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Durante los meses siguientes, el personal de La Cortina se entregó a su nueva tarea con creciente fervor. «Ayesha», la prostituta de quince años, era la favorita del público de pago, como su homónima lo era de Mahound, y, al igual que la Ayesha que vivía recatadamente recluida en el harén de la gran mezquita de Yathrib, esta Ayesha jahiliana empezó a envanecerse de su condición de Preferida. Le molestaba que alguna de sus «hermanas» tuviera más clientes o recibieran propinas generosas. La más vieja y más gorda de las prostitutas, que había adoptado el nombre de «Sawdah», relataba a sus visitantes -y los tenía en abundancia, porque muchos de los hombres de Jahilia la elegían por su aire maternal y agradecido- cómo Mahound se había casado con ella y con Ayesha el mismo día, cuando Ayesha era todavía una niña. «En nosotras dos encontró las dos mitades de su primera esposa difunta: la niña y también la madre», les decía. La prostituta «Hafsah» se volvió tan irascible como su tocaya, y cuando las doce se impusieron de sus papeles, las alianzas que se formaban dentro del burdel reflejaban las banderías políticas de la mezquita de Yathrib: «Ayesha» y «Hafsah», por ejemplo, mantenían pequeñas y constantes rivalidades con las dos prostitutas más presumidas, a las que sus compañeras siempre consideraron un poco relamidas, y que eligieron para sí las identidades más aristocráticas, convirtiéndose en «Umm Salamah la makhzumita» y, la más repelente de todas, «Ramlah», cuya homónima, la undécima esposa de Mahound, era hija de Abu Simbel y Hind. Y había también una «Zainab bint Jahsh», y una «Juwairiyah», que llevaba el nombre de la esposa capturada en una expedición militar, y una «Rehana la Judía», una «Safia» y una «Maimunah», y la más erótica de todas las prostitutas, que sabía trucos que no quería enseñar a la rival «Ayesha»: la hechicera egipcia «Mary la Copta». La más extraña de todas era la prostituta que adoptó el nombre de «Zainab bint Khuzaimah» sabiendo que esta esposa de Mahound había muerto recientemente. La necrofilia de sus amantes, que le prohibían hacer cualquier movimiento, era uno de los más malsanos aspectos del nuevo régimen de La Cortina. Pero el negocio es el negocio, y éste era también un poderoso imperativo para las cortesanas.

Al final del primer año, las doce se habían hecho tan diestras en sus funciones que sus personalidades anteriores empezaron a desvanecerse. Baal, más miope y más sordo a cada mes que pasaba, veía las sombras de las chicas moverse por su lado, con los contornos borrosos, las imágenes duplicadas, como sombras sobre sombras. Las chicas, a su vez, empezaron a mirar a Baal de otra manera. En aquel tiempo era costumbre que, al entrar en la profesión, la prostituta tomara un esposo que no le causara problemas -por ejemplo, una montaña, una fuente, un arbusto- a fin de que, para salvar las apariencias, pudiera adoptar nombre de casada. En La Cortina, la norma era que todas las chicas se casaran con el Surtidor del Amor del patio central, pero empezaron a soplar vientos de rebeldía, y un día todas las prostitutas se presentaron ante la Madam para comunicarle que, ahora que habían empezado a considerarse esposas del Profeta, necesitaban un marido de más categoría que el surtidor de piedra, lo cual, al fin y al cabo, rayaba en la idolatría, y decirle que habían decidido que todas serían esposas del zángano de Baal. La Madam trató de disuadirlas, pero, al verlas tan decididas, cedió y les dijo que le trajeran al poeta. Entre risitas y codazos, las doce cortesanas escoltaron al desmañado poeta al salón del trono. Cuando Baal oyó el plan, el corazón se le alborotó de tal manera que le dio un vahído y cayó al suelo, y «Ayesha» exclamó con espanto: «Ay, Dios, a ver si antes que sus esposas vamos a ser sus viudas.»

Pero él se recuperó: su corazón recobró la compostura. Y, como no había más remedio, aceptó las doce proposiciones. La Madam los casó personalmente, y en aquel antro de degeneración, antimezquita, laberinto de profanidad, Baal se convirtió en el marido de las esposas de Mahound, el antiguo comerciante.

