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Era una mujer competente, impresionante en muchos aspectos, la deportista profesional de los años ochenta, cliente de MacMurray, la agencia gigante de relaciones públicas, y tenía patrocinadores a montones. Ahora también ella aparecía en anuncios, exhibiendo su propia línea de prendas para deporte y tiempo libre, pensadas para los excursionistas aficionados más que para los escaladores profesionales, promoviendo lo que Hal Valance llamaría el universo. Ella era la muchacha de oro del techo del mundo, la superviviente de «mi pareja de teutonas», como Otto Cone gustaba de llamar a sus hijas. Yel, otra vez te sigo los pasos. Una mujer atractiva en un mundo dominado por, en fin, hombres peludos se vendía bien, y la imagen de la «reina de los hielos» tenía garra. Esto daba dinero, y ahora que era lo bastante vieja como para comprometer sus viejos y fieros ideales con un simple encogerse de hombros y una sonrisa, estaba dispuesta a hacerlo, dispuesta, incluso, a salir en los programas de entrevistas de la televisión para responder con evasivas e insinuaciones picantes a las consabidas preguntas acerca de la vida con los chicos a ocho mil metros. Este exhibicionismo no casaba con la imagen de sí misma a la que aún se aferraba con fuerza: la idea de que ella era solitaria por naturaleza, la más reservada de las mujeres, y que las exigencias de su vida profesional le provocaban un conflicto que la dividía consigo misma Ello fue la causa de su primera disputa con Gibreel, que, con su crudeza habitual, dijo: «Supongo que no hay inconveniente en huir de las cámaras mientras sepas que van detrás de ti. Pero ¿y si se paran? Supongo que entonces correrías en sentido contrario.» Después, cuando hicieron las paces, ella bromeaba acerca de su fama creciente (puesto que fue la primera rubia atractiva que conquistó el Everest, se armó un considerable revuelo, y recibía por correo fotos de magníficos mostrencos, invitaciones a soirées encopetadas y también insultos paranoicos): «Yo podría hacer películas ahora que tú te has retirado. ¿Quién sabe? Quizá las haga.» A lo que él respondió, impresionándola con su vehemencia: «Antes tendrías que matarme.»

A pesar de su pragmatismo y buena disposición para meterse en las contaminadas aguas de la vida real y nadar a favor de la corriente, Allie no se libraba de la sensación de que una horrible desgracia acechaba a la vuelta de la esquina -reliquia de la trágica muerte de su padre y de su hermana-. Este presentimiento hizo de ella una escaladora precavida, «un tío que calcula porcentajes», como decían los chicos, y, a medida que admirados compañeros iban muriendo en las montañas, su precaución fue en aumento. Cuando no estaba escalando, ello le daba, a veces, un aspecto tenso, un aire nervioso; adquirió el aspecto defensivo y reconcentrado de una fortaleza que se prepara para un asalto inevitable. Esta actitud contribuyó a consolidar su reputación de mujer gélida; la gente se mantenía a distancia y, según decía ella misma, aceptaba la soledad como precio de su independencia. Pero en todo ello empezaba a haber contradicciones porque, al fin y al cabo, últimamente ella había abandonado toda prudencia cuando decidió hacer el último asalto al Everest sin oxígeno. «Aparte las demás consideraciones -le manifestó la agencia en su carta de felicitación -, este gesto la humaniza, demuestra que usted tiene corazón e intrepidez, lo cual le da una nueva dimensión muy positiva.» Ahora trabajaban en ello. Y, además, pensó Allie, sonriendo a Gibreel con expresión de estímulo y fatiga, mientras él descendía hacia sus intimidades, aquí estás tú. Casi un perfecto desconocido y te has hecho el dueño. Dios mío, si hasta te entré por la puerta casi en brazos. No se te puede reprochar que aceptaras la invitación.

