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«Estoy dispuesto -dijo Gibreel con humildad-. De todos modos, ya me iba.»

«Escucha -le decía Allie Cone-, Gibreel, maldita sea, olvida la pelea. Mira: yo te quiero.»

Ahora estaban los dos solos en el apartamento. «Tengo que marcharme», dijo Gibreel suavemente. Ella se colgó de su brazo. «Me parece que no estás bien.» Él insistió en salvar su dignidad. «Después de exigir mi marcha, ya no posees jurisdicción en lo concerniente a mi salud.» Y escapó. Alleluia, al tratar de seguirle, sintió agudos dolores en ambos pies y, sin más opción, cayó al suelo sollozando, lo mismo que una actriz en una película masala, o que Rekha Merchant el día en que Gibreel la dejó por última vez. En suma, lo mismo que un personaje de un tipo de drama en el que ella nunca creyó poder encajar.

* * *

La turbulencia meteorológica desatada por la cólera de Dios para con su siervo había dado paso a una noche clara y tibia presidida por una luna gorda y mantecosa. Sólo los árboles derribados daban testimonio del poder del Ser que ya había partido. Gibreel, con el sombrero calado, el cinturón del dinero bien ceñido al cuerpo, las manos hundidas en los bolsillos -la derecha palpaba un libro pequeño, de tapas blandas-, daba gracias en silencio por su evasión. Seguro ya de su condición arcangélica, desechó todo remordimiento por sus anteriores dudas y lo sustituyó por una firme decisión: él devolvería a esta metrópoli de impíos, esta nueva 'Ad o Thamoud, el conocimiento de Dios, el cual derramaría sobre ella las bendiciones de la Revelación, la Palabra sagrada. Sintió que su antigua personalidad se desprendía de él y la despidió encogiéndose de hombros, pero decidió que, por ahora, conservaría la escala humana. Aún no había llegado el momento de crecer hasta llenar el firmamento de horizonte a horizonte, aunque sin duda llegaría a no tardar.

Las calles de la ciudad se retorcían en torno a él, enroscándose como serpientes. Londres se había vuelto inestable, revelando su verdadera naturaleza, caprichosa y atormentada, su angustia de ciudad que ha perdido el sentido de identidad y, por consiguiente, se debate en la impotencia de su egoísta y airado presente de máscaras y parodias, asfixiada y oprimida por el peso insoportable del pasado no desechado, mientras contempla la desolación de un futuro empobrecido. Él deambuló toda la noche, y el día siguiente, y la noche siguiente, hasta que luz y oscuridad dejaron de importar. Ya no parecía necesitar la comida ni el descanso; sólo sentía el afán de moverse constantemente por aquella metrópoli torturada cuya textura estaba transformándose por completo; las casas de los barrios ricos se construían ahora de miedo solidificado; los edificios del Gobierno, de vanagloria y desprecio, y las viviendas de los pobres, de confusión y sueños materiales. Cuando miras con ojos de ángel, ves esencias en lugar de superficies, ves la corrupción del alma que levanta ampollas y pústulas en la piel de los transeúntes, ves la generosidad de algunas personas posada en sus hombros en forma de ave. Mientras vagaba por la ciudad transformada, vio diablillos con alas de murciélago sentados en las esquinas de edificios hechos de mentiras, y vislumbró duendes que reptaban como gusanos por entre las baldosas rotas de los urinarios públicos. Al igual que el fraile alemán Richalmus en el siglo trece, sólo con cerrar los ojos veía nubes de demonios minúsculos que envolvían a cada hombre y mujer del mundo, bailando como motas de polvo al sol, ahora Gibreel, con los ojos abiertos al claro de luna y a la luz del sol, detectaba en todas partes la presencia de su adversario, de su -para devolver a la vieja palabra su significado original- shaitan.

