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Ella se volvió a mirarle, a medio tramo de la escalera del dormitorio, y, teatralmente, señaló la puerta de la sala, que estaba abierta. «En tal caso -dijo, triunfal-, ¿por qué al perro le ha ocurrido lo mismo?»

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Aquella noche, él tal vez le hubiera dicho que quería romper, que su conciencia ya no le permitía seguir -tal vez hubiera estado dispuesto a arrostrar su furor y asumir la paradoja de que una decisión pudiera ser a un tiempo lícita e inmoral (por cruel, unilateral y egoísta)-; pero cuando él entró en el dormitorio, ella le tomó la cara entre las manos y, observándole ávidamente para ver cómo recibía la noticia, le confesó que le había mentido en lo de que tomaba precauciones. Estaba embarazada. O sea que resultaba que ella era mucho más hábil que él en tomar decisiones unilaterales y, sencillamente, se había servido de él para tener el hijo que Saladin Chamcha no pudo darle. «Yo lo deseo -gritó, en tono de desafío y a bocajarro-. Y lo tendré.»

El egoísmo de ella, al anticiparse, frustró el de él. Entonces descubrió que se sentía aliviado: absuelto de la responsabilidad de tomar decisiones morales y ponerlas en práctica -porque, ¿cómo iba a dejarla ahora?-, y ahuyentó estos pensamientos y dejó que ella, suavemente pero con inconfundible empeño, lo empujara hacia la cama.

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Tanto si Saladin Chamcha, en su lenta metamorfosis, estaba convirtiéndose en una especie de mutante de ciencia-ficción o vídeo de horror, una criatura fruto del azar que en breve sería eliminada por la selección natural, como si estaba evolucionando en avatar del Señor del Infierno, o lo que fuera, lo cierto es (y en esta cuestión bien estará proceder con cautela, pasando de hecho demostrado a hecho demostrado, sin sacar conclusiones precipitadas hasta que nuestro camino de baldosas amarillas de las cosas incontrovertibles nos haya dejado a cuatro dedos de nuestro punto de destino), el caso es, decía, que las dos hijas de Haji Sufyan le habían tomado bajo su tutela, cuidando de la Bestia como sólo las Bellas pueden; y que, a medida que pasaban los días, él llegó a quererlas de verdad. Durante mucho tiempo, Mishal y Anahita se le antojaron inseparables, la mano y su sombra, la soga y el caldero, Anahita, la pequeña, siempre detrás de su espigada y vivaz hermana, practicando patadas de karate y golpes de antebrazo de Wing Chun con halagador afán de emulación de la intrépida Mishal. Pero últimamente, él había advertido entre las dos hermanas una hostilidad que le entristecía. Una noche, desde la ventana de la buhardilla, Mishal señalaba algunos de los personajes habituales de la calle, el anciano sikh, al que un ataque racial había dejado mudo de la impresión; se decía que no había vuelto a hablar desde hacía siete años, antes de los cuales era uno de los pocos jueces de paz «negros» de la ciudad…, pero ya no pronunciaba sentencias, y a todas partes le acompañaba una esposa gruñona que le trataba con despectiva exasperación: Oh, no se apuren por él, porque nunca dice ni mu; y ahí viene el «contable» (definición de Mishal) con su aspecto vulgar, que vuelve a casa con su cartera y una caja de caramelos; de éste se decía en la calle que había desarrollado la extraña necesidad de cambiar de sitio los muebles de la sala durante media hora cada noche, colocando las sillas en fila, de dos en dos, con un pasillo central y fingiéndose el conductor de un autobús de un solo piso camino de Bangladesh, fantasía obsesiva en la que toda su familia tenía que tomar parte, y, al cabo de media hora justa, se le pasa, y durante el resto del día es el tipo más aburrido que puedas imaginar; y, al cabo de unos momentos de esta charla, Anahita, la quinceañera, interrumpió malévolamente: «Lo que quiere decir es que tú no eres la única víctima, que por aquí abundan los tipos raros, que no hay más que mirar alrededor.»

Mishal había adquirido la costumbre de hablar de la Calle como si fuera un campo de batalla mitológico y ella, en lo alto, en la ventana de la buhardilla de Chamcha, el ángel narrador y, también, exterminador. Por ella supo Chamcha las fábulas de los nuevos kurus y pandavas, los racistas blancos y las brigadas de «ayuda propia» o vigilantes que protagonizaban este moderno Mahabharata o, para ser exactos, Mahavilayet. Allá arriba, debajo del puente del ferrocarril, el Frente Nacional solía batallar con los intrépidos radicales del Partido Socialista Obrero, «todos los domingos, desde la hora del cierre hasta la de apertura -rió con desdén-, y luego nosotros, toda la puta semana, arreglando el estropicio». En ese callejón fue donde la policía cazó a los Tres de Brickhall y luego les colgó el muerto; por esa bocacalle se llega al escenario del asesinato del jamaicano Ulysses E. Lee, y en ese bar la mancha de la alfombra señala el sitio en el que Jatinder Singh Mehta la espichó. «El thatcherismo deja sentir sus efectos», declamó, mientras Chamcha, que ya no tenía voluntad ni palabras para discutir con ella, de hablar de justicia y del derecho de gentes, observaba el creciente furor de Anahita. «Ahora ya no hay grandes batallas -sentenció Mishal-. Ahora se practica la operación, en pequeña escala y el culto al individuo, ¿no? En otras palabras, cinco o seis canallas blancos que nos asesinan, uno a uno.» Aquellas noches, las patrullas de vigilantes rondaban la Calle, buscando brega. «Es nuestro campo -dijo Mishal Sufyan de aquella calle, en la que no se veía ni una brizna de hierba-. Que vengan a quitárnosla si pueden.»

