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Las causas de la ruptura entre Salman y Mahound: la cuestión de las mujeres; y la de los versos satánicos. Mira, yo no soy un chismoso, confió Salman con lengua de beodo, pero, después de la muerte de su esposa, Mahound no era precisamente un ángel, tú ya me entiendes. Ahora bien, en Yathrib no lo tenía fácil. Aquellas mujeres: en un año le volvieron la barba medio blanca. Lo peculiar de nuestro Profeta, mi querido Baal, es que no le gustan las mujeres con genio; a él le van las madres y las hijas; no tienes más que pensar en su primera esposa y en Ayesha, sus dos amores: una muy vieja y la otra muy joven. No las buscaba de su talla. Pero en Yathrib las mujeres son diferentes, no lo sabéis bien; aquí, en Jahilia, estáis acostumbrados a mandar a las mujeres, pero las de allí no lo consentirían. ¡Allí el marido va a vivir con la familia de su esposa! ¡Imagina! ¡Qué escándalo!, ¿no? Y la esposa tiene su propia tienda. Si quiere librarse del marido, gira la tienda hacia el otro lado, de manera que cuando él llega en vez de puerta encuentra tela, y se acabó, está divorciado, nada que hacer. Bueno, a nuestras chicas les gustó esto y empezaron a soliviantarse, y entonces, de pronto, bang, sale el libro de los preceptos, el ángel empieza a especificar lo que deben hacer las mujeres y les obliga a volver a las actitudes que prefiere el Profeta, a ser sumisas o maternales, a andar tres pasos más atrás, o a quedarse encerradas en casa, dóciles y calladas. Cómo se reían de los fieles las mujeres de Yathrib, por mi vida; pero ese hombre es un mago, nada puede resistirse a su influjo: las fieles hicieron lo que él les ordenaba. Y se Sometieron: al fin y al cabo, él les ofrecía el Paraíso.

«De todos modos -dijo Salman llegando ya al fondo de la botella-, finalmente, decidí ponerlo a prueba.»

Una noche, el escriba persa tuvo un sueño en el que él planeaba sobre la figura de Mahound, en la cueva del Profeta en el monte Cone. Al principio, Salman lo tomó simplemente como un ensueño nostálgico de los viejos tiempos de Jahilia, pero luego reparó en que, en el sueño, su punto de vista era el del arcángel y en aquel momento volvió a él el recuerdo del incidente de los versos satánicos, tan vividamente como si hubiera ocurrido la víspera. «Quizá yo no soñé que era Gibreel -dijo Salman-. Quizá yo era Shaitan.» Al vislumbrar esta posibilidad, tuvo una idea diabólica. A partir de entonces, cuando se sentaba a los pies del Profeta a escribir preceptos preceptos preceptos, subrepticiamente, cambiaba algunas cosas.

«Al principio, cosas pequeñas. Si Mahound recitaba un verso en el que se decía de Dios que todo lo oye y todo lo sabe, yo escribía todo lo sabe y todo lo ve. Pero, y esto es lo importante, Mahound no notaba los cambios. De manera que era yo el que escribía realmente el Libro, o volvía a escribirlo, profanando la palabra de Dios con mi propio lenguaje terreno. Pero, por el cielo, si mis pobres palabras no podían ser distinguidas de la Revelación por el propio Mensajero de Dios, ¿qué quería ello decir? ¿Qué quería decir acerca de la esencia de la divina poesía? Mira, te juro que yo estaba angustiado. Una cosa es ser un tipo despierto que sospecha de ciertas cuestiones poco claras y otra, muy distinta, averiguar que tenías razón. Escucha: por ese hombre yo cambié mi vida. Dejé mi país, crucé el mundo, me instalé entre gentes que me consideraban un asqueroso cobarde extranjero porque les salvé la vida y que nunca me agradecieron lo que yo…, pero dejemos eso. La verdad es que lo que yo esperaba cuando hice aquel primer cambio insignificante todo lo ve en lugar de todo lo oye, lo que yo quería era que cuando el Profeta leyera lo escrito me dijera: ¿Qué te pasa, Salman, estás sordo? Y yo respondería: Ay, Dios mío, qué torpeza, no sé cómo he podido, y rectificar. Pero no fue así; y ahora la Revelación la escribía yo y nadie lo advertía, y a mí me faltaba valor para reconocerlo. Estaba muerto de miedo, puedes estar seguro. Y también estaba más triste que nunca en la vida. Pero no podía dejarlo. Quizás esta vez se le haya escapado, pensaba; todos podemos equivocarnos. Y al otro día cambié algo más importante. Él dijo cristiano y yo escribí judío. Él se daría cuenta, sin duda; ¿cómo no iba a dársela? Pero cuando le leí el capítulo él asintió y me dio las gracias cortésmente, y yo salí de su tienda con lágrimas en los ojos. Después de aquello, comprendí que mis días en Yathrib estaban contados; pero tenía que continuar. Tenía que continuar. No hay amargura como la del hombre que descubre que ha estado creyendo en una sombra. Yo caería, lo sabía, pero él caería conmigo. E insistí en mi infidelidad, cambiando versos, hasta que un día, al leerle lo escrito, vi que fruncía el entrecejo y sacudía la cabeza, como para aclarar las ideas, y luego asentía lentamente, pero con cierta duda. Yo comprendí que había llegado al límite y que la próxima vez que yo cambiara algo del Libro, él lo descubriría todo. Aquella noche permanecí despierto, con su suerte y la mía en mis manos. Si me resignaba a ser destruido podría destruirlo también a él. Aquella noche terrible tuve que elegir entre la muerte con venganza y la vida sin nada. Como puedes ver, elegí la vida. Antes del amanecer, salí de Yathrib en mi camello y regresé a Jahilia, sufriendo numerosas desventuras que prefiero no relatar. Y ahora Mahound viene en triunfo; de manera que, a la postre, también perderé la vida. Y ahora su poder ha aumentado tanto que ya no me es posible desacreditarlo.»

