– Danzáis maravillosamente, señorita.

Y ella le respondió:

– Pues mi pareja tampoco lo hizo mal. -Y dirigiéndose al conde le preguntó-: ¿Dónde lo habéis aprendido?

– En todas las islas perdidas de esos mares donde los hombres y las mujeres danzan, pero muy especialmente en el norte de Portugal.

Una lágrima de saudade nubló los ojos de doña Francisca.

– Debí suponérmelo. Sólo allí se bailan esos puntos y esos trenzados.

– Un poco más arriba, señorita, también.

– ¿Es que sois de por allá?

– ¿No me lo notáis en el acento?

– Sólo había notado que cantáis al hablar.

El Rey preguntó: «¿Qué hora es?» Y le respondieron que poco más de las diez. «¡Que siga la danza!), ordenó, pero el conde de la Peña Andrada se apartó de los danzantes y quedó al lado del monarca.

– ¿Estás cansado?

Por respeto a la presencia del Rey, se inició una lenta, ceremoniosa y aburridísima pavana, en la que doña Francisca no tomó parte: se escabulló hacia los internales del palacio. El conde de la Peña Andrada fue empujando suavemente al Rey, hasta alejarlo. Mantenía el sombrero en la mano, y comenzó a describir las danzas de mujeres desnudas que había presenciado en las islas del mar del Sur, y lo que de ellas había aprendido.

– ¿Y esas mujeres andan desnudas todo el día?

– Sí, Majestad. La suavidad del clima se lo permite.

El conde pensó que, en aquel momento, el Rey lamentaba no serlo de una de aquellas islas. Por ahorrarle tristezas, cambió de conversación.

9. -Y el Rey, ¿qué te dijo?

– De palabra nada, pero se le iluminó el rostro como si le hubiera encendido dentro una luz. También enderezó el cuerpo, que parecía un poco decaído. Fue como si el recado le hiciera otro hombre.

– ¿No danzaba con los otros?

– Los contemplaba desde un rincón, y no parecía muy divertido.

– Entonces, ¿tú crees que vendrá?

– Estoy completamente segura.

Encima de la cama de la Reina, cabida para cuatro, donde la rubia, frágil inquilina tenía suficiente con un rincón, había extendido hasta media docena de camisones, distintos de corte, en la materia del tejido, en la intención moral. El más llamativo de ellos, pesado de textura y con mucho realce de bordados, rígido hasta tenerse de pie sin necesidad de soporte, mostraba, a cierta altura, un agujero ribeteado, y encima, una cruz encarnada, y esta leyenda en letras oscuras: «Vade retro, Satanás.» La Reina lo señaló.

– ¿Será éste el que me ponga? Todos los confesores lo aconsejan, y sé de alguna de mis damas que los usan parecidos.

– Con esas rigideces, señora, será un embarazo quitárselo. Además, esa leyenda echa atrás al más pintado.

– Tú, ¿cuál me aconsejarías?

La azafata señaló uno de seda suave y casi transparente, escaso de anchuras y corto, que le vendría a la Reina hacia la mitad del muslo.

– Ése, sin duda.

La Reina se cubrió los ojos con las manos.

– Pero, ¡si apenas cubre nada!

– Señora, si no he entendido mal, se trata de acabar enseñándolo todo.

– Sí, pero sólo al final. Primero tengo pensado organizar al Rey una o dos peleas. Una, al menos, desde luego: ayer se escapó de palacio y durmió con una furcia.

– Vuestra madre, mi señora la Reina de Francia, tenía pruebas fehacientes de que el Rey, vuestro padre y mi señor, la engañaba con todas las mujeres que encontraba a su paso, y, sin embargo, jamás se lo recriminó. Vuestra madre, la Reina mi señora, puede ser un buen ejemplo en este caso.

– Es que tampoco puedo quitarme el camisón así como así, sólo porque él me lo pida. Habrá que pelear un poco.

– En ese caso, mi señora, estoy de acuerdo, a condición de que todos los noes que pronuncie Vuestra Majestad valgan por otros tantos síes.

– ¿En español o en francés?

– Yo los alternaría.

La Reina cogió el camisón elegido por Colette: cabía en un puño de puro sutil; y cuando lo extendió en el aire, se veía a Colette a través de su tejido.

– Si llevo esto puesto -dijo la Reina-, me temo que no tendrá necesidad de desnudarme.

– Esa prenda, Majestad, es un símbolo, y a los símbolos también se los destruye.