Mucho antes del Diluvio, recordó -al parecer, ahora que había reasumido el papel de arcángel se le restituían, poco a poco, su memoria y sabiduría arcangélicas-, numerosos ángeles (los primeros nombres que recordó, Semjaza y Azazel) fueron arrojados del Cielo por desear a las hijas de los hombres, las cuales, llegado el momento, parieron una raza perversa de gigantes. Ahora empezaba a comprender la magnitud del peligro del que se había salvado al apartarse de Alleluia Cone. ¡Oh, la más falsa de las criaturas! ¡Oh, princesa de los poderes del aire! Cuando el Profeta, paz a su nombre, recibió la wahi, Revelación, ¿no temió también haber perdido el juicio? ¿Y quién le tranquilizó dándole la certidumbre que necesitaba? Pues Khadija, su esposa. Ella le convenció de que no estaba loco de remate, sino que era el Mensajero de Dios.

Pero Alleluia, ¿qué había hecho por él? Tú no eres tú. Me parece que no estás bien. ¡Oh, causante de tribulaciones, generatriz de discordia y de la amargura del corazón! ¡Sirena tentadora, diablo en forma humana! Ese cuerpo como la nieve, con su pelo pálido, pálido; cómo lo utilizaba ella para nublarle el alma, y cuán duro le resultó, por la debilidad de la carne, resistirse…, prendido por ella en las redes de un amor tan complejo que estaba más allá de toda comprensión y le había llevado hasta el borde de la Caída final. ¡Cuán benéfico fue entonces para él el Ente Superior! Ahora veía que la elección era fácil: el amor infernal de las hijas de los hombres o la celestial adoración de Dios. Él consiguió hacer la elección buena, en el último instante.

Del bolsillo derecho de la gabardina sacó el libro que estaba allí desde que se fue de casa de Rosa, hacía un milenio: el libro de la ciudad que él venía a salvar, el Mismo Londres, capital de Vilayet, convenientemente expuesta con todo detalle, sin omitir nada. Él redimiría esta ciudad: Londres a su alcance, de la A a la Z.

* * *

En una esquina de una zona de la ciudad antaño conocida por sus artistas y radicales y transitada por hombres en busca de prostitutas y ahora entregada al personal publicitario y productores cinematográficos menores, el arcángel Gibreel descubrió un alma perdida. Era joven, del género masculino, buena estatura y una gran belleza, con la nariz extrañamente aguileña, el pelo más bien largo, reluciente y peinado con raya en medio, y con los dientes de oro. El alma perdida estaba de pie en el bordillo de la acera, de espaldas al arroyo, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, y sostenía en la mano derecha un objeto que evidentemente tenía en gran estima. Su conducta era extraña: contemplaba intensamente el objeto que tenía en la mano y luego miraba en derredor, sacudiendo la cabeza de derecha a izquierda, escudriñando con ávida concentración la cara de los que pasaban por su lado. Gibreel, que no quería actuar con brusquedad, observó, en una primera pasada, que el objeto que asía el alma perdida era una foto tamaño pasaporte. A la segunda pasada se paró delante del desconocido y le ofreció su ayuda. El otro le miró con recelo y le puso la foto delante de la nariz. «Este hombre -dijo golpeando la cartulina con un largo índice-. ¿Conoces a este hombre?»

Cuando Gibreel vio que desde la foto le miraba un joven de gran belleza, con una nariz extrañamente aguileña, el pelo más bien largo, reluciente y peinado con raya en medio, comprendió que su instinto no le había engañado, que allí, en una concurrida esquina, observando a la gente, por si se veía pasar a sí mismo, había un alma en busca del cuerpo extraviado, un espectro que necesitaba desesperadamente su envoltura física perdida; porque los arcángeles saben que el alma o ka no puede existir (una vez se ha roto el dorado cordón de luz que la une al cuerpo) más de una. noche y un día. «Yo puedo ayudarte», prometió, y el joven le miró con viva incredulidad. Gibreel se inclinó, tomó la cara del alma entre las manos y la besó firmemente en los labios, porque el espíritu que es besado por un arcángel recupera inmediatamente el sentido de la orientación y encuentra el camino de la verdad y la virtud. Ahora bien, el alma perdida reaccionó a la gracia del beso arcangélico de un modo sorprendente. «¡Maricón! -gritó-. Puedo estar desesperado, tú, pero no tanto», después de lo cual, manifestando una solidez insólita en los espíritus incorpóreos, sacudió al Arcángel del Señor un soberano golpe en la nariz con el mismo puño con que sostenía su imagen, provocando desorientación y hemorragia.