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Actualmente, gracias a una serie de inesperados éxitos comerciales conseguidos con películas basadas en antiguas fábulas de la colección Katha-Sarit-Sagar -el «Océano de las Corrientes de la Historia», más larga que Las mil y una noches y no menos fantástica-, Sisodia ya no estaba limitado a sus pequeñas oficinas de la Readymoney Terrace de Bombay, sino que tenía apartamentos en Londres y Nueva York y Oscars en los cuartos de baño. Se rumoreaba que llevaba en la cartera la foto del productor kungfuniano Run Run Shaw, su ídolo, cuyo nombre era totalmente incapaz de pronunciar. «Unas veces, cuatro Runs, y otras, hasta seis -dijo Gibreel a Allie que estaba encantada de verle reír-. Pero no podría jurarlo. Son rumores del medio.»

Allie estaba agradecida a Sisodia por sus atenciones. El famoso productor parecía disponer de tiempo ilimitado precisamente cuando la agenda de Allie estaba más llena que nunca. Había firmado un contrato con una cadena de distribución de alimentos congelados, cuyo agente, Mr. Hal Valance, dijo a Allie, durante un desayuno de trabajo -pomelo, biscotes y descafeinado, todo a precios de Dorchester-, que su imagen, «en la que se combinan los parámetros positivos (para el cliente) de "frialdad" y "frío" es perfectamente apropiada. Hay estrellas que acaban siendo una especie de vampiros, que chupan la atención, que eclipsan la marca, ya me entiende, pero en este caso existe auténtica sinergia». Y había cintas que cortar en inauguraciones de tiendas de congelados, y conferencias de ventas, y fotos publicitarias con bañeras llenas de mantecoso helado, además de las reuniones periódicas con los diseñadores y fabricantes de la línea de prendas deportivas y de tiempo libre que llevaba su firma, y, desde luego, su programa de cultura física. Se había matriculado en el curso de artes marciales de Mr. Joshi en el centro deportivo del barrio, el cual le había sido muy recomendado, y, por si no era bastante, seguía obligando a sus piernas a correr ocho kilómetros al día alrededor de los Fields, a pesar de que los pies le dolían como si pisara astillas de vidrio. «No se apu-pu-apure -decía Sisodia despidiéndola con un alegre ademán-. Yo me que-que-quedaré hasta que regrese. Estar con Gibreel es un pri-pri-privilegio.» Ella se iba y él se quedaba obsequiando a Farishta con inagotables anécdotas, opiniones y cotilleos, y cuando ella volvía él aún tenía cuerda para rato. Ella identificaba varios de sus temas principales, concretamente, sus aseveraciones sobre Lo Malo de Los Ingleses. «Lo malo de los ingleses es que su his-his-historia se desarrolló en ultramar, por lo que no sa-sa-saben lo que significa.» «El se-secreto para que una cena sea un éxito en Londres es dejar a los ingleses en mi-mi-minoría. Cuando son pocos se portan bien; si no, estás perdido.» «Ve a la Ca-Ca-Cámara de los Horrores y verás cuál es el problema de los ingleses. Eso es lo que les gusta, ca-cadáveres en ba-ba-baños de sangre, barberos locos, et-etcétera, etcétera. Sus pe-periódicos están llenos de aberraciones sexuales y crímenes. Pero dicen al mundo que son flemáticos y re-re-reservados, y nosotros somos tan estúpidos que nos lo creemos.» Gibreel escuchaba esta sarta de tópicos con aparente complacencia, lo cual irritaba vivamente a Allie. ¿Eran estas generalizaciones realmente todo lo que ellos veían en Inglaterra? «No -reconoció Sisodia con una sonrisa cínica-. Pero da mucho gusto soltar estas cosas.»

Cuando el personal del Maudsley consideró oportuno reducir sustancialmente la dosis de medicamentos, Sisodia se había convertido en un elemento tan habitual en la cabecera de la cama de Gibreel, una especie de primo honorario, excéntrico y divertido, que pudo cerrar la trampa pillando completamente desprevenidos a Gibreel y Allie.

