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«Yo espero el ascensor», respondió Gibreel dignamente.

Cuando llegó abajo, Orphia Phillips dobló una esquina y vio a Uriah Moseley apoyado en la garita de recogida de billetes de aquel modo tan suyo, y a Rochelle Watkins mirándole con una sonrisa bobalicona. Pero Orphia sabía lo que tenía que hacer. «¿Has dejado a Chelle tocar el palillo, Uri? -dijo con una cantilena-. Seguro que le encantaría.»

Los dos se irguieron bruscamente. Uriah empezó a defenderse con bravuconería: «No seas ordinaria, Orphia.» Pero la mirada de ella le dejó cortado. Luego, Uriah empezó a andar hacia ella, como en sueños, dejando plantada a Rochelle. «Muy bien, Uri -dijo ella con suavidad, sin apartar de él la mirada ni un instante-. Ven aquí. Ven con mamá.» Ahora atrás hasta el ascensor, y adentro con él, y luego arriba y adiós. Pero algo fallaba. El ya no andaba. Rochelle Watkins estaba a su lado, demasiado cerca la condenada, y él se había parado. «Díselo, Uriah -dijo Rochelle-. Dile que aquí abajo no funciona su estúpido obeah.» Uriah pasaba el brazo alrededor de Rochelle Watkins. No era así como ella lo había soñado, como ella estaba rematadamente segura que sería, después de que el tal Gibreel le tomara la mano, así, ni más ni menos que si estuvieran destinados; farsante, pensó. Pero ¿qué le ocurría? Se adelantó. «Sácamela de encima, Uriah -gritó Rochelle-. Me destroza el uniforme y todo.» Ahora, Uriah, agarrando a la frenética taquillera por las muñecas, le comunicó la noticia: «¡Me caso con ella! -Y Orphia se quedó sin ánimo de luchar. Las trencitas dejaron de saltar haciendo tintinear los abalorios-. O sea que estás fuera de servicio, Orphia Phillips -prosiguió Uriah, resoplando un poco-. Y, como ha dicho la señorita, el obeah no cambiará nada.» Orphia, también respirando fatigosamente, con la ropa desordenada, se dejó caer al suelo y quedó sentada, apoyada en la pared curva del túnel. Hasta ellos subió el ruido de un tren que se acercaba; los prometidos para casarse corrieron a sus puestos, arreglándose la ropa y dejando a Orphia sentada en el suelo. «Muchacha -dijo Uriah Moseley a modo de despedida-, tú eras demasiado lanzada para mí.» Rochelle Watkins envió un beso a Uriah desde su garita de recogida de billetes; él, apoyado en su ascensor, se hurgaba los dientes. «Cocina casera -le había prometido Rochelle-. Y sin sorpresas.»

«¡Cochino golfo! -gritó Orphia Phillips a Gibreel después de subir por la escalera de caracol los doscientos cuarenta y siete escalones del desengaño-. Tú no eres un diablo decente. ¿Quién te pedía que me fastidiaras la vida?»

