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¿A quién había de echar la culpa el diablo sino a Gibreel, el arcángel?

La criatura acostada en los sacos de dormir abrió los ojos; empezó a salirle humo por los poros. Ahora la efigie de todos y cada uno de los muñecos de cera era la misma, la de Gibreel, con el pico en la frente y su cara taciturna y bien parecida. La criatura enseñó los dientes y exhaló un largo y fétido resoplido, y los muñecos de cera se disolvieron dejando tras sí únicamente charcos y vestidos vacíos, todos, hasta el último. La criatura echó el cuerpo atrás, satisfecha. Y concentró sus pensamientos en su enemigo.

Entonces sintió dentro de sí las más inexplicables sensaciones de compresión, succión y disipación; dolorosas contracciones le recorrían el cuerpo mientras emitía gritos desgarradores que nadie, ni siquiera Mishal, que estaba con Hanif en el apartamento de Pinkwalla, situado encima del club, se atrevió a investigar. Los dolores iban en aumento y la criatura se agitaba y convulsionaba por la pista de baile, gimiendo lastimosamente; hasta que, por fin, aliviada, se quedó dormida.

Horas después, cuando Mishal, Hanif y Pinkwalla se asomaron al local, contemplaron una escena de terrible devastación, mesas que habían volado por los aires, sillas partidas por la mitad y, naturalmente, todas las figuras de cera -las buenas y las malas, Topsy y Legree-, derretidas como la mantequilla; y, en el centro de la carnicería, durmiendo como un recién nacido, ni criatura mitológica ni trasgo infernal con cornamenta y aliento diabólico, sino Mr. Saladin Chamcha en persona, aparentemente retornado a su antigua forma, desnudo como vino al mundo, pero de aspecto y proporciones humanos, humanizado -¿acaso puede dudarse? – por la pavorosa concentración de su odio.

Abrió los ojos, que aún tenían un pálido fulgor rojizo.

2

Alleluia Cone, al descender del Everest, vio una ciudad de hielo al oeste del Campamento Seis, al otro lado de la franja rocosa, reluciendo al sol debajo del macizo de Cho Oyu. Shangri-La, pensó durante un momento; pero éste no era un verde valle de inmortalidad, sino una metrópoli de gigantescas agujas de hielo, finas, agudas y frías. El sherpa Pempa distrajo un momento su atención para instarle a mantener la concentración y, cuando volvió a mirar, la ciudad había desaparecido. Ella estaba todavía a más de ocho mil metros, pero la aparición de la ciudad imposible le hizo retroceder en el espacio y el tiempo al estudio de Bayswater, de oscuros muebles y pesadas cortinas de terciopelo, en el que Otto Cone, su padre, historiador de arte y biógrafo de Picabia, le habló, en el último año de su vida, cuando ella tenía catorce, de «la más peligrosa de todas las mentiras que se nos inculcan en nuestra vida», que, en su opinión, era la idea de la coherencia. «Si alguien trata de hacerte creer que éste, el más hermoso y más maligno de los planetas es, de algún modo, homogéneo, que está compuesto únicamente por elementos reconciliables, que todo suma, corre a un teléfono y pide una camisa de fuerza», le aconsejó, dando la impresión de que, antes de sacar sus conclusiones, había visitado más de un planeta. «El mundo es incoherente, que no se te olvide: está loco. Fantasmas, nazis, santos, todos viven al mismo tiempo; aquí, la dicha idílica y, un poco más allá, el infierno. No puede haber lugar más embarullado.» Las ciudades de hielo del techo del mundo no habrían desconcertado a Otto. Al igual que Alicja, su esposa, la madre de Allie, él era un emigrado polaco, superviviente de un campo de concentración cuyo nombre no fue pronunciado ni una sola vez durante toda la infancia de Allie. «Él quería hacer como si aquello no hubiera ocurrido -diría después Alicja a su hija-. Era poco realista en muchos aspectos. Pero un buen hombre; el mejor que he conocido.» Sonreía para sus adentros al decirlo, tolerándolo con el recuerdo como no siempre lo toleró en vida, porque con frecuencia era terrible. Por ejemplo, el odio que había desarrollado hacia el comunismo le impulsaba a cometer excentricidades bochornosas, especialmente en Navidad, en que aquel judío se empeñaba en celebrar, con su familia judía e invitados, lo que él describía como un «rito inglés», en señal de respeto a la «nación que le había dado asilo», y luego lo estropeaba todo (a los ojos de su esposa) al entrar en el salón en el que todos descansaban apaciblemente, al calor de la lumbre y el coñac, disfrazado de chino, con bigote caído y todo, gritando: «¡Papá Noel ha muerto! ¡Lo he matado yo! Yo soy Mao y no hay regalos para nadie. ¡Je, je, je!» Allie, en el Everest, al recordarlo, hizo una mueca, la mueca de su madre, advirtió, trasladada a su cara helada.

