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Cuando a Gibreel se le aclaró la vista, el alma perdida se había marchado, pero ahora tenía delante, flotando en su alfombra, a medio metro del suelo, a Rekha Merchant, que se burlaba de él en su perplejidad. «No ha sido un gran comienzo -comentó resoplando-. Vaya un arcángel. Gibreel janab, estás mal de la cabeza, te lo digo yo. Interpretaste a demasiados personajes alados y eso no podía ser bueno para ti. Y, en tu lugar, yo no me fiaría de esa Deidad tuya -agregó en tono más confidencial, si bien Gibreel sospechó que su intención seguía siendo satírica-. Él mismo se delató al embarullar la respuesta a tu pregunta de si era Oopar o era Neechay. Este criterio de separación de funciones, luz contra tinieblas, el mal contra el bien, puede tener sentido en el Islam (Oh, hijos de Adán, no permitáis que el diablo os seduzca, como expulsó a vuestros padres del paraíso, arrancándoles el vestido para mostrarles su vergüenza), pero no tienes más que remontarte un poco y verás que se trata de una invención bastante reciente. Amos, en el siglo octavo a. C, pregunta: "¿Puede haber mal en una ciudad y no ser obra del Señor?" El mismo Yavé, citado doscientos años después en Deutero-Isaías, explica: "Yo hago la luz y creo las tinieblas; Yo hago la paz y creo el mal; Yo, el Señor, hago todas estas cosas." Y no es hasta el siglo cuarto a. C, en el Libro de las Crónicas, cuando se usa la palabra shaitan para designar un ser y no sólo un atributo de Dios.» Este discurso, evidentemente, nunca hubiera podido pronunciarlo la Rekha «real», que descendía de una tradición politeísta y jamás manifestó ni asomo de interés por la comparación de las religiones y, mucho menos, por los Apócrifos. Pero Gibreel sabía que la Rekha que le perseguía desde que cayó del Bostan no era real de una manera objetiva, psicológica o físicamente coherente. Entonces, ¿qué era? Sería fácil imaginarla como algo creado por él mismo, su propia cómplice-adversaria, su demonio interior. Ello explicaría su desparpajo con el arcano. Pero ¿cómo había adquirido él estos conocimientos? ¿Realmente los poseyó en tiempos y luego los perdió, como le informaba ahora su memoria? (Tenía la molesta sensación de que aquí había algo que no acababa de encajar, pero cuando trataba de concentrar sus pensamientos en su «época de tinieblas», es decir, aquel período durante el cual, inexplicablemente, dejó de creer en su condición angélica, se veía ante un espeso frente de nubes, a través del cual, por más que se esforzaba, apenas distinguía unas sombras.) ¿O podía ser que el material que ahora le llenaba el pensamiento, trasunto, digamos por vía de ejemplo, de cómo sus ángeles-lugartenientes Ithuriel y Zephon encontraron al adversario agazapado como un sapo junto al oído de Eva en el Edén, utilizando sus artes «para llegar / A los órganos que la intrigaban, y forjar con ellos / Las ilusiones de su mayor agrado, fantasmas y sueños», que este material, decía, hubiera sido introducido en su cabeza por aquella misma ambigua Criatura, aquel De Arriba y De Abajo que le había visitado en el dormitorio de Alleluia despertándolo de su largo sueño en vigilia? Entonces, quizá, también Rekha era emisaria de este Dios, una divina antagonista externa y no una sombra interna, nacida del remordimiento; alguien enviado para luchar contra él y hacerle otra vez completo.