La Reina empezó a recoger los otros camisones y se los entregó a Colette.

– Guarda eso. ¿Cómo estará el baño?

– No muy caliente, me temo.

– La noche pide algo de fresco para el cuerpo. ¿Están bien cerradas las puertas?

– No pase cuidado Su Majestad: sé de muchas grandes damas de palacio que también se bañan, y, además, se perfuman. Así gustan más a los hombres.

– También ellos podían lavarse un poco y oler mejor.

La azafata abrió una puertecilla, y precedió a la Reina con el candelabro en alto. Había, en medio de la habitación, una tinaja ligeramente antropomorfa, llena de agua. La azafata examinaba a la Reina con atención, sin dejar el candelabro.

– ¿No miras demasiado, Colette?

– Nadie diría que Vuestra Majestad ha tenido un hijo.

La Reina, sin responderle, se metió en el agua: cuidadosamente, primero esto, después aquello, luego hasta la cintura, finalmente hasta el cuello. Colette dejó la luz encima de un arcón.

– Voy a buscar la toalla.

Y salió sin ruido.

10. Con un catalejo como aquél, traído de regalo por algún almirante vencido, se veía claramente, desde la ventana del salón, la esfera del reloj de la torre de San Pedro, a aquella hora que le daba la luna. Esperó el Rey a que faltasen sólo cinco minutos, dejó el catalejo en cualquier parte, y salió a la antesala, donde los guardias se habían dormido; pasó en puntillas, cerró con cuidado, y ya en su cuarto empujó el picaporte que abría la puerta de aquel corredor que le unía con los aposentos de la Reina; y el picaporte obedeció, no la puerta, cerrada seguramente con llave. Hizo, sin embargo, un par de tentativas inútiles, y sólo a la tercera volvió sobre sus pasos, pero saliendo a un corredor lleno de sombras, que recorrió casi hasta el final. Allí la puerta cedió: era la misma que aquella mañana el padre Villaescusa había atravesado con la cruz. Entró en una antesala en penumbra, y, al cerrar tras de sí, oyó como un rumor de rezos. Abrió otra puerta, y se halló en una sala, alumbrada por los cuatro cirios que marcaban las esquinas de un ataúd puesto en el suelo, encima de una alfombra negra. Al fondo, un grupo de frailes con las capillas echadas, rezaba a media voz. Los cirios iluminaban lo bastante el ataúd, de modo que el Rey pudo ver el rostro de su confesor, vestido con sus hábitos, las manos cruzadas sobre el pecho, y, entre ellas, una crucecilla de palo liso. El Rey, después de un titubeo, se arrodilló, contempló al muerto, se cubrió los ojos con las manos, y rezó un padre nuestro turbado de imágenes lascivas, mitad recuerdos, mitad esperanzas. Pensó que estaba pecando, pero reflexionó que imaginar a su mujer desnuda no era pecado. Se levantó, se santiguó y se dirigió a la puerta del fondo; pero, los frailes se habían juntado frente a ella en un grupo compacto, y seguían rezando, inmóviles; dio varias vueltas en busca de un lugar penetrable, y acabó por decir: «Dejadme, soy el Rey.» Pero ellos no se movieron, ni le respondieron, ni dejaron de rezar. Intentó abrirse paso, pero parecían de piedra, no sólo inmóviles, pesados. Quedó, con su cara pasmada, en el lugar vacío entre el ataúd y los frailes rezadores, no sabiendo qué hacer. El poco latín que' sabía le permitía reconocer, en los rezos, los salmos penitenciales, aunque sin el gorigori, y ganas le vinieron de unirse a ellos y rezar también. Pero le pareció que la mirada del difunto traspasaba los párpados y le miraba como lo había hecho aquella tarde, al decirle que no era pecado ver a su mujer desnuda, y que en vez de tener los lechos y los aposentos separados, debían dormir en la misma cama, como la gente sencilla, para que los cuerpos se conociesen y se acostumbrasen el uno al otro: que así lo mandaba la ley de Dios. Hizo una genuflexión delante del ataúd, y salió de aquella sala por donde había entrado, atravesó la antesala en penumbra, y se halló por segunda vez en el inmenso pasillo. Había muchas puertas: las fue tentando una a una, pero todas estaban cerradas. Y tuvo la sensación de que el mundo estaba cerrado para él, de que lo habían rodeado de soledad y de silencio, y de que los aposentos y el cuerpo de la Reina eran inaccesibles. Se echó a llorar.