«¡Mírala! -estalló Anahita-. Ella, tan señorita, ¿verdad? Tan fina. Imagina lo que diría mamá si lo supiera.» «¿Si supiera el qué, serp…?» Pero Anahita no se amilanaba: «Oh, sí – gritó-. Lo sabemos todo, no creas que no. Que la señorita va a los shows de beat bhangra del domingo por la mañana y se viste de trasto cutre en el lavabo de señoras, y con quién se contonea y con quién se enrolla en la discoteca Cera Caliente; se ha creído que estoy en las nubes, que no sé lo de aquel baile de blues al que se fue con el señor Ya-sabes-quién Mamón-Fantasma…, bonita hermana. -Y, de colofón, la apoteosis-: Ésa acabará muriendo de comosellame ignorancia.» Se refería, como Chamcha y Mishal comprendieron inmediatamente -los anuncios del cine en los que unas lápidas funerarias expresionistas surgían de la tierra y el mar habían hecho calar el mensaje-, al Sida.

Mishal se echó sobre su hermana y le tiró del pelo. Anahita, a pesar del dolor, aún pudo lanzar otra pulla: «Por lo menos, yo no llevo la cabeza como un acerico; se necesita estar pirado para prendarse de eso», y las dos hermanas se fueron, dejando a Chamcha desconcertado ante la súbita y total aceptación por Anahita de la ética de la feminidad propugnada por su madre. Se avecinan complicaciones, se dijo. Y las complicaciones llegaron sin tardar.

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Con más y más frecuencia, cuando estaba solo, Chamcha se sentía caer en un embotamiento que llegaba a hacerle perder el conocimiento, como el muñeco al que se le acaba la cuerda, y en aquellas ausencias, que siempre finalizaban inmediatamente antes de la llegada de alguna visita, su cuerpo emitía ruidos alarmantes, aullidos de infernales wahwah pedals, el crepitar snaredrum de huesos satánicos. Mientras tanto, él, poco a poco, crecía. Y, en la misma medida, crecían también los rumores de su presencia; no puedes tener a un demonio encerrado en la buhardilla e imaginar que vas a poder guardarlo siempre para ti solo.

Cómo trascendió la noticia (porque los que estaban en el secreto no despegaban los labios: los Sufyan, porque temían perder la clientela; los provisionales, porque su sentimiento de evanescencia les incapacitaba, momentáneamente, para la acción; y, todos, porque temían la llegada de la policía, que no desperdiciaba oportunidad de entrar en un establecimiento como aquél, tropezar accidentalmente con unos cuantos muebles y pisar sin querer varios brazos piernas cuellos): Chamcha empezó a aparecerse en sueños a los vecinos. A los mullahs de la Jamme Masjid, que antes fuera la sinagoga Maczikel HaDath que, a su vez, había sustituido a la iglesia calvinista de los hugonotes; y al doctor Uhuru, el hombre-montaña africano del sombrero de botones y poncho rojo-amarillo-negro que encabezara la eficaz protesta contra El Show de los Aliens y al que Mishal Sufyan aborrecía más que a ningún otro negro del mundo por su manía de pegar en la boca a las mujeres decididas, a ella misma, por ejemplo, en público, en una reunión, con muchos testigos, pero eso no detuvo al doctor; es un imbécil dijo un día a Chamcha señalándolo desde la ventana de la buhardilla, capaz de cualquier barbaridad; hubiera podido matarme, y todo porque dije a la gente que él no era africano, que lo conocía de cuando era Sylvester Roberts a secas, de New Cross; un médico brujo de mierda, si quieres que te diga lo que pienso; y la propia Mishal, y Jumpy, y Hanif, y el Conductor del Autobús, todos soñaban con él, le veían alzarse en la Calle como el Apocalipsis y quemar la ciudad como una tostada. Y en cada uno de los mil y un sueños, él, Saladin Chamcha, agigantado y tocado de cornamenta, cantaba, con una voz tan diabólicamente horrible y gutural que se hacía imposible identificar los versos, a pesar de que los sueños resultaron tener la terrorífica propiedad de ser seriados: cada uno continuaba donde había quedado la noche antes, y así sucesivamente, noche tras noche, hasta que incluso el Hombre Silencioso -el antiguo juez de paz que no había hablado desde la noche en que, en un restaurante indio, un joven borracho le puso un cuchillo debajo de la nariz, amenazó con cortarle y luego cometió el mucho peor delito de escupir en su comida-, hasta que este pacífico caballero asombró a su esposa al sentarse en la cama, tender el cuello hacia delante, como una paloma, golpearse las muñecas junto a la oreja izquierda y cantar con voz estentórea una canción tan extraña, acompañada de tanta electricidad estática, que la mujer no pudo entender ni una palabra.