– ¿Dónde hay que buscar a este caballero?

– Está en el alcázar, y yo os guiaré hasta él. Acompañadme con media docena de soldados.

– ¿Tantos, reverendo padre?

– No sabéis la clase de demonio de que se trata. Si fueran ocho, iríamos más seguros. Ocho soldados con arcabuces.

– De eso no tengo, padre. Sólo con alabardas.

– Pues vengan las alabardas, pero que las lleven brazos fornidos.

– Todos los del zaguanete lo son.

Y dio una voz, el oficial, pidiendo un retén de ocho alabarderos. En dos filas de a cuatro, el oficial y el fraile en el medio, iniciaron el ascenso de las grandes escaleras.

12. Golpearon, desde fuera, la espesa puerta, con instrumentos contundentes, y una voz que fingía aspereza gritó:

– ¡Abran en nombre del Rey!

El conde de la Peña Andrada se incorporó rápidamente.

– Ésos vienen por mí.

– ¿Por qué lo sabes? -le preguntó, también incorporada, las tetas al descubierto, doña Paca. Y él respondió:

– Porque la justicia del Rey nada tiene contigo.

– Pero tú eres su amigo.

– Sí, pero, del Rey abajo, no tengo valedores. Aunque el Rey ostente la justicia, los que la ejercen hacen como si ignorasen sus deseos.

– ¿Te dejarás prender?

– Espero que haya una escapatoria. Por lo pronto, levántate, que yo haré lo mismo.

Saltaron de la cama, cada uno por su lado, y el conde empezó a vestirse rápidamente, mientras ella le preguntaba que qué hacía.

– Ponte ese ropón blanco y coge el candelabro más grande que haya en tus aposentos. Los recibirás con él en alto, cuando yo haya abierto la puerta.

Fuera se repetían los golpes y las conminaciones.

– Diles que esperen.

– Me estoy vistiendo, señores. Tengan paciencia.

El conde se hallaba ya enteramente vestido.

– Cuando yo haya corrido los cerrojos, mándalos entrar.

Así lo hizo. Los cerrojos, bien engrasados, no chirriaron.

– Adelante.

La puerta se abrió y tapó al conde. Aparecieron el fraile y el oficial en la penumbra del corredor; quedaban fuera los soldados con sus alabardas. El oficial dijo:

– Traigo una orden de detención contra el conde de la Peña Andrada.

– ¿Y por qué vienen a buscarlo aquí? No conozco a tal caballero, ni suelo recibir a nadie a estas horas.

Se adelantó, osado, el fraile.

– Tenemos la certeza de que se esconde aquí.

– Pues búsquenlo -y, como el fraile alargase la mano para apartarla, doña Paca añadió-: Pero sin tocarme un pelo de la ropa. Al que me toque le quemaré los ojos. -Su mirada detuvo al fraile.

– Permítame pasar.

– Tienen la puerta franca.

Entraron también los soldados, y doña Paca, hecha la estatua muda del enojo, volvió la espalda a la puerta, como alumbrándoles el camino. Dos soldados, sin embargo, habían quedado de guardia, mientras los otros, así como el oficial y el fraile, lo hurgaban todo en busca del conde o sus señales. No hallaron nada.

– Tendrá que acompañarnos la señora, para declarar -osó decir el fraile.

– ¿También tenéis una orden contra mí?

– No, pero una cosa se deduce de otra.

– Soy dama de honor de la Reina y miembro de la Casa de Távora. Nadie me puede detener, aunque sí expulsarme del país si así Su Majestad lo ordena. Pero los trámites para llegar a la expulsión son muy largos, de modo que váyase con Dios y déjenme dormir tranquila. Mañana protestaré como es debido, y ya veremos qué pasa.

Había hablado con tal energía y autoridad, que el oficial miró al fraile, y ambos recularon hasta la puerta, seguidos de los soldados, y cerraron. Doña Paca dejó la luz en la esquina de una mesa y comenzó a buscar al conde y a llamarlo en voz queda.

– ¿Dónde estás? Ya se han ido, puedes salir.