La incompatibilidad de los elementos de la vida: en una tienda, en el Campamento Cuatro, a ocho mil trescientos metros, la idea que parecía ser el demonio particular de su padre, resultaba banal, vacía de significado, de atmósfera, por efecto de la altitud. «El Everest te silencia -confesó a Gibreel Farishta en una cama bajo un dosel de seda de paracaídas que formaba un Himalaya hueco-. Cuando bajas, nada te parece digno de ser dicho, nada. Sientes que la nada te envuelve como un sonido. Es el no ser. No dura mucho, desde luego. El mundo vuelve a ti en seguida. Lo que te hace callar es, creo yo, la imagen de la perfección que acabas de contemplar: ¿por qué hablar, si no puedes alcanzar pensamientos perfectos, frases perfectas? Te parece una traición a lo que acabas de vivir. Pero la sensación se borra y tú reconoces que, si quieres seguir adelante, tienes que hacer concesiones.» Durante sus primeras semanas, pasaban casi todo el tiempo en la cama: su apetito parecía inextinguible y hacían el amor seis o siete veces al día. «Tú me revelaste a mí misma -le dijo ella-. Tú, con la boca llena de jamón. Fue exactamente como si me hablaras, como si yo pudiera leerte el pensamiento. No como si -se rectificó-; te lo leí, ¿verdad? – Él asintió: era cierto-. Te leí el pensamiento y entonces de mi boca salieron las palabras justas -se admiró ella-. Como una seda. ¡Bingo!: el amor. En el principio fue el verbo.»

Su madre tenía una opinión fatalista acerca de los espectaculares acontecimientos que se habían producido en la vida de Allie: el amante que regresa de ultratumba. «Te diré sinceramente lo que pensé cuando me diste la noticia -le dijo mientras almorzaban sopa y kreplach en el Bloom's de Whitechapel-. Pensé: ay, hija, la gran pasión; ahora Allie tiene que sufrir esto, pobrecita.» Alicja era partidaria de mantener bien controladas las emociones. Era alta y exuberante y tenía labios sensuales, pero, como decía ella: yo nunca fui de las que meten ruido. Reconocía francamente ante Allie su pasividad sexual y le reveló que Otto «tenía, digamos, otras inclinaciones. Él sentía debilidad por la gran pasión y le decepcionaba que yo no hiciera grandes aspavientos». Se había cerciorado de que las mujeres con las que se relacionaba su marido, que era bajito, calvo y nervioso, se parecían a ella, y eso la tranquilizaba. Todas eran grandes y llenas, «pero también eran desenvueltas: hacían lo que él quería, gritaban para incitarle y fingían con ganas; al parecer, respondían al entusiasmo de él, y también, quizás, a su talonario. Él era de la vieja escuela y hacía dádivas generosas».

Otto llamaba a Alleluia su «perla inapreciable», y soñaba con un gran futuro para ella, de concertista de piano o, si no, de Musa. «Tu hermana, francamente, es para mí una decepción -dijo tres semanas antes de su muerte en aquel estudio de Grandes Libros y curiosidades picabianas: un mono disecado que, según él, era un «primer borrador» del infausto Retrato de Cézanne, Retrato de Rembrandt, Retrato de Renoir, numerosos artefactos mecánicos, incluidos estimuladores sexuales que daban pequeñas descargas eléctricas y una primera edición del Ubu Roi de Jarry-. Elena tiene ansias en lugar de pensamientos.» Había inglesado el nombre -Ellaynah por Yelyena-, como también fue idea suya acortar «Alleluia» a Allie y contraer su propio apellido, Cohen, de Varsovia, a Cone. Los ecos del pasado le entristecían; no leía literatura polaca y volvía la espalda a Herbert, a Milosz y a (dos tipos más jóvenes» como Baranczak, porque, para él, la lengua había quedado irremisiblemente mancillada por la Historia. «Ahora soy inglés», decía, orgulloso, con su marcado acento del Este de Europa, lanzando una retahila de modismos. A pesar de sus reticencias, parecía bastante satisfecho de su papel de mimo de la pequeña burguesía inglesa. Pero, al mirar atrás, daba la impresión de que él se percataba de la fragilidad de la imitación, puesto que mantenía las gruesas cortinas casi permanentemente cerradas, por si la incongruencia de las cosas le hacía ver monstruos allí fuera, o un paisaje lunar, en lugar de la familiar Moscow Road.