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Lo que Baal escuchó en La Cortina:

Por el malhumorado Ibrahim, el carnicero, supo que, a pesar de la reciente prohibición de comer carne de cerdo, los aparentes conversos de Jahilia se agolpaban en su puerta trasera para comprar bajo mano la carne prohibida; «las ventas aumentan -murmuró, montando a su dama favorita-; los precios del cerdo negro suben; pero, maldita sea, los nuevos preceptos me han complicado la vida. No es fácil sacrificar un cerdo en secreto, sin hacer ruido», y entonces empezó a chillar él, pero es de suponer que chillaba de gusto más que de dolor. Y Musa, el mantequero, confesó a otro de los miembros del personal horizontal de La Cortina que era difícil romper los viejos hábitos y, cuando estaba seguro de que nadie le oía, aún decía alguna que otra oración a «mi favorita de toda la vida, Manat, y, a veces, qué quieres, también a Al-Lat; y es que no hay como una diosa, porque ellas tienen atributos que los chicos no te ofrecen ni por asomo», dicho lo cual también él se precipitó con ahínco sobre las réplicas terrenales de tales atributos. Así se enteró el emboscado Baal, con gran amargura, de que no hay imperio que sea absoluto ni victoria que sea completa. Y, poco a poco, empezaron a oírse críticas contra Mahound.

Baal había empezado a cambiar. La noticia de la destrucción del gran templo de Al-Lat en Taif, que llegó a sus oídos entre los gruñidos de Ibrahim, el matacerdos clandestino, le había sumido en profunda tristeza, porque, incluso en sus días claros de joven cínico, su amor por la diosa era auténtico, quizá su única emoción verdadera, y su destrucción le reveló la futilidad de una vida cuyo único amor sincero estuvo inspirado por un trozo de piedra indefensa. Cuando se mitigó aquella pena lacerante, Baal se convenció de que la caída de Al-Lat anunciaba que su propio fin no estaba lejos. Entonces perdió aquella sensación de seguridad que la vida en La Cortina le había proporcionado fugazmente; pero ahora el sentimiento de su transitoriedad, de su seguro descubrimiento, seguido de su no menos segura muerte, ya no le asustaba, lo cual le parecía muy interesante. Después de una vida de sincera cobardía, ahora advertía con gran sorpresa que la proximidad de la muerte le permitía saborear mejor la dulzura de la vida, y se maravillaba de la paradoja de que se le hubieran abierto los ojos a esta verdad en aquella casa de caras mentiras. ¿Y cuál era la verdad? La verdad era que Al-Lat había muerto -que nunca vivió-, pero esto no hacía de Mahound un profeta. En suma, Baal había alcanzado el ateísmo. Empezó a moverse, torpemente, por un ámbito situado más allá de la idea de diosas y gobernantes y preceptos, y descubrió que su vida estaba tan ligada a la de Mahound que se imponía cierta clase de gran resolución. Que esta resolución probablemente significaría su muerte no le impresionaba ni preocupaba en exceso; y cuando Musa, el mantequero, murmuró un día de las doce esposas del Profeta, un precepto para él y otro para nosotros, Baal comprendió la forma que tendría que tomar su enfrentamiento final con la Sumisión. Las chicas de La Cortina -llamadas «chicas» con eufemismo, ya que la más vieja pasaba del medio siglo y la más joven, a los quince años, tenía más experiencia que muchas mujeres de cincuenta- se habían encariñado con el desgarbado Baal, y en realidad les gustaba disponer de un eunuco de mentirijillas, por lo que en horas inhábiles le gastaban bromas deliciosas, exhibiéndose provocativamente ante él, colocándole los pechos delante de los labios, rodeándole el cuerpo con las piernas o besándose apasionadamente a dos dedos de su cara, hasta que el triste escritor se excitaba sin esperanza y entonces ellas se reían de su turgencia provocándole una abochornada y temblorosa flaccidez y, muy de tarde en tarde, inopinadamente, delegaban a una de ellas para satisfacer gratuitamente la concupiscencia que habían despertado. De esta forma, cual un toro domesticado, miope y parpadeante, el poeta pasaba los días con la cabeza apoyada en regazos femeninos, cavilando acerca de la muerte y la venganza, incapaz de decidir si era el más satisfecho o el más desdichado de los mortales.

