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Estuvo durmiendo casi continuamente durante una semana, despertando sólo para satisfacer las mínimas exigencias del hambre y la higiene. Su sueño era atormentado: se revolvía en la cama y, de vez en cuando, de sus labios se escapaban palabras: Jahilia, Al-Lat, Hind. En sus momentos de vigilia, parecía resistirse al sueño, pero el sueño lo reclamaba, arrollándolo con sus olas, ahogándolo, mientras él, casi lastimosamente, agitaba un brazo débil. Ella no adivinaba qué traumáticos sucesos podían dar origen a aquel comportamiento y, un poco alarmada, llamó a su madre. Alicja llegó, examinó al dormido Gibreel, frunció los labios y dictaminó: «Está poseído.» Ella había regresado a una religión supersticiosa y folklorista, y su misticismo invariablemente exasperaba a su hija, pragmática y escaladora de montañas. «Aplícale al oído una bomba de aspiración -recomendó Alicja-. Es la salida que prefieren esas criaturas.» Allie acompañó a su madre hasta la puerta. «Muchas gracias -le dijo-. Te tendré al corriente.»

Al séptimo día, él despertó por completo, se le abrieron los ojos como a los muñecos, y al instante la buscó con la mano. Aquel gesto la hizo reír por lo crudo casi tanto como por lo inesperado, pero, una vez más, experimentó aquella sensación de naturalidad, de legitimidad. «Está bien -le sonrió-. Tú te lo has buscado.» Y se quitó el holgado pantalón marrón con elástico en la cintura y la chaqueta suelta -detestaba las prendas que revelaran el contorno de su cuerpo-, y entonces empezó aquella marathon sexual que los dejaría magullados, felices y exhaustos.

Él se lo dijo: cayó del cielo y siguió viviendo. Ella aspiró profundamente y le creyó, por la fe de su padre en las múltiples y contradictorias posibilidades de la vida, y también por todo lo que le había enseñado la montaña. «Está bien -dijo, expulsando el aire-. Lo acepto. Pero no se lo cuentes a mi madre, ¿de acuerdo?» El universo era prodigioso, y sólo el hábito, la anestesia de lo cotidiano, nos nublaba la vista. Hacía un par de días, ella había leído que las estrellas del firmamento, en su proceso natural de combustión, comprimían el carbono en diamantes. La idea de que las estrellas lanzaran una lluvia de diamantes al vacío también parecía un milagro. Si aquello podía ocurrir, esto también. Los niños caían desde la enésima ventana y rebotaban. Había una escena que trataba de esto en la película de François Truffaut L'argent de poche… Ella detuvo su divagación. «A veces -se decidió a decir- a mí también me pasan cosas prodigiosas.»

Le contó lo que no había dicho a nadie: las visiones del Everest, los ángeles y la ciudad de hielo. «Y no fue sólo en el Everest», dijo, y, tras una vacilación, siguió hablando. Cuando regresó a Londres, fue a pasear por el Embankment, para tratar de librarse de su recuerdo, y también del de la montaña. Era por la mañana temprano, y había un velo de bruma y una gruesa capa de nieve que desdibujaba el contorno de las cosas. Entonces llegaron los témpanos.

Eran diez, y subían por el río en fila, majestuosamente. La bruma era más densa alrededor de ellos, y hasta que los tuvo delante no distinguió su forma, la réplica miniaturizada de las diez montañas más altas del mundo, en orden ascendente, cerrando la marcha su montaña, la montaña. Ella trataba de adivinar cómo habían conseguido los témpanos pasar por debajo de los puentes, cuando la niebla se espesó para disiparse por completo a los pocos instantes, llevando consigo los témpanos. «Pero estaban allí -insistió a Gibreel-, Nanga Parbat, Dhaulagiri, Xixabangma Feng.» Él no discutió. «Si tú lo dices, yo creo que así fue.»