Así llegó frente a la puerta que acababan de cerrar y frente al lienzo de pared donde el conde quedara cuando el fraile y sus secuaces habían abierto. Le pareció ver en la pared la silueta de un hombre alto, con espada y sombrero de larga pluma, como el conde: la silueta que hubiera dejado alguien al filtrarse por la pared, no muy clara, por supuesto. Acercó la luz y se desvaneció, pero al apartarla, la vio de nuevo, la gallarda silueta, con los contornos más definidos, si la miraba de frente, que se desvanecía al mirar de costado; y cuando la veía, el conde parecía sonreírle desde el fondo de los tiempos. Pegó un grito: «¡Es el demonio!», un grito lleno de pavor. «¡Me acosté con el demonio!» Y corrió desmelenada por sus estancias, doña Paca de Távora, gritando: «¡Es el demonio, es el demonio!», hasta acabar tirada en la cama, rezando y gimiendo, sin darse cuenta de que, al arrojarse sobre la sábana revuelta, le habían quedado los muslos al recacho.

13. -Ya no es cortés tanta demora -dijo la Reina; y Colette lo repitió:

– No, no es cortés.

– ¿Quieres buscar al Rey, Colette? Dile que su esposa le espera ofendida, pero que todavía le espera.

– Me parecen demasiados miramientos, pero lo haré.

Colette salió del dormitorio y fue a la puerta por donde el Rey tenía que haber llegado, pero la halló cerrada. Repasó las demás por donde se podía salir de aquellos aposentos inviolables, pero todas estaban igualmente cerradas. Las sacudió con fuerza, una tras otra, pero se mostraban reacias y seguras: detrás de una de ellas le pareció percibir una salmodia rezada. «¡Dios mío!», dijo en su francés natal. Y corrió al dormitorio.

– ¡Estamos presas, señora! ¡Las puertas no se abren ni para dentro ni para fuera! ¡Ni yo puedo salir, ni el Rey entrar!

– Pero, ¿por qué, Señor, por qué?

– En esta corte, Majestad, manda el demonio, aunque ellos crean que manda Dios. Pero a alguien muy poderoso le interesa estorbar que el Rey venga esta noche a visitaros.

– Pero, ¿por qué, Señor, por qué?

La Reina estaba llorando, sentada en el amplio lecho, vestida del camisón sutil que había elegido para aquella entrevista.

– Lo malo, Majestad -dijo Colette- es que yo también tenía una cita a las once, y no puedo acudir.

14. El conde de la Peña Andrada saltó de la carroza y golpeó con los nudillos el postigo de su puerta. Le abrió inmediatamente un criado portador de una lámpara.

– ¿Ha preguntado alguien por mí? ¿Han venido soldados?

– No, Excelencia. Sólo una mujer que espera en el zaguán.

Lucrecia se había dormido en el sillón que le habían ofrecido para esperar. El conde la tocó y ella se despertó sobresaltada.

– ¿Qué haces aquí?

– Señor, los esbirros de la Inquisición cerraron y sellaron la casa de mi ama. Pasé la tarde buscando dónde dormir, y no encontré lugar seguro. Por eso me acogí a su hospitalidad.

El conde la cogió en brazos.

– Dormirás en buena cama, sola o acompañada, como quieras.

Y le dijo al criado:

– ¿Quieres alumbrarnos?

El criado echó escalera arriba, anchas escaleras de piedra clara y complicados ornamentos. Entró en los aposentos del conde, y dejó la luz en el lugar oportuno. El conde depositó a Lucrecia en el suelo y le señaló el lecho.

– Ahí tienes. Puedes esperar con los ojos abiertos o cerrados.

– Abiertos, señor, muy abiertos, si no le importa.

– Allá tú. Yo voy a buscar a un jesuita, con el que tengo que hablar. Volveré en cuanto pueda.

Lucrecia empezó a desnudarse: iba dejando las prendas encima de una silla, hasta que cayó la última. Entonces, se santiguó rápidamente y se acostó. Lejos, aunque dentro de la casa, se batió una ventana. Después empezó a silbar el viento: bajaba de la sierra como una manada de caballos que los hubieran soltado de repente: bajaban aullando por las esquinas y enfriando el aire caliente de la noche. Lucrecia, entredormida, se arrebujó como pudo.