido la facultad de ver. Y, puesto que las relaciones entre hombres y ángeles son ambiguas -los ángeles o mala'ikah son a un tiempo guardianes de la naturaleza e intermediarios entre la Deidad y la raza humana; pero, al mismo tiempo, como dice claramente el Quran, Nos dijimos a los ángeles, sed sumisos con Adán, simbolizando la capacidad del hombre para dominar, por el conocimiento, las fuerzas de la naturaleza representadas por los ángeles-, poco podía hacer el desconocido y contrariado malak Gibreel. Los arcángeles sólo pueden hablar cuando a los hombres les da la gana de escuchar. ¡Qué pandilla! ¿No había él advertido desde el principio a la Super-Entidad sobre esta partida de criminales y pecadores? «¿Vas a poner en la tierra a gentes que causan daño en ella y derraman sangre?», había preguntado él, y el Ser, como siempre, respondió que tenía sus razones. Pues allí los tenía, a los amos de la tierra, enlatados como atún sobre ruedas y más ciegos que murciélagos, con la cabeza llena de malas ideas, y el periódico, de sangre. Realmente, era increíble. Aquí aparecía un ser celestial, todo luz, fulgor y bondad, más grande que el Big Ben, capaz de poner un pie en cada orilla del Támesis, a lo coloso, y aquellos mosquitos seguían inmersos en el programa de radio-motor y en sus trifulcas con otros automovilistas. «Yo soy Gibreel», dijo con una voz que hizo temblar todos los edificios de la orilla: nadie se enteró. Ni una sola persona salió corriendo de los edificios que se tambaleaban, para escapar del terremoto. Ciegos, sordos y dormidos.

Él decidió forzar las cosas.

El río del tráfico fluía delante de él. Aspiró profundamente, levantó un pie gigantesco y salió a enfrentarse a los coches.

* * *

Gibreel Farishta fue devuelto a los umbrales de Allie, maltrecho, con magulladuras en la cara y los brazos, y vuelto a la cordura por efecto del traumatismo, por un señor bajito, de calva reluciente y muy tartamudo que, con bastante dificultad, se presentó como el productor cinematográfico S. S. Sisodia, «también llamado Whi-whisky, por mi afi-fi-afición a las co-co-copas, se-señora, mi ta-ta-tarjeta». (Después, cuando se conocían mejor, Sisodia hacía desternillarse de risa a Allie subiéndose la pernera derecha del pantalón por encima de la rodilla y colocando sus enormes gafas de hombre de cine en la espinilla diciendo: «Autorretra-tra-trato.» Tenía buena vista para según qué cosas. «No necesito gafas para las peee-películas, pero la realidad está demasiado cerca.») La limousine alquilada por Sisodia atropello a Gibreel, un atropello a cámara lenta, por fortuna, debido a lo congestionado del tráfico; el actor acabó en el capó, pronunciando la frase más antigua del cine: ¿Dónde estoy? Sisodia, al ver las legendarias facciones del desaparecido semidiós aplastadas contra el parabrisas, estuvo a punto de gritar: Has vu-vuelto a ca-casa. «No hay fra-fra-fracturas -dijo Sisodia a Allie-. Un mi-mi-milagro. Se pu-pu-puso delante de mi ve-ve-vehículo.»