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«La esposa de Abu Simbel», proclama claramente, y se hace el silencio. «Hind -dice Mahound-, no te había olvidado.» Y, tras un largo instante, mueve afirmativamente la cabeza. «Tú te has Sometido. Sé bienvenida a mis tiendas.»

Al día siguiente, entre las conversiones que no cesan, Salman el persa es conducido ante el Profeta. Khalid lleva hasta el takht al inmigrante, que llora y gimotea, agarrado de una oreja y arrimándole un cuchillo a la garganta. «Lo encontré, cómo no, con una prostituta que le chillaba porque no tenía dinero para pagarle. Apesta a alcohol.»

«Salman Farsi», el Profeta empieza a pronunciar la sentencia de muerte, pero el prisionero se pone a gritar el qalmah: «¡La ilaha ilallah! ¡La ilaha!»

Mahound mueve la cabeza. «Tu blasfemia, Salman, no tiene perdón. ¿Pensabas que no lo descubriría? Sustituir con tus palabras las Palabras de Dios.»

Escriba, zapador, condenado: sin ápice de dignidad, babea gime suplica se golpea el pecho se humilla se arrepiente. Khalid dice: «Este ruido es insoportable, Mensajero. ¿No podría cortarle la cabeza?» A lo que el ruido aumenta considerablemente. Salman jura renovada lealtad, suplica un poco más y entonces, con una chispa de desesperada esperanza, propone: «Yo puedo mostrarte dónde están tus verdaderos enemigos.» Esto le vale unos segundos. El Profeta se inclina. Khalid levanta la cabeza del arrodillado Salman tirándole del pelo. «¿Qué enemigos?» Y Salman da un nombre. Mahound se hunde en sus almohadones, mientras retorna la memoria.

«Baal -dice, y repite dos veces-: Baal, Baal.»

Con disgusto de Khalid, Salman el persa no es condenado a muerte. Bilal intercede por él, y el Profeta, distraído con otros pensamientos, le concede la gracia: sí, sí, que viva el desgraciado. ¡Oh, generosidad de la Sumisión! Hind ha sido perdonada; y Salman; y en toda Jahilia no se ha derribado ni una sola puerta, ni un solo viejo enemigo ha sido sacado a la calle para cortarle el cuello en el polvo, como a un pollo. Ésta es la respuesta de Mahound a la segunda pregunta: ¿Qué pasa cuando has ganado? Pero un nombre obsesiona a Mahound, salta alrededor de él, joven, agudo, señalando con un dedo largo, cantando versos cuya crueldad y brillantez siempre hiere. Aquella noche, cuando los suplicantes se han ido, Khalid pregunta a Mahound: «¿Aún piensas en él?» El Mensajero asiente, pero no quiere hablar. Khalid dice: «Hice que Salman me llevara a la habitación en la que vive, un agujero, pero no está, se esconde.» Otra vez el movimiento de cabeza, pero sin palabras. Khalid insiste: «¿Quieres que lo saque de su escondite? No costaría mucho. ¿Qué quieres que le haga? ¿Esto? ¿Esto?» Khalid, con elocuente ademán, se rebana el cuello y luego finge pincharse el ombligo. Mahound se impacienta. «Eres un necio -grita al antiguo aguador, que ahora es su jefe de estado mayor-. ¿Es que no eres capaz de disponer las cosas sin mi ayuda?»

* * *

Khalid se inclina y se va. Mahound se queda dormido: su antiguo don, su manera de luchar contra el mal humor.

Pero Khalid, el general de Mahound, no pudo encontrar a Baal. A pesar de los registros casa por casa, los bandos y las piedras removidas, no se pudo atrapar al poeta. Y los labios de Mahound seguían cerrados, no se abrían para dejar salir sus deseos. Finalmente, no sin irritación, Khalid abandonó la búsqueda. «Que asome la cabeza ese cerdo, una sola vez, en cualquier momento -juró en la tienda del Profeta, toda suavidad y penumbra-, y lo cortaré a rodajas tan finas que podrás ver a través de cada una.»

A Khalid le pareció que Mahound estaba decepcionado; pero en la penumbra de la tienda, imposible estar seguro.