* * *

Hasta la aureola se ha apagado, como bombilla que se funde, y no sé dónde está la tienda. Gibreel, sentado en un banco de los jardincillos cercanos a la estación, cavilaba sobre la futilidad de su empeño. Y observó que, una vez más, afloraban blasfemias: si el dabba llevaba una marca equivocada y, por lo tanto, era puesto en un recipiente incorrecto, ¿era del dabbawalla la culpa? Si los efectos especiales -alfombra voladora o similar- no funcionaban y veías tremolar la orla azul en el contorno del viajero, ¿había que reprocharlo al actor? Ergo, si su cometido angélico dejaba que desear, ¿de quién era la culpa, por favor? ¿Suya o de algún otro Personaje? Los niños jugaban en el jardín de sus dudas, entre nubes de mosquitos, rosales y desesperación. Al escondite, a los cazafantasmas, a correr y parar. Eleoenedeerreeese, Londres. Gibreel se decía que la caída de los ángeles no era lo mismo que el Resbalón de la Mujer y el Hombre. En el caso de las personas humanas, se trataba de una cuestión moral. No comerás el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y comieron. La mujer primero y, a instancias suyas, el hombre, adquirieron las normas éticas verboten, con dulce sabor a manzana: la serpiente les proporcionó un sistema de valores. Permitiéndoles, entre otras cosas, juzgar a la propia Deidad, haciendo posibles, con el tiempo, las peliagudas preguntas: ¿Por qué el mal? ¿Por qué el sufrimiento? ¿Por qué la muerte? Y tuvieron que marcharse. Eso no quería que Sus criaturitas, tan monas ellas, se salieran del tiesto. Los niños se reían en su cara: hay algo extraaaño en el vecindaaario. Le encañonaban con sus desintegradoras como si de un fantasma de medio pelo se tratase. ¡Fuera de ahí!, ordenó una mujer, muy pulcra, blanca, pelirroja, con una ancha franja de pecas atravesada en la cara; había repugnancia en su voz. ¿Me habéis oído? ¡Ya! Mientras que el batacazo de los ángeles fue simple cuestión de poder: un caso clarísimo de celestial labor de policía, castigo a la rebelión, un buen escarmiento, no fuera a cundir el ejemplo. Y qué poca confianza en Sí misma tenía esta Deidad, Que no quería que Sus mejores creaciones distinguieran el bien del mal; y Que reinaba por el terror, exigiendo la sumisión incondicional incluso a Sus más íntimos colaboradores, despachando a los disidentes a Sus ardientes Siberias, a los gulags del infierno… Gibreel se contuvo. Éstos eran pensamientos satánicos que le metía en la cabeza Iblis-Beelzebub-Shaitan. Si la Entidad estaba castigándole todavía por su desfallecimiento en la fe, ésta no era la manera de hacerse merecedor del perdón. Debía perseverar hasta que, purificado, sintiera que se le había restituido toda su fuerza. Trató de dejar la mente en blanco, mientras, sentado en su banco, miraba, a la luz del atardecer, a los niños que jugaban (ahora a cierta distancia). Ip-dip-sky-blue who's-there-not-you not-because-you're-dirty not-because-you're-clean, y aquí le pareció que uno de los niños, muy serio, de unos once años, con ojos enormes, le miraba fijamente: my-mother-says you're-the-fairy-queen.

Se le apareció Rekha Merchant, toda alhajas y sedas. «Los bachchas te cantan canciones de mofa, Ángel del Señor -le dijo, burlona-. Ni esa pobre taquillera sacó una gran impresión de ti. Mal te veo, baba.»

* * *

Pero en esta ocasión el espíritu de Rekha Merchant, la suicida, no venía únicamente a burlarse. Él, con vivo asombro, le oyó afirmar que la causa de todos sus sinsabores era ella: «¿Imaginas que sólo manda tu Cosa Una? -le gritó-. Mira, tesoro, deja que te ilustre.» Sus modismos jactanciosos, típicos del habla de Bombay, le hicieron sentir una punzada de nostalgia por la ciudad perdida, pero ella prosiguió, sin darle tiempo a reponerse: «Recuerda que yo morí de amor por ti, sabandija; ello me da ciertos derechos. Concretamente, el de vengarme de ti arruinándote la vida. El hombre que hace dar el salto a la mujer que lo ama tiene que pagar, ¿no crees? De todos modos, es la regla. Pero ya hace mucho tiempo que te llevo de coronilla y empiezo a estar harta. ¡No olvides que yo siempre fui generosa y perdonaba como nadie! Y cómo te gustaba mi perdón, ¿eh? Por lo tanto, he venido para decirte que siempre es posible el compromiso. ¿Quieres que hablemos o prefieres seguir extraviado en esta locura y convertirte no en un ángel, sino en un perdido, un desgraciado?»

Gibreel preguntó: «¿Qué compromiso?»

«¿Qué compromiso va a ser? -repuso ella, transfigurada, toda dulzura, con los ojos brillantes-. Mi farishta, es tan poca cosa…»

Sólo que él dijera que la amaba;

Sólo que él lo dijera y, una vez a la semana, cuando ella viniera a acostarse con él, le demostrara su amor;

Sólo que la noche que él señalara, todo fuera otra vez como durante los viajes de negocios del hombre de los cojinetes;

«Entonces yo pondré fin a las aberraciones de la ciudad con las que ahora te obsesiono; no estarás poseído por esta idea insensata de cambiar, de redimir la ciudad, como si fuera un objeto dejado en la tienda de empeños; todo será paz-paz; hasta podrás vivir con tu titi carablanca y ser la mayor estrella de cine del mundo; ¿cómo voy a tener celos, Gibreel, si estoy muerta? No quiero que digas que soy tan importante como ella, no; yo me conformo con un amor de segunda, plato de segunda mesa, el repuesto. ¿Qué te parece, Gibreel? Sólo dos palabras; ¿qué dices?» Dame tiempo.

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[2] Ip-dip-cielo-azul quien-está-allí-no-eres-tú no-porque-tú-estás-sucio "oporque-tú-estás-limpio / dice-mi-madre tú-eres-la-reina-de-las-hadas. (N. del traductor.)