Baal preguntó: «¿Por qué estás seguro de que te matará?» Salman, el persa, respondió: «Es su Palabra contra la mía.»

* * *

Cuando Salman se quedó dormido en el suelo, Baal, tendido en su áspero jergón de paja, sentía un aro de acero que le ceñía dolorosamente la frente y un aleteo de mal agüero en el corazón. Muchas veces se había sentido cansado de su vida y deseado no llegar a viejo, pero, como decía Salman, una cosa es soñar y otra muy distinta tener que afrontar el sueño hecho realidad. Hacía ya tiempo que sentía que su mundo se empequeñecía. Ya no podía pretender que sus ojos eran lo que deberían ser, y su miopía hacía su vida aún más sombría, más difícil de comprender. Aquellas imágenes borrosas, aquella pérdida de detalle: no era de extrañar que su poesía se hubiera deteriorado. También sus oídos habían dejado de ser fiables. A este paso, pronto estaría aislado de todo por la pérdida de los sentidos…, pero tal vez ni a eso llegara. Venía Mahound. Quizá nunca besara a otra mujer. Mahound, Mahound. ¿Por qué ha venido este borracho charlatán?, pensó irritado. ¿Qué me importa a mí su traición? Todo el mundo sabe por qué escribí aquellas sátiras hace años; él tiene que saberlo también. Cómo me amenazó y maltrató el Grande. No puede hacerme responsable. Y, de todos modos, ¿dónde está ese joven prodigio de Baal, presumido y jactancioso, de lengua afilada? No lo conozco. Mírame: pesado, abúlico, miope y, pronto, sordo. ¿A quién amenazo? Ni a un alma. Empezó a sacudir a Salman: despierta, no quiero que me relacionen contigo, vas a traerme disgustos.

El persa seguía roncando, esparrancado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza colgando de lado, como un muñeco; Baal, martirizado por la jaqueca, se dejó caer en el catre. Aquellos versos suyos, pensaba, ¿cómo eran? Qué clase de idea, maldita sea, ni se acordaba ya, parece hoy la Sumisión, sí, algo así, al cabo de tanto tiempo, no era de extrañar, una idea que escapa, así era el final, desde luego. Mahound, a toda nueva idea se le hacen dos preguntas. Guando es débil: ¿aceptará el compromiso? Esta respuesta ya la conoces. Y ahora, Mahound, a tu regreso a Jahilia, llega la hora de la segunda pregunta: ¿Cómo te portas cuando ganas? Cuando tus enemigos están a tu merced y tu poder se ha hecho absoluto, ¿qué sucede? Todos hemos cambiado; todos, excepto Hind. Y, a juzgar por lo que dice este borracho, más parece una mujer de Yathrib que de Jahilia. No es de extrañar que lo vuestro no prosperara: ella no quiso ser ni tu madre ni tu hija. Mientras se deslizaba hacia el sueño, Baal repasaba su propia inutilidad, su arte fallido. Ahora que se había retirado de todos los escenarios públicos, sus versos estaban llenos de nostalgia: de la juventud, la belleza, el amor, la salud, la inocencia, la ilusión, la energía, la seguridad, la esperanza, de todo lo perdido. Pérdida de conocimientos. Pérdida de dinero. La pérdida de Hind. En sus odas, las figuras se alejaban de él, y cuanto más apasionadamente las llamaba, más apresuraban su huida. El paisaje de su poesía seguía siendo el desierto, las dunas viajeras con penachos de arena blanca levantados por el viento. Montañas blandas, efímeras, con la impermanencia de las tiendas. ¿Cómo trazar el mapa de un país que cada día cambia de forma por obra del viento? Estas preguntas hacían que su lenguaje pecase de abstracto, sus imágenes, de fluidas, y su metro, de inconstante. Le hacían crear quimeras de la forma, absurdos con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente cuyas formas sentían el imperativo de cambiar apenas se fijaban, de manera que lo demótico irrumpía por la fuerza en líneas de pureza clásica, y las imágenes del amor eran degradadas constantemente por la intrusión de elementos de la farsa. Estas cosas no interesan a nadie, pensó por milésima y una vez, y, cuando llegaba la inconsciencia del sueño, concluyó, reconfortado: nadie se acuerda de mí. El olvido es seguridad. Entonces le dio un vuelco el corazón y se despabiló, asustado, frío. Mahound, quizás yo pueda escamotearte tu venganza. Pasó la noche despierto, escuchando los ronquidos atronadores y oceánicos de Salman.