Изменить стиль страницы

VI REGRESO A JAHILIA

Cuando Baal, el poeta, vio una lágrima color de sangre brotar del ángulo del ojo izquierdo de la imagen de Al-Lat en la Casa de la Piedra Negra, comprendió que Mahound, el profeta, regresaba a Jahilia después de un cuarto de siglo de exilio. Eructó violentamente -mal de la vejez éste, cuya ordinariez parecía casar con el abotargamiento general producido por los años, tanto de la lengua como del cuerpo, lenta congelación de la sangre que había hecho de Baal, a los cincuenta años, una figura muy distinta de aquel muchacho espigado y vivaz de su juventud-. A veces le parecía que hasta el aire era más denso y se le resistía, y un corto paseo podía dejarlo jadeante, con un dolor en el brazo y una irregularidad en el pecho… y también Mahound tenía que haber cambiado, porque ahora volvía con esplendor y omnipotencia al lugar del que escapó con las manos vacías, sin una esposa siquiera. Mahound, a sus sesenta y cinco años. Nuestros nombres se encuentran, se separan y vuelven a encontrarse, pensó Baal, pero la persona que va con el nombre no es la misma. Dejó a Al-Lat, se volvió hacia la luz del sol, y a su espalda oyó una risa burlona. Se volvió pesadamente; no se veía a nadie. La orla de un manto que desaparecía por una esquina. Ahora, el desastrado Baal hacía reír a los forasteros por la calle. «¡Bastardo!», gritó, escandalizando a los fieles de la Casa. Baal, el poeta decrépito, volvía a comportarse mal. Él se encogió de hombros y se dirigió a su casa.

La ciudad de Jahilia ya no estaba hecha de arena. Es decir, el paso de los años, la hechicería de los vientos del desierto, la luna petrificadora, el olvido de la gente y la inevitabilidad del progreso habían endurecido la ciudad haciéndole perder su antigua cualidad mutable y provisional de espejismo en el que podían vivir los hombres, y convertirse en un lugar prosaico, cotidiano y (al igual que sus poetas) pobre. El brazo de Mahound se había hecho largo; su poder había rodeado Jahilia cortando su savia vital, sus peregrinos y sus caravanas. Las ferias de Jahilia, en estos días, daba pena verlas. Hasta el Grande estaba un poco raído, su cabello blanco tenía tantos huecos como su dentadura. Sus concubinas se morían de viejas, y a él le faltaba la energía -o, según se rumoreaba en los tortuosos callejones de la ciudad, el deseo- de sustituirlas. Algunos días olvidaba afeitarse, lo cual acentuaba su aspecto de ruina y derrota. Sólo Hind era la misma de siempre.

Ella siempre tuvo cierta reputación de bruja, una bruja que podía hacerte enfermar si no te inclinabas al paso de su litera, una ocultista que poseía el poder de convertir a los hombres en serpientes del desierto cuando se cansaba de ellos y luego los agarraba por la cola y se los hacía guisar con piel para la cena. Ahora que había llegado a los sesenta años, la leyenda de su nigromancia era reavivada por su extraordinaria y antinatural facultad de no envejecer. Mientras a su alrededor todo decaía y se marchitaba, mientras los miembros de las antiguas bandas de sharks se convertían en hombres maduros que se dedicaban a jugar a cartas y a dados por las esquinas, mientras las viejas brujas de los nudos y las contorsionistas se morían de hambre por los barrancos, mientras crecía una generación cuyo conservadurismo y ciega adoración del mundo material nacía de su conocimiento de la probabilidad del desempleo y la penuria, mientras la gran ciudad perdía su sentido de identidad y hasta el culto a los muertos se abandonaba, con gran alivio de los camellos de Jahilia, cuya aversión a ser desjarretados sobre las tumbas humanas es comprensible…, en suma, mientras Jahilia decaía, Hind permanecía tersa, con un cuerpo tan firme como el de una muchacha, el pelo tan negro como las plumas del cuervo, unos ojos brillantes como cuchillos, un porte altivo y una voz que no admitía oposición. Hind, no Simbel, era quien ahora gobernaba la ciudad; o así lo creía ella, indiscutiblemente.

