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Él dejó de correr, pero, prudentemente, puso un sofá entre los dos. «Comprenda que es imp-imp-imp -gritó, tartamudeando más que nunca a causa de la angustia-. ¿Puede retirarse la lu-luna? Y luego, perdón, están las siete fir-fir-fir. Firmas. Que le comprometen absolutamente. Eso, a no ser que usted decida internarlo en un pa-pa-pa», se dio por vencido, sudando profusamente.

«¿Un qué?»

«Pagal Khana. Clínica Mental. Ésa sería otra ssssalida.»

Allie agarró un pesado tintero de latón en forma de monte Everest y se dispuso a lanzarlo. «Es usted un verdadero canalla», empezó; pero Gibreel estaba en la puerta, todavía pálido, flaco y con los ojos hundidos. «Alleluia -dijo-, he pensado que quizás esto sea lo que necesito. Volver al trabajo.»

* * *

«¡Gibreel sahib! No sabe cuánto me alegro. Ha renacido una estrella.» Billy Battuta fue una sorpresa: ya no era el rey de la prensa mundana, de pelo brillante y dedos cargados de anillos, sino un joven que llevaba sobrio blazer con botones dorados y pantalón vaquero y, en lugar de la arrogante jactancia que Allie esperaba, mostraba una discreción muy grata, casi deferente. Se había dejado una perilla bien recortada que le daba un notable parecido a la imagen del Cristo del Sudario de Turín. Al recibir a los tres (Sisodia había ido a recogerlos en su limousine y Nigel, el chófer, un tipo de St. Lucia que vestía con afectado esmero, estuvo todo el trayecto enumerando a Gibreel todos los casos en los que sus rápidos reflejos habían salvado a otros peatones de daños graves o de la muerte, reminiscencias que alternaba con conversaciones por el teléfono del coche en las que discutía misteriosas transacciones que comprendían asombrosas sumas de dinero), Billy estrechó cordialmente la mano de Allie y después dio a Gibreel un abrazo con sincera y contagiosa alegría. Su acompañante, Mimi Mamoulian, estuvo menos circunspecta. «Está todo dispuesto -anunció-. Frutas, starlets, paparazzi, entrevistas en televisión, rumores, pequeñas insinuaciones de escándalo: todo lo que necesita una figura de fama mundial. Flores, guardaespaldas, contratos por millones de libras. Estás en tu casa.»

Lo de siempre, pensó Allie. En un principio, ella se opuso al plan, pero Gibreel venció su oposición con un entusiasmo que indujo a los médicos a apoyar la idea, pensando que su vuelta al entorno familiar -su vuelta a casa, en cierto modo- podía resultar beneficiosa. Y la apropiación por Sisodia de las narraciones de los sueños que había oído a la cabecera de la cama de Gibreel también podía considerarse una maniobra afortunada, ya que, una vez aquellas historias fueran trasladadas al mundo artificial e inventado del cine, al propio Gibreel había de resultarle más fácil verlas también como fantasías. Gracias a ello podría levantarse más rápidamente ese Muro de Berlín entre los estados del sueño y la vigilia. Por lo menos, valía la pena intentarlo.

Las cosas (por ser cosas) no salieron como se esperaba. Allie se sentía mortificada por la forma en que Sisodia, Battuta y Mimi se habían instalado en la vida de Gibreel, haciéndose cargo de su vestuario y su programa diario y sacándolo del apartamento de Allie por cuanto que aún no era bueno para su «imagen» tener una relación «estable». Después de una breve estancia en el Ritz, la estrella se instaló en tres habitaciones del espacioso y elegante piso de Sisodia, situado en un viejo bloque residencial próximo a Grosvenor Square, todo Art Déco, suelos de mármol y paredes difuminadas. Lo que más enfurecía a Allie era la pasividad con que Gibreel aceptaba estos cambios, y entonces empezó a comprender la magnitud del paso que él había dado al dejar atrás lo que, evidentemente, era su mundo para venir a buscarla a ella. Ahora que él volvía a sumirse en aquel universo de guardaespaldas armados y camareras con bandeja de desayuno y sonrisa picara, ¿la dejaría con la misma brusquedad con que había entrado en su vida? ¿Había ella ayudado a preparar una migración de vuelta que la dejaría compuesta y sin novio? Gibreel aparecía en periódicos, revistas y estudios de televisión con distintas mujeres colgadas del brazo y una sonrisa estúpida en la cara. Ella se indignaba, pero él no le daba importancia. «¿Qué te inquieta? -preguntaba, hundiéndose en un sofá de piel del tamaño de una camioneta-. Eso es publicidad, trabajo, nada más.»