Sus esposas le dijeron claramente que esperaban que cumpliera con sus deberes matrimoniales en todos los aspectos, y establecieron un sistema de rotación según el cual él pasaba un día con cada una de las chicas por turno (en La Cortina, el día y la noche habían trocado papeles: la noche para el trabajo y el día para el descanso). Apenas iniciado tan arduo programa para él, sus mujeres convocaron una reunión en la que se le hizo saber que debía portarse como el marido «verdadero», es decir, Mahound. «¿Por qué no te cambias el nombre como nosotras?», preguntó la irritable «Hafsah», pero por aquí Baal no pasó. «Tal vez no sea un nombre para sentirse orgulloso -insistió-, pero es el mío. Lo que es más, yo no trabajo para clientes. No hay motivos comerciales para el cambio.» «Bueno; de todos modos -dijo la voluptuosa "Mary la Copta", encogiéndose de hombros-, te llames como te llames, queremos que empieces a actuar como él.»

«Yo no sé mucho de…», protestó Baal, pero «Ayesha», que era la más atractiva de todas, o así empezaba a parecérselo últimamente, hizo una mueca deliciosa. «Vamos, esposo -le dijo con zalamería-. No es tan difícil. Nosotras sólo queremos, en fin… Que seas el jefe.»

Las prostitutas de La Cortina resultaron ser las mujeres más anticuadas y convencionales de Jahilia. Su trabajo, lejos de convertirlas en unas cínicas desengañadas (aunque, eso sí, eran capaces de formar conceptos feroces de sus clientes), había hecho de ellas unas soñadoras. Apartadas del mundo exterior, se habían forjado una fantasía de «vida corriente» en la que no deseaban sino ser las compañeras obedientes y, sí, sumisas de un hombre que fuera sabio, cariñoso y fuerte. Es decir: el hábito de encarnar las fantasías de los hombres había llegado a corromper sus sueños de tal manera que, incluso en lo más íntimo de su ser, deseaban convertirse en la más vieja de todas las ilusiones del hombre. El aliciente añadido de representar la vida doméstica del Profeta las excitaba, y el perplejo Baal descubrió lo que era tener compitiendo por sus favores, por la gracia de una sonrisa, a doce mujeres que le lavaban los pies y se los secaban con sus cabellos y le perfumaban el cuerpo y danzaban para él representando de mil maneras el matrimonio soñado que nunca creyeron conocer.

Era irresistible. Él empezó a tener el valor de darles órdenes, de arbitrar entre ellas, de castigarlas cuando se enfadaba. Cierta vez que le irritaron con sus peleas, las repudió a todas durante un mes. Cuando, transcurridas veintinueve noches, fue a ver a «Ayesha», ella se burló porque él no había podido esperar más. «Era un mes de veintinueve días», respondió él. Una vez fue sorprendido por «Mary la Copta» en la habitación de «Hafsah» el día de «Ayesha». Suplicó a «Mary” que no se lo dijera a «Ayesha», de la que estaba enamorado; pero ella se lo dijo y, después de aquello, Baal tuvo que mantenerse durante mucho tiempo alejado de «Mary», la de piel blanca y pelo rizado. En suma, él se había dejado seducir por la ilusión de convertirse en espejo secreto y profano de Mahound, y otra vez empezó a escribir.

La poesía que ahora hacía era la más dulce que nunca escribiera. A veces, estando con Ayesha, sentía que una dejadez le embargaba, el cuerpo le pesaba, y tenía que echarse. «Es extraño -le dijo-. Me parece verme a mí mismo de pie a mi lado. Y puedo hacer hablar a ese que está de pie; luego, me levanto y escribo sus versos.» Estos trances artísticos de Baal eran muy celebrados por sus esposas. Una vez, cansado, se quedó adormilado en un sillón en los aposentos de «Umm Salamah la makhzumita». Cuando despertó horas después, tenía todo el cuerpo dolorido y el cuello y los hombros agarrotados, y dijo a Umm Salamah en tono de reproche: «¿Por qué no me despertaste?» Ella respondió: «No me atreví; pensé que quizá te venían los versos.» Él movió la cabeza. «No te apures. La única mujer en cuya compañía me vienen los versos es "Ayesha", no tú.»