– Llorando no se va a ninguna parte, señor -dijo, al lado de su oído, una voz tenue: reconoció al conde de la Peña Andrada.

– ¿Qué hacéis aquí?

– Voy a una cita, como Vos.

– Todas las puertas están cerradas.

– La mía, no, Majestad.

– ¿Y por qué tú gozas de ese privilegio?

– No soy el único, señor. Detrás de cada puerta cerrada hay una cama y una pareja. Algunas son legales. Las más, no. La que me espera, por supuesto, no lo es.

– Ya será esa casquivana de doña Paca de Távora.

El conde le respondió con una ligera inclinación.

– Es muy hermosa dama, Majestad.

– A la Reina no le es simpática.

– Es natural, señor. Una refinada francesa y una exuberante portuguesa no están llamadas a entenderse. Es como si Vuestra Majestad comparara a Camoés con Ronsard.

– De Camoés he leído muchos versos, pero a ese otro no le oí nombrar nunca.

– Seguramente, señor, Su Majestad la Reina lo sabrá de memoria.

El Rey quedó pensativo.

– ¿Sabes que la Reina me estará esperando?

– Lo supongo.

– ¿Sabes que me han cerrado todas las puertas que conducen a su aposento?

– Si no fuera así, Majestad, no os hubiera encontrado llorando en estas soledades.

– ¿Y qué piensas?

Se hallaba al extremo del pasillo junto a una ventana cerrada. El conde abrió las maderas, y entró un difuso resplandor de luna.

– Si abrimos las vidrieras, oiremos latir el corazón de la ciudad dormida.

– Ábrelas.

Quedaron las vidrieras franqueadas, y, a la vista, una parte de la corte dormida y lunada. Todo estaba en silencio.

– No oigo ese latir que dices, conde.

– Hay que levantar el silencio como se levanta un cobertor. Entonces llegará hasta nosotros un bullicio lejano hecho de mil ruidos diferentes, desde el grito del que asesinan en la oscuridad unos rufianes pagados, hasta el gemido de placer de una muchacha que acaba de descubrir el amor, porque su marido se fue de viaje y ella ha decidido, por fin, recibir como amante al hombre que la cortejaba. ¿Sabe Vuestra Majestad que ese hombre le pedirá que se desnude? Pero también hay maridos que arrojan a sus mujeres del lecho porque ellas pretenden desnudarse. Los hombres y las mujeres de esta corte no piensan hoy en otra cosa, porque se dijo que el Rey, Nuestro Señor, quería ver a la Reina desnuda. Se dijo en todos los corrillos, en todas las esquinas, en todos los locutorios. No se dijo, pero se aludió, en los púlpitos, y andan por la ciudad procesiones de penitentes en rogativa de que no les alcance la venganza del Señor por los pecados del Rey.

Una mano delgada y blanca le interrumpió.

– Mi confesor me dijo que no era pecado. Por cierto que… mi confesor ha muerto esta misma tarde. ¿No lo encuentras sospechoso?

– La vida del padre Valdivielso pendía de un hilo, y un disparo de pólvora sin bala se lo rompió. Mucha gente creyó que se trataba de un trueno, yo entre ellas, pero se me ocurrió fisgar, y conozco muy bien el olor de la pólvora.

– ¿Qué piensas de todo esto?

– El Gran Inquisidor ha nombrado esta tarde nada menos que cuatro comisiones para que dictaminen el caso. Porque lo que para Vuestra Majestad es sencillo y legal, a ellos se les antoja, sobre todo, cuestión de Estado. Ellos ven al diablo por todas partes, salvo algunos que no creen en él, pero que se ven obligados a fingir que creen, porque, si no, los queman.

El Rey volvió a quedar silencioso. Se escuchaba a sí mismo, pero se conoce que aquella operación tenía algo que ver con el cobertor, porque dijo:

– Ahora, efectivamente, escucho un leve rumor…

– Dejémoslo ahora. Si Vuestra Majestad quiere saber lo que pasa de noche en la villa, pídale un informe al señor Valido, que está bien enterado. Él sabe que hay gente que mata por dinero, y sabe que, en figones profundos como mazmorras, hay putas viejas que bailan desnudas encima de las mesas. Sabe quién roba a mano armada, y quién estafa las arcas del Estado. Tampoco ignora en qué conventos de monjas se ama a Dios, y en cuáles se ama a los cortejadores de rejas. Se le escapan, naturalmente, las violaciones, los adulterios, las vírgenes vendidas a ricos viejos lúbricos, y todas las suciedades, y todas las venganzas, y todas las adulteraciones de la verdad. Pero nada de esto importa. Lo que le preocupa es que los pecados de Vuestra Majestad impiden la llegada de la armada a Cádiz y la victoria de nuestras armas en Flandes.