Y, lo peor: él tenía celos. Cuando dejó de tomar los fuertes medicamentos y su trabajo (al igual que el de ella) empezó a imponerles separaciones, volvió a dominarle aquella suspicacia irracional e incontrolable que provocó la ridícula pelea por los dibujos de Brunel. Cada vez que se veían, él se obstinaba en interrogarla con minuciosidad: dónde había estado, a quién había visto, a qué se dedicaba él, ella le daba alas.

Allie tenía una sensación de asfixia. Primero, la enfermedad mental; después, las nuevas influencias que condicionaban su vida, y ahora, todas las noches, un interrogatorio de tercer grado: era como si su verdadera vida, la vida que ella deseaba, la vida por la que ella permanecía allí peleando, quedara sepultada bajo una avalancha de absurdos. ¿ Y qué hay de lo que yo necesito?, hubiera gritado de buena gana. ¿Cuándo me tocará a mí poner las condiciones? A punto de estallar, acudió a su madre como último recurso. En el viejo estudio de su padre, en la casa de Moscow Road -que Alicja conservaba exactamente tal como le gustaba a Otto, salvo que ahora las cortinas estaban abiertas, para que entrara toda la luz que Inglaterra podía buenamente ofrecer, y había flores en puntos estratégicos-, en un principio, Alicja le ofreció poco más que fatalismo. «Es decir, que los planes de una mujer son desbaratados por los de un hombre -dijo no sin ternura-. Bien venida a tu condición. Es extraño en ti perder la serenidad.» Y Allie confesó: ella quería dejarlo, pero no podía. No sólo por escrúpulo de abandonar a una persona gravemente enferma; también a causa de su «gran pasión» por aquella palabra que aún le secaba la lengua cada vez que trataba de decirla. «Tú quieres un hijo suyo», Alicja puso el dedo en la llaga. En un principio, Allie se sulfuró: «Yo quiero un hijo mío», pero después, rectificando bruscamente, se sonó y movió afirmativamente la cabeza, casi llorando.

«Lo que tú necesitas es que te examinen la cabeza -la consoló Alicja. ¿Cuánto tiempo hacía que no estaban así abrazadas? Demasiado. Y quizás ésta fuera la última vez… Alicja estrechó con más fuerza a su hija y dijo-: Seca esas lágrimas; tengo que darte una buena noticia. Si tus asuntos van de capa caída, los de tu anciana madre marchan viento en popa.»

Se trataba de cierto profesor de universidad americano, un tal Boniek, una eminencia de la ingeniería genética. «No empieces, hija, tú no sabes nada. No todo es Frankenstein y engendros; también tiene buenas aplicaciones», dijo Alicja con evidente nerviosismo, y Allie, una vez superada la sorpresa, consiguió vencer su propia llorosa infelicidad y prorrumpió en liberadores sollozos de risa convulsa, a los que se sumó su madre. «A tus años -lloró Allie-. Vergüenza debería darte.» «Pues no me la da -respondió la futura Mrs. Boniek-. Un profesor de universidad, y de Stanford, California, o sea que además me trae el sol. Pienso pasar muchas horas trabajando en mi bronceado.»

* * *

Cuando Allie descubrió (por un informe hallado casualmente en un cajón del escritorio, en el palazzo Sisodia) que Gibreel la hacía seguir, por fin se decidió a romper. Escribió una nota -Esto me mata-, la puso dentro del informe y lo dejó todo encima del escritorio; y se fue sin despedirse. Gibreel no la llamó. Por aquel entonces ensayaba su gran reaparición en público, en la última de una serie de revistas interpretadas por estrellas de cine indias, puesta en escena por una de las compañías de Billy Battuta en Earls Court. El sería la sorpresa bomba de la noche, y hacía semanas que ensayaba pasos de baile con el conjunto de la revista y aprendía a vocalizar con playback. Los agentes de Billy Battuta hacían circular con tiento y sentido de la oportunidad rumores acerca de la identidad del Hombre Misterioso, o Estrella Oculta, y se había contratado a la agencia publicitaria Valance para que diseñara una serie de cuñas radiofónicas destinadas a alimentar la intriga y distribuyera cuarenta y ocho carteles por el barrio. La aparición de Gibreel en el escenario del Earls Court -descendería de las bambalinas rodeado por nubes de cartón y humo- era el punto culminante de su vuelta al superestrellato en el ámbito inglés; siguiente estación: Bombay. Abandonado, como decía él, por Alleluia Cone, una vez más se «negaba a arrastrarse» y se sumía en el trabajo.