Le sangraba la nariz, que empezó a latirle dolorosamente. No toleraba el dolor. «Siempre fuiste un llorón», reía Rekha en sus barbas. Shaitan comprendía mejor:

¿Vive quien ama su dolor?
¿Quién es el que, si encontrara el camino, no escaparía del infierno
aunque
hubiera sido condenado? Tú mismo, sin duda,
con osadía te aventurarás hasta el lugar
más alejado del dolor, en el que pudieras esperar trocar
el tormento por solaz…

Él no habría sabido decirlo mejor. La persona que se encontrara en un infierno recurriría a todo, violación, extorsión asesinato, felo de se, lo que fuera, con tal de poder salir… Se aplicó el pañuelo a la nariz y Rekha, presente todavía en su alfombra voladora e intuyendo su ascensión (¿o descenso?) al reino de la especulación metafísica, trató de llevar las cosas a terreno más familiar. «Debiste seguir conmigo -opinó-. Habrías podido quererme mucho. Yo sabía querer. No todo el mundo tiene esa facultad; yo sí la tengo, quiero decir la tenía. Querer no como esa rubia explosiva y egoísta que no hacía más que pensar en tener un hijo y ni siquiera te lo mencionó. Ni como tu Dios, que ya no es como en los viejos tiempos en que esas Personas se tomaban un interés.»

Se imponía replicar a varios extremos. «Tú estabas casada, de principio a fin -respondió-. Los cojinetes. Yo era tu plato de segunda mesa. Por lo que a Él atañe, yo, que durante tanto tiempo esperé que se manifestara, no voy a murmurar de Él post facto, después de la aparición personal. Finalmente, ¿a qué viene lo del niño? Por lo visto, tú no te detienes ante nada.»

«Y tú no sabes lo que es el infierno -replicó ella secamente, dejando caer la máscara de la imperturbabilidad-. Pero, descuida, campeón, lo sabrás. A una palabra tuya, yo habría dejado al pesado de los cojinetes al instante, pero tú, ni mu. Pues allá abajo nos veremos, Hotel Neechayvala.»

«¡Y qué ibas a dejar a tus hijos! -insistió él-. Los pobres, si hasta los tiraste desde la azotea antes de saltar.» Esto la hizo estallar. “¡Cállate! ¡No te atrevas a hablar! ¡Ya te arreglaré, míster! ¡Te freiré el corazón y me lo comeré con tostadas! Y, en cuanto a tu princesa Blancanieves, ella opina que los hijos son propiedad materna exclusivamente, porque los hombres vienen y se van, mientras que una se queda. Tú no eres más que la semilla, con perdón, y ella, el huerto. ¿Quién pide permiso a la semilla para plantarla? ¡Qué sabes tú, memo de Bombay, de las ideas modernas de las mamás!»

«¡Mira quién habló! -repuso él, indignado-. ¿Es que pediste permiso al papaíto para tirar a los niños desde la azotea?»

Ella desapareció, furiosa, entre humo amarillo, con una explosión que le hizo tambalearse y le tiró el sombrero (quedó con la copa hacia abajo, en la acera, a sus pies), al tiempo que producía un efecto olfativo de tan nauseabunda potencia que le provocó náuseas y arcadas. Gratuitas, ya que estaba totalmente vacío de comida y bebida por no haber tomado alimento alguno en muchos días. Ah, la inmortalidad, pensó, noble liberación de la tiranía del cuerpo. Advirtió que dos individuos lo contemplaban con curiosidad: un joven de aspecto agresivo, todo tachas y cuero, pelo arco iris a lo mohicano y zigzag de relámpago pintado en la nariz, y una señora de mediana edad y cara afable, con un pañuelo en la cabeza. Pues muy bien: aprovecharía la oportunidad. «Arrepentios -exclamó con vehemencia-. Yo soy el Arcángel del Señor.»

«Pobre tío», dijo el mohicano, que echó una moneda en el sombrero de Farishta y se fue. La señora afable, por el contrario, se inclinó confidencialmente hacia Gibreel y le entregó un folleto. «Esto le interesará.» Él vio que se trataba de propaganda racista que exigía la «repatriación» de toda la población negra del país. Gibreel dedujo que lo había tomado por un ángel blanco. O sea, que ni los ángeles se libraban de estas distinciones, advirtió con sorpresa. «Mírelo de esta manera -decía la señora, interpretando su silencio como duda y revelando, por su manera de hablar, en voz alta y recalcando las sílabas, que se daba cuenta de que él no era del todo pukka, un ángel bizantino, tal vez chipriota o griego, con el que debía usar su mejor "voz para el afligido"-. Imagine que toda esa gente fuera y llenara su país de usted, cualquiera que sea. ¿Qué? ¿Le gustaría eso?»