– Pero, ¿qué tendrán que ver con eso mis pecados?

– Eso es precisamente lo que han de dilucidar las cuatro comisiones de teólogos de que acabo de hablaros.

– Y tú, ¿estás de acuerdo?

– ¿Con el Valido? ¡Dios me libre! ¿Con la Inquisición? Vuestra Majestad lo sabe, chitón.

Pareció como si una rata grande se remegiera en las sombras de un rincón. El conde hizo ademán de sacar la espada, pero el Rey le detuvo.

– Hay muchas en palacio.

– De ésas, no tantas como Vuestra Majestad cree.

Se aproximó al rincón, dio una patada en la oscuridad, y la rata, grande como un osezno, salió corriendo.

– Ahora podemos hablar, señor. Yo quisiera ofrecer a Vuestra Majestad mis servicios.

– ¿Para qué? ¿No me sirves ya con una escuadra en no sé qué parte de la costa?

– Me refiero a un servicio más inmediato. Si Vuestra Majestad me da permiso, yo vería la manera de arreglar una entrevista de Vuestra Majestad con la Reina, mi señora, fuera del alcázar y de sus asechanzas. En un lugar donde las puertas cerradas protejan y no impidan.

El Rey quedó otra vez en silencio.

– Ya me va pareciendo imposible.

– Yo lo prometo por mi honor, a condición de que la Reina esté advertida y no se oponga. Seguramente, mañana, a primera hora, Colette, su azafata, vendrá a pedir a Vuestra Majestad que justifique su ausencia de esta noche.

– Ya habrán advertido que están encerradas.

– Aun así, Majestad… La Reina debe estar precavida desde temprano. ¿Qué sé yo a qué hora podré preparar la cita? Sólo tengo una idea…

– ¿La vas a madurar en brazos de doña Paca?

– ¿Quién lo sabe, Majestad? Las soluciones suelen venir por los caminos más inesperados.

– No me gustaría que la portuguesa sepa que me encontraste llorando.

– No lo sabrá, lo prometo. Pero, como todo el mundo en la corte, no ignora a estas horas que el Rey no pudo llegar a los aposentos de la Reina. Eso ya se sabía de antemano cuando danzábamos en el salón.

– ¿Todos cómplices, pues?

– En cierto modo, sí.

Se abrió una puerta del pasillo, y apareció la figura blanca de una mujer, con un candelabro en alto, que miraba a un lado y a otro.

– Doña Paca se inquieta, Majestad. Tengo que irme.

– Que tengas suerte.

El conde hizo una reverencia más.

– Mañana espéreme, Su Majestad. No salga del alcázar por ninguna razón.

Se hundió en las sombras, hacia la puerta donde la mujer de blanco empezaba a retirarse. El Rey oyó algo así como: «Espérame, estoy aquí.» La puerta se cerró. El Rey se asomó a la ventana, a escuchar la noche, y la sombra de la rata como un osezno se escurrió a lo largo del pasillo, pegada a la pared sin meter ruido.

11. La mesa en que cenaban el Valido y doña Bárbara era de maderas finas traídas de las Indias y trabajadas por buenos carpinteros. Se alargaba, en aquel comedor largo, y hacían falta cuatro candelabros para alumbrarla medianamente; los días de invitados se colocaban ocho. Y un inmenso mantel de hilo traído clandestinamente de Irlanda por católicos huidos la cubría y colgaba por los lados. De las veinte sillas, sólo dos, puestas en las cabeceras, se ocupaban: decorados sus respaldos respectivos con las armas de segundón del Valido, y con las armas de infanzona de su esposa. Otras señales de nobleza se desperdigaban por las paredes en reposteros y otras tapicerías. Los cuatro criados de servicio, dos detrás de ella, dos detrás de él, llevaban las libreas del dueño de la casa, bien conocidas en la corte, aunque desde hacía poco tiempo. La distancia, las luces interpuestas, les impedían dialogar, pero no cambiar miradas, de ardor las de ella, de forzada frialdad las de él. Cuando plegaron las servilletas, ella se levantó, recorrió el camino que la separaba de su marido, le dio un beso en la mejilla y susurró: