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Asi que has vuelto, saludó Allie a Gibreel en silencio. Aquí aterrizas cada vez que te caes.

«O también whisky-y-Sisodia. -El productor volvió sobre el tema de sus apodos -. Razones hu-hu-humorísticas. Mi ve-ve-veneno fa-favorito.»

«Muchas gracias por traer a casa a Gibreel. Ha sido muy amable. -Allie reaccionó con retraso-. Permítanos ofrecerle una copa.»

«¡Pues no faltaba más! -Sisodia hasta batió palmas-. Para mí y para to-to-todo el cine hi-hi-hindi hoy es un día glo-glo-glorioso.»

* * *

«¿Conoces el caso del esquizofrénico paranoico que, convencido de que era Napoleón Bonaparte, se avino a someterse a la prueba del detector de mentiras? -Alicja Cohen, que comía con buen apetito una ración de pescado relleno, blandió el tenedor de Blom's debajo de la nariz de su hija-. Lo primero que le preguntaron: ¿Es usted Napoleón? Y la respuesta que él dio, seguramente con una sonrisa de malicia: No. Y ellos miran la máquina que, con toda la agudeza de la ciencia moderna, dice que el loco miente.» Otra vez a vueltas con Blake, Allie pensaba: Entonces yo pregunté: ¿la firme convicción de que una cosa es así, la hace así? El -es decir, Isaías- respondió. Todos los poetas lo creen así. Y, en los tiempos con imaginación, esta firme convicción movía montañas; pero muchos no son capaces de tener una firme convicción de nada. «¿Me escuchas, niña? Te hablo en serio. Lo que necesita ese caballero que tienes en tu cama, y perdona la franqueza pero es indispensable, no es tu atención nocturna, sino una celda con las paredes acolchadas.»

«Tú lo encerrarías, ¿verdad? -replicó Allie-. Y tirarías la llave. Incluso le aplicarías la electricidad. Para quemarle los demonios del cerebro. Es curioso, pero los prejuicios no cambian nunca.»

«Hum -meditó Alicja adoptando su expresión de máximo despiste e inocencia, a fin de enfurecer a su hija-. ¿Qué daño puede hacerle? Un poco de electricidad y alguna inyección…»

«Lo que él necesita es lo que ahora tiene, mamá. Vigilancia médica, mucho descanso y algo que quizá ya se te haya olvidado. -Se interrumpió bruscamente, con un nudo en la lengua, y con voz muy diferente, mirando su ensalada intacta, pronunció la última palabra-: Amor.»

«Ah, la fuerza del amor. -Alicja palmeó la mano de su hija (que fue retirada inmediatamente)-. No es lo que yo he olvidado, Alleluia. Es lo que tú, por primera vez en tu hermosa vida, has empezado a conocer. ¿Y a quién escoges? -Volvió a la carga-. ¡A un pirado! ¡A un tocado de la azotea! ¡A un cabeza a pájaros! Y es que, ángeles, hijita, habráse visto… Los hombres siempre andan en busca de privilegios, pero lo de éste pasa de la raya.»

«Mamá…», empezó Allie, pero Alicja volvió a cambiar de tono y, cuando habló, Allie, más que escuchar las palabras, oyó el dolor que revelaban y ocultaban a la vez, el dolor de una mujer que había tenido que experimentar la historia con brutalidad, que ya había perdido al marido y visto cómo una hija la precedía a lo que ella misma, un día, con inolvidable humor negro, llamó (debió de abrir el periódico por las páginas de deportes para tropezar con la expresión) el baño definitivo. «Allie, tesoro -dijo Alicja Cohen-, vamos a tener que cuidarte mucho.»

La razón por la cual Allie pudo identificar el pánico y la angustia en la cara de su madre era que recientemente había visto la misma combinación en las facciones de Gibreel Farishta. Cuando Sisodia lo devolvió a su cuidado, se hizo evidente que Gibreel había sido conmovido hasta la médula, y tenía una expresión de acoso, una mirada protuberante y asustada que traspasaba el corazón. Él afrontó el hecho de su enfermedad mental con entereza, negándose a restarle importancia y a utilizar eufemismos, pero, comprensiblemente, al reconocer el mal se sentía intimidado. Había dejado de ser (por lo menos, momentáneamente) el tipo exuberante y basto que le había inspirado su «gran pasión» y, en esta nueva y vulnerable encarnación, le aparecía más enternecedor que nunca. Ella estaba firmemente decidida a ayudarle a recuperar la razón, a resistir a su lado; a capear el temporal y conquistar la cumbre. Y él era, por el momento, el más sensato y dócil de los pacientes, un poco alelado por los medicamentos de gran calibre que le administraban los especialistas del Maudsley Hospital; dormía muchas horas y, despierto, acataba todas sus peticiones sin la más leve protesta. En sus ratos de vigilia, él le contó los primeros síntomas de la enfermedad: los extraños sueños seriados y, antes, aquella depresión casi fatal que sufriera en la India. «Ya no temo al sueño -le dijo-. Porque es mucho peor lo que me ha sucedido estando despierto.» Su mayor temor le recordaba el miedo que sentía Carlos II, después de la restauración, a ser enviado otra vez «de viaje»: «Daría cualquier cosa para tener la seguridad de que no volverá a ocurrir», le dijo, manso como un cordero.

