– ¿Y las guerras?

– ¡Bah! Nuestros soldados viven de lo que pillan.

La carroza, escoltada de cuatro arcabuceros a caballo, había dado la vuelta a la plaza de armas del Alcázar y atravesaba la puerta. Gente en grupos no se dignaba mirarla: aquí, unos golfos jugaban a los dados; más allá, un ciego con su guitarra, cantaba sus sátiras en verso, y cuando no sátiras, milagros. Y en otros corrillos de hambrientos probablemente se murmuraba, y en la indiferencia al paso de las carrozas mostraban su desprecio. El Valido comentó:

– Nadie nos ama.

Y la duquesa le respondió:

– Motivos para amarnos, no les damos.

– Las cosas vienen así.

– Pues ellos, lo mismo que nosotros, procuran que no les cojan.

Quedaron en silencio. La carroza daba tumbos por las calles mal empedradas; de vez en cuando, la luz de una lamparilla dejaba caer un destello fugaz sobre los rezagados enfrentados. El Valido se santiguaba; la duquesa, no.

– ¿Y qué sucede por los aposentos de la Reina? -preguntó, por fin, el Valido.

– Allá ha quedado, en espera de un baño tibio.

– ¿Dices de un baño?

– Sí. La pobre cree que su marido la visitará esta noche.

– Habrás dejado todo bien dispuesto.

– Por lo que a mí respecta, sí, y con harto dolor de corazón. No es que ame a la Reina con amor sublime, pero me da pena de la pobre chica, compuesta y sin novio, como quien dice.

– Las cosas no pueden ser de otra manera.

– Lo que yo no me explico, es con qué derecho os metéis en esas intimidades. Si los Reyes quieren dormir juntos, allá ellos. Si se quieren desnudar será porque les gusta. Yo, si las cosas vienen bien, también pienso hacerlo esta noche.

– Eres una viuda decente. Si andas de trapicheo, y se sabe, puedes perder tu puesto.

– También soy una viuda joven, y estas noches calurosas no invitan a la soledad. Tampoco las frías del invierno, es lo cierto. En el invierno, el cuerpo pide el calor de un compañero.

– ¿Y también te bañas?

– Sí.

– ¿No tienes miedo a que te denuncien?

– La azafata que me ayuda se baña también, y tampoco duerme sola. En cuanto a mis criadas y criados, los que no son moriscos o judaizantes, son de la secta iluminada, de modo que callarán por la cuenta que les tiene.

– Eso se llama rodearse de precauciones.

– No hay más remedio que hacerlo. Tú dices que las calles de la corte no son seguras. Pero, ¿hay algo seguro en la corte? Tú, de quien se dice que serás el hombre más poderoso de la monarquía, ¿estás seguro? ¡Ni siquiera el Rey lo está!

Fuera sonó un ¡Sooo! autoritario y prolongado, y se detuvo la carroza. Los cuatro arcabuceros se situaron a los lados, junto a las ventanillas. El Valido sacó la cabeza.

– ¿Sucede algo?

– Una procesión, Excelencia.

Habían llegado a un cruce, y por la calle que cruzaba, pasaban dos filas de frailes con antorchas, y, en el medio, penitentes con maderos, con cadenas en los pies, con disciplinas que les marcaban de sangre las espaldas. Rezaban a media voz, y, cada cuantas avemarías, quejas, gritos de dolor, exclamaciones:

– ¡Ten piedad de nosotros, Señor! ¡Aparta de nosotros esa serpiente maligna! ¡No castigues a tu pueblo inocente!

Cerraba la doble fila el padre Villaescusa, de sobrepelliz y bonete, con una cruz negra alzada que apoyaba en su cintura. Tardaron en pasar un rato. Después la carroza del Valido siguió su camino, hacia el hogar de la duquesa.