* * *

Jahilia se acomodó a su nueva vida: llamada a la oración cinco veces al día, nada de alcohol y las esposas encerradas en casa. Hasta la propia Hind se retiró a sus aposentos…, pero ¿dónde estaba Baal?

Gibreel soñó con una cortina.

La Cortina, Hijab, se llamaba el burdel más famoso de Jahilia, un enorme palacio con patios en los que crecían las datileras y cantaba el agua, rodeados de habitaciones que se entrelazaban en desconcertantes dibujos de mosaico, traspasadas por laberínticos corredores decorados idénticamente, todos con las mismas invocaciones caligráficas al Amor, todos cubiertos con alfombras de igual dibujo, todos con una gran urna de piedra colocada delante de la pared. Los clientes de La Cortina no podían encontrar el camino de la habitación de su cortesana predilecta ni el de la calle sin ayuda. De este modo se protegía de indeseables a las mujeres y se impedía que los clientes se marcharan sin pagar. Corpulentos eunucos circasianos, con la pintoresca indumentaria del genio de la lámpara, acompañaban a los clientes hasta su destino y, después, hasta la puerta de la calle, sirviéndose, en algunos casos, de ovillos de cordel. Era un universo blando, con muchos cortinajes y ninguna ventana, gobernado por una anciana sin nombre, la Madam de La Cortina, cuyas guturales expresiones, emitidas desde el ámbito recóndito de un sillón envuelto en velos negros, habían adquirido, con los años, un aire oracular. Ni el personal de la casa ni los clientes podían desobedecer aquella voz sibilina que, en cierto modo, era la antítesis profana de las manifestaciones sagradas de Mahound proferidas en una tienda más grande y accesible, situada no muy lejos de allí. Por consiguiente, cuando Baal, el poeta, se postró ante ella, atribulado, para suplicarle ayuda y ella decidió esconderlo y salvarle la vida, por nostalgia de aquel mozo apuesto, alegre y perverso que había sido en tiempos, su decisión fue acatada sin protestas; y cuando los guardias de Khalid fueron a registrar el establecimiento, los eunucos los condujeron en un viaje desconcertante por aquella supraterránea catacumba de contradicciones y dudas irreconciliables, hasta que a los soldados les dio vueltas la cabeza y, después de mirar al interior de treinta y nueve urnas de piedra sin encontrar nada más que ungüentos y conservas en vinagre, se marcharon jurando airadamente, sin sospechar que existía un cuadragésimo corredor al que no habían sido conducidos, con una cuadragésima urna, dentro de la cual, como un ladrón, se escondía, temblando y mojando el pijama, el poeta que buscaban.

Después de aquello, la Madam ordenó a los eunucos qué tiñeran la piel del poeta hasta dejarla de un negro azulado, y el pelo también, y lo vistieran con los calzones bombachos y el turbante de djinn, y le aconsejó que empezara un curso de cultura física, ya que su falta de agilidad podría despertar sospechas, y se imponía ponerse en forma sin tardar.

* * *

Durante su estancia «tras La Cortina» Baal no carecía de noticias acerca de los acontecimientos del exterior, sino todo lo contrario, ya que, en el desempeño de sus funciones de eunuco, montaba guardia en la puerta de las cámaras del placer y oía los comentarios de los clientes. La natural indiscreción de sus lenguas, estimulada por el alegre abandono inducido por las caricias de las prostitutas y por el convencimiento de que allí se les guardaría el secreto, hacía que el poeta, aunque miope y duro de oído, recogiera más información sobre los acontecimientos del momento de la que hubiera podido obtener recorriendo libremente las ahora puritanas calles de la ciudad. A veces la sordera era un inconveniente que dejaba lagunas en sus conocimientos, cuando los clientes bajaban la voz y cuchicheaban; pero también eliminaba de sus audiciones el elemento salaz, ya que no podía oír los murmullos que acompañaban la fornicación, salvo, naturalmente, en los momentos en los que el extasiado cliente o la simuladora obrera alzaban la voz en gritos de gozo auténtico o sintético.