Mientras el Grande se convertía en un anciano fofo y asmático, Hind se dedicó a escribir una serie de admonitorias y edificantes epístolas o bulas dirigidas a los habitantes de la ciudad. Estos escritos eran pegados en todas las calles de la ciudad. Por ello, los jahilianos llegaron a ver en Hind y no en Abu Simbel la representación de su ciudad, su avatar viviente, porque en su inmutabilidad física y en la inquebrantable energía de sus proclamas percibían un reflejo de sí mismos mucho más grato que la imagen de la cara macerada de Simbel que veían en el espejo. Los carteles de Hind eran más efectivos que los versos de los poetas. Sexualmente todavía era voraz y había dormido con todos los escritores de la ciudad (aunque hacía mucho tiempo que Baal no tenía acceso a su cama); ahora los escritores estaban gastados, descartados, y ella seguía exuberante. Tanto con la espada como con la pluma. Ella era Hind, la que, disfrazada de hombre, se unió al ejército jahiliano y, sirviéndose de su hechicería, desvió todas las lanzas y espadas mientras buscaba al asesino de sus hermanos en la tempestad de la guerra. Hind, que había degollado al tío del Profeta y que se había comido el hígado y el corazón del viejo Hamza.

¿Quién podría resistírsele? Por su eterna juventud, que era también la de ellos; por su ferocidad, que les daba la ilusión de ser invencibles, y por sus bulas, que eran la negación del tiempo, de la historia, de la edad, que cantaban la magnificencia esplendorosa de la ciudad y desmentían la inmundicia y la decrepitud de las calles, que insistían en la grandeza, en la autoridad, en la inmortalidad, en la condición de guardianes de lo divino de todos los jahilianos…, por estos escritos el pueblo le perdonaba su promiscuidad, hacía oídos sordos a los rumores de que Hind era pesada en esmeraldas el día de su cumpleaños, cerraba los ojos a las orgías, se reían cuando les hablaban de las proporciones de su vestuario, de los quinientos ochenta y un camisones hechos de hoja de oro y los cuatrocientos veinte pares de zapatillas de rubíes. Los ciudadanos de Jahilia se arrastraban por sus calles cada día más peligrosas, en las que era más y más frecuente ser asesinado por unas monedas, en las que las ancianas eran violadas y sacrificadas ritualmente, en las que las protestas de los hambrientos eran brutalmente sofocadas por la guardia personal de Hind, los «Manticorps»; y, a pesar de lo que les gritaban los ojos, el estómago y la bolsa, ellos creían lo que Hind les susurraba al oído: Arriba, Jahilia, gloria del mundo.

Todos, no, desde luego. Por ejemplo, Baal, no. Que se desentendía de los asuntos públicos y escribía poesías de amor no correspondido.

Masticando un rábano blanco, llegó a su casa y cruzó bajo un arco mugriento abierto en una pared agrietada. Entró en un patio pequeño que olía a orina, con plumas, restos de verdura y sangre en el suelo. No había ni rastro de vida humana: sólo moscas, sombras, miedo. En aquellos días había que estar en guardia. Una secta de criminales hashashin rondaba por la ciudad. Se recomendaba a los ricos que se aproximaran a su casa andando por el lado opuesto de la calle, para comprobar si había alguien espiando; si no se advertía nada sospechoso, el dueño de la casa cruzaba la calle corriendo y cerraba la puerta tras sí antes de que el criminal que estuviera al acecho pudiera introducirse. Pero Baal no se molestaba en tomar tales precauciones. Hubo un tiempo en que era rico, pero de aquello hacía un cuarto de siglo. Ahora no había demanda de sátiras: el miedo de todos a Mahound había destruido el mercado de los insultos y el ingenio. Y con el declive del culto a los muertos habían disminuido brutalmente los encargos de epitafios y triunfales odas de venganza. Eran malos tiempos para todos.

Soñando con los banquetes de antaño, Baal subió a su habitación por una insegura escalera de madera. ¿Qué podían robarle a él? Lo que él tenía no valía ni el puñal del ladrón. Al abrir la puerta y empezar a entrar, un empujón lo envió dando traspiés a la pared del fondo, en la que se golpeó la nariz, que empezó a sangrarle. «¡No me mates! -chilló a ciegas-. Ay, Dios, no me mates, ten compasión, oh.»