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«Era el prototipo del individuo trasplantado y naturalizado -dijo Alicja emprendiéndola con una gran ración de estofado de zanahoria-. Cuando cambió nuestro apellido, yo le dije: Otto, no es necesario, esto no es América, esto es Londres, Oeste, dos; pero él quería hacer borrón y cuenta nueva, incluso del judaismo, perdona, pero me consta. ¡Las trifulcas que tuvo con el Consejo de Delegados de la comunidad! El lenguaje, parlamentario y civilizado, eso sí, pero con mucho hierro.» En cuanto él murió, ella recuperó el Cohen y la sinagoga, la fiesta de las luces y Bloom's, el restaurante judío. «Se acabó la imitación de la vida -masticó un poco y agitó el tenedor con vehemencia-. Por cierto, qué película. Me encantó. Lana Turner, ¿verdad? Y Mahalia Jackson cantando en la iglesia.»

Otto Cone, a sus setenta y tantos, se tiró por el hueco del ascensor y se mató. Había un tema que Alicja, que no tenía empacho en hablar de casi cualquier tabú, se negaba a tocar: ¿por qué un superviviente de los campos de concentración vive cuarenta años y luego va y acaba el trabajo que no hicieron los monstruos? ¿Es que la maldad tiene que acabar ganando siempre, por mucho que te empeñes en resistirte a ella? ¿Deja una astilla de hielo en la sangre que va abriéndose camino hasta que llega al corazón? O, peor: ¿puede la muerte de un hombre ser incompatible con su vida? Allie, cuya primera reacción a la muerte de su padre fue de cólera, arrojó estas preguntas a su madre. Y ésta, imperturbable bajo un gran sombrero negro, dijo únicamente: «Tú has heredado su incapacidad de reportarse, hijita.»

Después de la muerte de Otto, Alicja desterró la elegancia en el vestir y el ademán que fuera su ofrenda en el altar del afán de integración de su marido, su intento de ser su gran dama estilo Cecil Beaton. «¡Bua! -confió a Allie-. ¡Qué alivio, hija, poder ser un fardo, para variar.» Ahora llevaba su pelo gris más o menos recogido en un moño anárquico, no se pintaba, usaba unos vestidos de flores idénticos, adquiridos en el supermercado, y una dentadura postiza que la martirizaba, y plantaba hortalizas en el jardín que Otto quería exclusivamente floral (pulcros macizos de flores alrededor del simbólico árbol central, injerto «quimérico» de laburnum y retama), y, en lugar de cenas llenas de charla cerebral, daba almuerzos -a base de indigestos estofados y un mínimo de tres monstruosos puddings- en los que poetas húngaros disidentes contaban alambicados chistes a místicos gurdjieffianos o (si la cosa no acababa de arrancar) los asistentes se quedaban sentados en el suelo, en almohadones, contemplando tristemente sus platos cargados de comida, y algo parecido al silencio total reinaba durante lo que parecían semanas. Allie acabó por zafarse de aquel ritual del domingo por la tarde y se quedaba en su habitación, malhumorada, hasta que tuvo edad para irse de casa, a lo que Alicja se avino de buen grado, y apartarse del camino elegido para ella por aquel padre cuya traición a su propia voluntad de supervivencia tanto la había enfurecido. La joven se decantó por la acción y descubrió que había montañas que escalar.

Alicja Cohen, para la que el cambio de rumbo de Allie fue perfectamente comprensible e, incluso, encomiable, y que la alentaba en todo momento, no podía (así lo reconoció a la hora del café) entender la actitud de su hija en lo tocante a Gibreel Farishta, la retornada estrella de la pantalla india. «Por lo que me dices, hijita, me parece que ese hombre no está en tu esfera», dijo, utilizando una expresión que ella consideraba sinónimo de no es tu tipo y se hubiera horrorizado de haber sabido que podía interpretarse como una alusión despectiva a la raza o la religión; y, fatalmente, así la entendió su hija. «Eso a mí no me importa -dijo Allie con vehemencia, y se puso de pie-. La verdad es que a mí no me gusta mi esfera.»