Él no estaba educado para la convivencia. Acostumbrado a los criados, dejaba la ropa, las migas y las bolsitas del té tiradas por ahí. Peor: las tiraba, las dejaba caer donde había que recogerlas; con total desconsideración, permitiéndose el lujo de no reparar en lo que hacía, para seguir demostrándose a sí mismo que él, el pobre chiquillo de la calle, no tenía necesidad de ordenar sus cosas. Y no era esto lo único que la enfurecía. Ella servía el vino; él vaciaba su copa rápidamente y luego, cuando ella estaba distraída, bebía de la de ella, apaciguándola con un angelical y superinocente: «Hay mucho más, ¿verdad?» Se comportaba muy mal en casa. Le gustaba peer. Se quejaba -¡se quejaba, sí, después de que ella, literalmente, lo recogiera de la nieve!- de que el piso era pequeño. «No puedo andar dos pasos sin darme de narices contra una pared.» Contestaba al teléfono con grosería, auténtica grosería, sin molestarse en preguntar quién llamaba: automáticamente, como hacen las estrellas de cine de Bombay cuando, por casualidad, no hay un lacayo a mano que les proteja de las intrusiones. Después de soportar una de aquellas andanadas de obscenidades, Alicja, cuando por fin pudo hablar con su hija, dijo: «Perdona la franqueza, hijita, pero me parece que tu amigo es un caso.»

«¿Un caso, mamá?» Esto tuvo el efecto de provocar en Alicja su tono más arrogante. Todavía podía hablar con distinción, tenía esa facultad, a pesar de su decisión post-Otto de disfrazarse de pueblerina. «Un caso -anunció, tomando en consideración la circunstancia de que Gibreel era importación de la India- de chifladura de macaco.»

Allie no discutió con su madre, ya que no estaba segura, ni mucho menos, de poder seguir viviendo con Gibreel, aunque él hubiera atravesado medio mundo, aunque hubiera caído del cielo. Era difícil hacer previsiones a largo plazo; incluso el medio plazo aparecía oscuro. Por el momento, ella se concentraba en tratar de conocer a este hombre que, de entrada, daba por descontado que él era el gran amor de su vida, con una certeza que hacía pensar que o estaba en lo cierto, o estaba loco. Había muchos momentos difíciles. Ella no sabía lo que sabía él, lo que ella podía dar por descontado: un día, refiriéndose a Luzhin, el ajedrecista maldito de Nabokov que llegó a pensar que en la vida, como en el ajedrez, indefectiblemente tenían que darse ciertas combinaciones para derrotarle, para tratar de explicar, por analogía, su propio (en realidad, algo distinto) presentimiento de catástrofe inminente (que tenía que ver no con esquemas reiterativos, sino con la inevitabilidad de lo imprevisible); pero él le lanzó una mirada dolorida que le mostró que no había oído hablar del escritor, y no digamos de La defensa. Pero, por otro lado, un día la sorprendió al preguntarle inopinadamente: «¿Por qué Picabia?» Y agregó que era peculiar, que Otto Cohen, veterano de los campos de terror, se interesara por todo ese amor neofascista por la maquinaria, la fuerza bruta y la glorificación de la deshumanización. «El que haya tenido algo que ver con las máquinas -agregó-, y, muñeca, eso es decir todos nosotros, sabe muy bien que sólo hay una cosa cierta en las máquinas, ya sean ordenadores o bicicletas. Y es que se estropean.» ¿Cómo es que tú conoces…?, empezó ella, y se interrumpió, porque no le gustaba el tono paternalista de su voz, pero él le respondió sin vanidad. La primera vez que oyó hablar de Marinetti, le dijo, no supo interpretarlo y pensó que el futurismo era algo relacionado con los muñecos. «Marionetas, kathputli; por aquel entonces yo estaba interesado en que se utilizaran autómatas en las películas, por ejemplo, para representar demonios y otros seres sobrenaturales, y agarré un libro.» Agarré un libro: Gibreel, el autodidacta, hizo que sonara como si hubiera agarrado un paraguas. A una muchacha de una familia que reverenciaba los libros -su padre les hacía besar cada tomo que caía al suelo- y que, en su rebeldía, los maltrataba, arrancando las páginas que le interesaban o que no le gustaban, marcándolos y rayándolos para demostrar quién mandaba, la irreverencia incruenta de Gibreel, que tomaba los libros por lo que ofrecían, sin genuflexiones ni afán destructor, era algo nuevo y, así lo reconoció, grato. Ella aprendía de él. Gibreel, no obstante, parecía insensible a todo conocimiento que ella deseara impartir como, por ejemplo, el sitio en el que había que dejar los calcetines sucios. Cuando ella sugirió que «ayudara un poco», él se mostró vivamente ofendido, como si considerase que tenía derecho a esperar un desagravio. Y ella, contrariada, descubrió que estaba dispuesta a ofrecérselo; por lo menos, aquella vez.