Un témpano es agua que quiere ser tierra; una montaña, y más un Himalaya, y más el Everest, es el intento de la tierra por metamorfosearse en cielo; es un vuelo en el suelo, es tierra convertida -casi- en aire y exaltada, en el verdadero sentido de la palabra. Mucho antes de enfrentarse a la montaña, Allie sentía en el alma su presencia severa. Su apartamento estaba lleno de Himalayas. Las reproducciones del Everest en corcho, plástico, cerámica, piedra, material acrílico y ladrillo se disputaban el espacio; incluso había una esculpida enteramente en hielo, una montañita que ella guardaba en el congelador y sacaba de vez en cuando para enseñarla a los amigos. ¿Por qué tantas? Porque -no cabía otra respuesta- estaban ahí. «Mira -dijo alargando el brazo y, sin levantarse de la cama, cogió de encima de la mesita de noche su última adquisición, un sencillo Everest de pino curado-, un regalo de los sherpas de Namche Bazar.» Gibreel lo tomó y lo miró dándole vueltas. Pemba se lo dio tímidamente cuando se despidieron, insistiendo en que era de parte de todo el grupo de sherpas, aunque, evidentemente, lo había tallado él. Era una reproducción detallada, con la cascada de hielo y el Escalón de Hillary, que es el último gran obstáculo que se encuentra antes de llegar a la cumbre, y la ruta que habían seguido ellos profundamente grabada en la madera. Al darle la vuelta, Gibreel vio que en la base había un mensaje en un inglés rudimentario. A Ali Bibi. Nosotros mucha suerte. No probar otra vez.

Lo que Allie no dijo a Gibreel era que la prohibición del sherpa la había asustado, convenciéndola de que, si volvía a poner los pies en la montaña-diosa, moriría, porque a los mortales no les está permitido mirar la divina faz más de una vez; pero la montaña era diabólica además de trascendente o, mejor dicho, su diabolismo y su trascendencia eran una misma cosa, de manera que la sola idea de la prohibición de Pemba le producía un anhelo tan vivo que la hacía gemir con fuerza, como en el éxtasis o la desesperación del sexo. «Los Himalaya -dijo a Gibreel, para disimular lo que estaba pensando- son cumbres sentimentales además de físicas, algo así como la ópera. Es lo que los hace tan imponentes. Sólo las mayores alturas… Es algo muy difícil.» Allie tenía la especialidad de pasar de lo concreto a lo abstracto con una pirueta tan natural que el oyente no estaba seguro de si ella advertía la diferencia entre lo uno y lo otro; ni, muchas veces, si, en definitiva, podía decirse que tal diferencia existía.

Allie se reservó la certidumbre de que debía apaciguar a la montaña o morir; que, a pesar de sus pies planos, que le impedían pensar siquiera en el montañismo, ella seguía infectada por el Everest, y que, en el fondo de su corazón, escondía un plan imposible, la visión fatal de Maurice Wilson no realizada hasta hoy. A saber: la ascensión en solitario.

Lo que ella no confesaba: que, después de su regreso a Londres, había visto a Maurice Wilson sentado entre los tubos de chimenea, un trasgo que le hacía señas, con pantalones de golf y boina escocesa. Tampoco Gibreel Farishta le dijo que a él le perseguía el espectro de Rekha Merchant. A pesar de tanta intimidad física, aún había puertas cerradas entre los dos: cada uno guardaba en secreto un peligroso fantasma. Y Gibreel, al oír hablar a Allie de sus otras visiones, ocultó una viva agitación bajo sus neutras palabras -si tú lo dices, yo lo creo-, agitación provocada por esta nueva prueba de que el mundo de los sueños se filtraba al de la vigilia, que la divisoria se rompía y que los dos firmamentos podían juntarse en cualquier momento, es decir, que el fin de todas las cosas estaba próximo. Una mañana, Allie, al despertar del negro sueño del agotamiento, lo encontró enfrascado en El casamiento del cielo y el infierno de Blake, obra que hacía mucho tiempo que no abría y en la que, con la falta de respeto hacia los libros que la caracterizaba en su adolescencia, había hecho numerosas marcas: subrayados, asteriscos en el margen, signos de admiración, interrogantes múltiples. Al verla despierta, él, con sonrisa maliciosa, leyó una selección de los pasajes marcados. «De los Proverbios del Infierno -empezó-: La lujuria del macho cabrío es la generosidad de Dios. -Ella se puso colorada-. Y, lo que es más -prosiguió él-: La antigua creencia de que el mundo será consumido por el fuego al cabo de seis mil años es cierta, como yo sé por el infierno. Y, más abajo: Esto sucederá en virtud de una mejora del placer sensual. Dime, ¿quién es? La he encontrado entre las páginas.» Le tendía la fotografía de una muerta: su hermana Elena, enterrada allí y olvidada. Otra adicta a las visiones; y víctima del hábito. «No hablamos mucho de ella. -Estaba arrodillada en la cama, desnuda, con la cara oculta por su pálido cabello-. Ponla donde estaba.»