Durante una de aquellas alegres sesiones celebradas al término de la jornada de trabajo, en las que las chicas se quedaban a solas con sus eunucos y sus jarras de vino, Baal oyó a la más joven hablar de su cliente, Musa, el mantequero. «¡Ése! -exclamó-. La tiene tomada con las esposas del Profeta. Se indigna de tal manera, que sólo con pronunciar sus nombres se excita. Dice que yo soy idéntica a la misma Ayesha, que, como todo el mundo sabe, es la favorita. Ya veis.»

La cortesana cincuentona intervino: «Escuchad, esas mujeres del harén, los hombres no saben hablar de otra cosa. Es natural que Mahound las encerrara, pero con eso sólo ha hecho empeorar las cosas. La gente fantasea más de lo que no ve.»

Especialmente en esta ciudad, pensó Baal; sobre todo en nuestra Jahilia de costumbres licenciosas, donde hasta que llegó Mahound las mujeres vestían de colores vivos y no se hablaba más que de follar y de dinero, dinero y sexo, y se hacía algo más que hablar.

Baal dijo a la más joven de las prostitutas: «¿Por qué no finges con él?»

«¿Con quién?»

«Con Musa. Si tanto le excita Ayesha, ¿por qué no te conviertes en su Ayesha particular?»

«Dios -dijo la muchacha-. Si te oyeran, te freirían los huevos en manteca.»

¿Cuántas esposas? Doce, más una anciana, muerta hace tiempo. ¿Cuántas prostitutas, detrás de La Cortina? Doce también; y, escondida en su trono dentro de la tienda negra, la vieja Madam seguía desafiando a la muerte. Donde no hay fe no hay blasfemia. Baal expuso su idea a la Madam; ella manifestó su decisión con su voz de rana con laringitis. «Es muy peligroso -dictaminó-, pero podría ser excelente para el negocio. Iremos con cuidado. Pero iremos.»

La quinceañera cuchicheó unas palabras al oído del mantequero, y en los ojos de él brilló una luz. «Cuéntamelo todo – suplicó-. Háblame de tu infancia, de tus juguetes favoritos, tus juegos y demás, cuéntame cómo el Profeta se paró a mirarte cuando tocabas la pandereta.» Ella se lo contó y entonces él le preguntó cómo había sido desflorada, a los doce años, y ella se lo contó, y después él pagó el doble de la tarifa normal, porque «nunca lo había pasado tan bien». «Habrá que tener cuidado con los corazones débiles», dijo la Madam a Baal.

* * *

Cuando por Jahilia corrió la noticia de que cada una de las prostitutas de La Cortina había asumido la identidad de una de las esposas de Mahound, la excitación clandestina de los hombres fue intensa; pero era tan grande el miedo a ser descubiertos, tanto porque si Mahound o sus lugartenientes se enteraban de que habían intervenido en tamañas irreverencias perderían la vida, como por el deseo de que el nuevo servicio de La Cortina se mantuviera, que el secreto no llegó a oídos de las autoridades. Por aquel entonces, Mahound había regresado a Yathrib con sus esposas, por preferir el clima fresco del oasis del Norte al calor de Jahilia, dejando la ciudad bajo el mando del general Khalid, de quien era muy fácil esconder las cosas. En un principio, Mahound pensó en ordenar a Khalid que clausurara todos los burdeles de Jahilia, pero Abu Simbel le disuadió de acto tan precipitado. «Los jahilianos son conversos recientes -señaló-. Ve despacio.» Mahound, el más pragmático de los Profetas, se avino a otorgar un período de transición. Y, en ausencia del Profeta, los hombres de Jahilia iban en tropel a La Cortina, que triplicó sus ingresos. Por razones evidentes, no era prudente hacer cola en la calle, y muchos días, en el patio interior del burdel, había una fila de hombres que daba la vuelta a la Fuente del Amor, situada en el centro, del mismo modo que los peregrinos, por otras razones, daban la vuelta a la antigua Piedra Negra. Todos los clientes de La Cortina eran provistos de una máscara, y Baal, al observar desde un balcón cómo los enmascarados daban vueltas, se sentía íntimamente satisfecho. Había más de una forma de no Someterse.