¿Hay en el mundo quien ame su dolor? «No volverá a ocurrir -le tranquilizaba ella – No puedes estar en mejores manos.» Él le preguntó cuánto costaba el tratamiento y, cuando ella trató de rehuir la respuesta, él insistió en que sacara de la pequeña fortuna comprimida en su cinturón lo necesario para pagar a los psiquiatras. Estaba deprimido. «Por más que digas -murmuraba en respuesta a sus palabras de optimismo-, la locura está aquí dentro y me aterra pensar que pueda despertar en cualquier momento, ahora mismo, y que él vuelva a mandar en mí.» Había empezado a referirse a su yo «poseído», a su «ángel» como si fuera otra persona, según la fórmula beckettiana: Yo, no. Él. Su Mr. Hyde particular.

Allie cuestionaba estas descripciones. «No es él, sino tú, y cuando tú estés bien ya no será tú.»

Era inútil. Pero, durante un tiempo, pareció que el tratamiento daba resultado. Gibreel estaba más tranquilo, más seguro; los sueños seriados persistían -él aún hablaba en sueños, por la noche, recitaba versos en árabe, lengua que no conocía: tilk al-gharaniq al'ula wa inna shafa'ata-hunna la-turtaja, que quería decir (Allie, despertada por sus palabras, las escribió fonéticamente y llevó el papel a la mezquita de Brickhall, en la que su lectura hizo que al mullah se le erizara el pelo bajo el turbante): «Existen mujeres de alto rango cuya intercesión es de desear»-, pero él parecía pensar que aquellos espectáculos nocturnos no tenían nada que ver con él, lo cual daba tanto a Allie como a los psiquiatras del Maudsley la impresión de que Gibreel, poco a poco, reconstruía la pared divisoria entre el sueño y la realidad y llevaba camino de curarse; cuando, en realidad, resultó que esta separación era un fenómeno asociado al desdoblamiento de su personalidad en dos entidades, una de las cuales él trataba de suprimir heroicamente pero, al considerarla diferente de sí mismo, la preservaba, alimentaba y, secretamente, robustecía.

Allie, a su vez, durante un tiempo, se vio libre de aquella sensación mortificante y negativa de inadaptación, de ser ajena al medio en el que se encontraba atrapada; mientras cuidaba a Gibreel, mientras invertía en su cerebro, como se decía a sí misma, peleando para recuperarlo, a fin de poder reanudar la lucha espléndida y emocionante de su amor -porque, probablemente, seguirían peleando hasta la tumba, pensaba con tolerancia, serían dos carcamales que, sentados en el porche del ocaso de su vida, se golpearían débilmente con periódicos enrollados -, ella se sentía cada día más unida a él; arraigada, por así decirlo, en su misma tierra. Había transcurrido mucho tiempo desde que viera a Maurice Wilson, sentado entre las chimeneas, llamándola a la muerte.

* * *

Mr. «Whisky» Sisodia, aquella reluciente y simpática rodilla con gafas, se convirtió en asidua visita de la casa -iba a verles tres o cuatro veces a la semana- durante la convalecencia de Gibreel, y siempre llevaba alguna cajita de manjar delicado. Gibreel, literalmente, se había matado de hambre durante su «período de ángel», y la opinión de los médicos era que la debilidad había contribuido no poco a sus alucinaciones. «Ahora vamos a en-go-go-engordarlo», dijo Sisodia frotándose las palmas de las manos, y tan pronto como el estómago del enfermo pudo tolerarlos, «Whisky» se lo llenaba de bocados exquisitos: maíz dulce y caldo de pollo chino, bhel-pury estilo Bombay del nuevo restaurante de moda «Pagal Khana», nombre poco afortunado, «Comida Loca» (aunque el nombre también podía traducirse por Manicomio), cuyas especialidades se habían hecho famosas, especialmente entre los jóvenes angloasiáticos, de tal modo que rivalizaba con el antiguo y prestigioso Shaandaar Café, del cual Sisodia, no deseando mostrar una parcialidad que no habría sido correcta, también llevaba platos -postres, sarnosa, patés de pollo- a Gibreel, cada día más voraz. También le obsequiaba con platos preparados por él mismo, curry de pescado, raitas, sivay-yan, khir, y acompañaba el ágape con relatos de cenas aderezados de nombres famosos: cómo Pavarotti adoraba el lassi de whisky, y el pobre James Mason se pirraba por sus langostinos picantes. Vanessa, Amitabh, Dustin, Sridevi, Christopher Reeves, todos eran invocados. «Una su-su-superestrella debe conocer los gustos de sus co-co-colegas.» El propio Sisodia era una especie de leyenda, según Allie supo por Gibreel. Era el sujeto más sagaz y persuasivo de la industria. Había hecho una serie de películas de «calidad» con presupuestos microscópicos y, durante más de veinte años, se había mantenido a flote gracias tan sólo a su simpatía y labia. Los que trabajaban en las producciones de Sisodia tenían muchas dificultades para cobrar, pero, al parecer, ello no importaba. Una vez abortó un motín del equipo -por cuestión de dinero, naturalmente- llevándoselos a todos a merendar a uno de los más fabulosos palacios de la India, lugar habitualmente vedado a todo el mundo, salvo a la flor y nata de la aristocracia, los Gwalior, y Jaípur, y Kashmir. Nadie pudo enterarse de cómo lo había organizado, pero la mayoría de miembros de aquel equipo volvieron a firmar para otras producciones de Sisodia, porque estos grandes gestos tenían la propiedad de hacer que el dinero pareciera secundario. «Y, cuando lo necesitas, siempre puedes contar con él -agregó Gibreel-. Cuando Charulata, una actriz bailarina maravillosa que había trabajado para él muchas veces, necesitó tratamiento contra el cáncer, de la noche a la mañana se materializaron años de sueldos atrasados.»