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Había estado en contacto con sus colegas de Bombay: los siete productores a los que Gibreel dejó en la estacada cuando embarcó en el Bostan, vuelo Air India 420. «Todos están en-encantados de que esté vivo -informó a Gibreel-. Des-des-desgraciadamente, está la cuestión de la ruptura de contrato.» Otras varias personas querían demandar al renaciente Farishta por mucho dinero, en particular cierta starlet llamada Pimple Billimoria, que alegaba pérdida de honorarios y perjuicio profesional. «Podría ascender a cro-crores», dijo Sisodia lúgubremente. Allie se indignó. «Usted levantó la liebre -le dijo-. Debí figurármelo: era demasiado bueno para ser real.»

Sisodia estaba muy agitado. «Jo-jo-joder.»

«Hay señoras delante», advirtió Gibreel, todavía un poco atontado por las drogas; pero Sisodia hacía molinetes con los brazos, para indicar que, entre sus frenéticos dientes, no le salían las palabras. Por fin: «Reducir el daño. Mi intención. No traicionar, eso nnnunca.»

Según Sisodia, en Bombay nadie quería, en realidad, demandar a Gibreel, matar en el juzgado la gallina de los huevos de oro. Todos los afectados reconocían que los antiguos proyectos ya no eran realizables: actores, directores, técnicos y hasta escenarios estaban comprometidos en otras películas. Reconocían también que el regreso de Gibreel de entre los muertos era un hecho que poseía más valor comercial que cualquiera de las nonatas películas; la cuestión era cómo sacar el mayor partido en provecho de todos. Su aparición en Londres brindaba también la posibilidad de una intervención internacional, quizá capital extranjero, el empleo de exteriores no indios, participación de estrellas «foráneas»; etcétera: en suma, que había llegado el momento de que Gibreel saliera de su retiro y volviera a ponerse delante de la cámara. «No hay alte-ternativa -explicó Sisodia a Gibreel, que, sentado en la cama, trataba de despejar la cabeza-. Si te niegas, te demandarán en bloque, y ni toda tu for-for-fortuna bastará. Será la ruina, la ca-ca-cárcel, el fin.»

Sisodia, con su verborrea, había conseguido plenos poderes de los principales interesados y trazado unos planes impresionantes. Billy Battuta, el financiero afincado en Inglaterra, estaba deseoso de invertir, tanto en esterlinas como en «rupias bloqueadas», los beneficios no repatriables obtenidos por varios distribuidores británicos en el subcontinente indio, y adquiridos por Battuta mediante pago en efectivo en monedas negociables, con un descuento de 37 puntos. Todos los productores indios intervendrían en el proyecto, y Miss Pimple Billimoria recibiría, a cambio de su silencio, la oferta de una colaboración especial, con dos bailes por lo menos. El rodaje se haría en tres continentes: Europa, la India y la costa del Norte de África. El nombre de Gibreel aparecería encima del título. Recibiría un tres por ciento de los beneficios netos… «El diez -interrumpió Gibreel-, contra dos del bruto.» Evidentemente, se le despejaba la cabeza. Sisodia no pestañeó. «Diez contra dos -convino-. La precampaña pu-publicitaria será…»

«Pero ¿en qué consiste el proyecto?», preguntó Allie Cone. Mr. «Whisky» Sisodia sonrió de oreja a oreja. «Mi buena se-señora -dijo-, él hará de arcángel Gibreel.»

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El proyecto consistía en una serie de películas, históricas y contemporáneas, cada una de las cuales se concentraría en un incidente de la larga e ilustre carrera del ángel: por lo menos, una trilogía. «No siga -dijo Allie, haciendo burla del pequeño y reluciente magnate-: Gibreel en Jahilia, Gibreel y el Imán, Gibreel y la muchacha de las mariposas.» Sisodia, sin asomo de turbación, asintió muy ufano. «Los aaargumentos, el guión y el proyecto de re-reparto ya están en ma-ma-marcha.» Esto fue demasiado para Allie. «¡Qué asco! -le gritó, furiosa, y él retrocedió, convertido en una rodilla temblorosa y apaciguadora, pero ella le siguió, y pronto le perseguía por todo el piso, tropezando con los muebles y dando portazos-. Se aprovecha de su enfermedad, no tiene en cuenta sus necesidades actuales y muestra un absoluto desprecio por sus deseos. Está retirado. ¿Es que no pueden ustedes aceptarlo? Él no quiere ser una estrella. Y haga el favor de estarse quieto, que no voy a comérmelo.»