No pudo salir del restaurante pisando fuerte, y tuvo que alejarse cojeando porque le dolían los pies. «Gran pasión -oyó a sus espaldas que su madre manifestaba a todo el local-. Don de lenguas, que quiere decir que una chica puede soltarte todo lo que le pase por la cabeza.»

* * *

Inexplicablemente, se habían descuidado ciertos aspectos de la educación de Allie. Un domingo, no mucho después de la muerte de su padre, mientras compraba los periódicos en el quiosco de la esquina, oyó decir al vendedor: «Es la última semana. Veintitrés años en esta esquina y por fin los "pakis" me han echado.» Ella, que entendió paquis, tuvo una extraña visión de elefantes que avanzaban por Moscow Road aplastando a los vendedores de prensa dominical. «¿Qué es un paqui?», preguntó incautamente, y la respuesta escoció: «Un judío aceitunado.» Desde aquel día, los dueños del CTP (Caramelos, Tabacos, Periódicos) fueron para ella paquidermos, gente diferente -e indeseable- a causa de la naturaleza de su piel. Contó el caso a Gibreel. «Oh -respondió él, despectivo-, un chiste elefante.» No era hombre fácil.

Pero allí, en su cama, estaba ahora aquel sujeto grande y rudo que hacía que ella se abriera como nunca y que podía llegarle hasta el pecho y acariciarle el corazón. Hacía muchos años que Allie no entraba en la arena sexual con tanta celeridad, y nunca una relación tan rápida había dejado, como esta, de producirle arrepentimiento y asco de sí misma. El olvido de él (así lo interpretaba ella, hasta que se enteró de que su nombre estaba en la lista de pasajeros del Bostan) fue muy doloroso, ya que indicaba que él daba a su encuentro una valoración diferente; pero ella no había podido equivocarse al juzgar el deseo tumultuoso y abandonado de él, ¿o sí? Por lo tanto, la noticia de su muerte provocó en ella sentimientos encontrados: por un lado, gratitud, alivio, alegría al saber que él iba volando a través de medio mundo para darle una sorpresa, que lo había dejado todo para construir una vida nueva a su lado; y, por el otro lado, el sordo dolor de verse privada de él en el mismo instante de descubrir que lo amaba de verdad. Más adelante, descubrió una tercera reacción, menos generosa. ¿Qué se había creído, pretendía presentarse en su casa sin avisar, dando por seguro que ella estaría esperándole con los brazos abiertos, la vida resuelta y un apartamento lo bastante grande para los dos? Era lo que cabía esperar de un artista de cine mimado que está convencido de que no tiene más que desear las cosas para que le caigan en la mano como fruta madura…, en suma, que se sintió invadida, o potencialmente invadida. Pero después se reprendió a sí misma arrumbando tales ideas al rincón del que no debieron salir, porque, después de todo, Gibreel había pagado muy cara su presunción, si presunción fue. Un amante muerto merece el beneficio de la duda.

Y luego allí estaba, a sus pies, inconsciente en la nieve, cortándole la respiración por lo implausible de su presencia y haciéndole preguntarse durante un momento si no podría ser otra de aquella serie de ilusiones ópticas -ella prefería esta expresión neutra a la más trascendente de visiones- que la perseguían desde que tomó la decisión de prescindir de las botellas de oxígeno y conquistar el Chomolungma a pulmón libre. El esfuerzo de levantarlo del suelo, rodearle los hombros con su brazo y llevarlo hasta su piso casi en vilo, la convenció de que no era una ilusión, sino carne maciza. Hasta llegar a casa los pies le dolían espantosamente, y el dolor volvió a despertar todo el resentimiento que ella ahogara cuando le creyó muerto. ¿Qué esperaba que hiciera con él ahora, el muy bobo, tumbado en la cama de través? Dios, ya había olvidado cuánta cama necesitaba aquel hombre, cómo durante la noche venía a colonizarte tu lado del colchón y te robaba las mantas. Pero también habían resurgido otros sentimientos, y éstos fueron más fuertes; porque aquí, durmiendo bajo su protección, estaba él, la esperanza abandonada: por fin, el amor.