8. El Rey pudo echar un vistazo al espejo, de refilón, y a pesar del miedo que le hacía temblar, miedo o quizá deseo, aprobó, al menos en primera instancia, la imagen que el espejo le devolvía. Entonces se miró de frente y con franqueza: se había puesto un traje blanco, sin más adornos que el realce de la tela, y había conseguido dominar, a fuerza de agua y peine, el cabello rebelde y pálido, que, así aplastado, remataba bien la figura. Llevaba al cuello colgada una miniatura del Toisón, y estuvo a punto de quitársela también, pero, como pensaba dar una vuelta por el salón donde a aquellas horas aún quedaban cortesanos, prefirió dejarla, aunque más tarde se la guardase en la escarcela. Se sonrió a sí mismo, y salió. Al llegar al corredor más ancho, escuchó músicas que venían de la parte del salón, y hacia allí se dirigió. No abrió la puerta de golpe, ni permitió que lo anunciasen, sino que primero la entreabrió, y pudo ver a la gente danzando y, allá al fondo, subidos a la tarima, una tropa de músicos y cantores. Le pareció un buen presagio, entró y se deslizó pegado a una de las paredes, sin que nadie le hubiera descubierto, o, al menos, sin que nadie diese muestras de que lo había visto entrar. Se acogió al hueco de una ventana, casi tapado por las cortinas, pero allí había alguien, o recatado, o escondido. El que allí estaba, se destocó y rindió el sombrero. El Rey lo reconoció en seguida.

– Esta mañana, conde, os he mandado cubriros.

– Pero Vos, Majestad, vais ahora destocado, y no encuentro cortés…

– Gracias, conde. ¿Qué sucede?

– Que la señorita de Távora danza ella sola en medio de ese corro, y lo hace tan bien, que la contemplan y le llevan el ritmo con las palmas.

– Es hermosa, además.

– Sí, Majestad, muy hermosa y ligera de cascos, según dicen.

– Hay tantas murmuraciones en la corte.

– Algunas con fundamento.

– ¿Y no os tienta danzar? ¿O es que la vida de la mar no os ha dado lugar a aprenderlo?

– Si Vuestra Majestad lo autoriza, me gustaría hacer frente a esa portuguesa.

– Sólo en el caso de que pudiera verlo desde aquí, sin ceremonias.

– Prometo a Vuestra Majestad la mayor discreción.

El conde de la Peña Andrada hizo una reverencia y salió del escondrijo. Nadie advirtió su llegada, hasta que traspasó el corro de cortesanos y se plantó delante de la de Távora. Le hizo una reverencia y lanzó el sombrero al aire; pero el sombrero, como un bumerang, voló por el salón y volvió a la cabeza de donde había salido. Los cortesanos, unánimes, dijeron «¡Oh!», y la dama portuguesa se detuvo en su danza.

– ¿Me permitís danzar con Vos?

– ¡Si sois capaz…!

Los músicos habían suspendido la tocata, pero la reanudaban a una señal del conde. Se ensanchó el corro. La señorita de Távora llevaba la iniciativa, pero el conde la seguía sin un error; hasta que fue él quien tomó la delantera y la señorita de Távora le seguía, ágil, esbelta, desvergonzada, por cuanto a veces alzaba las faldas y dejaba al descubierto la hermosura de sus piernas, envueltas en medias moradas. El Rey, desde su escondite, no perdía ripio, y gozaba de la agilidad y destreza de los danzantes, y con las figuras y puntos hasta entonces nunca vistos en la corte, a que se entregaban. Hasta que alguien le chistó: Colette, la azafata de la Reina, estaba junto a él. No le hizo reverencia ni clase alguna de ceremonia. Se limitó a aproximarse hasta poderle pegar la boca a la oreja (el Rey se había inclinado), y decirle:

– Esta noche, señor, a las once en punto. No se demore Su Majestad.

Y se escurrió la azafata, hasta perderse tras la oscuridad de un portón. Los bailarines continuaban su loco juego de ida y vuelta, de toma y daca, de oferta y de repulsa, de seducción y rendimiento; hasta que la mademoiselle no pudo más y se dejó caer, aunque cuidándose de guardar la compostura, pues nada se le vio que no pudiera vérsele. El corro de cortesanos aplaudió, el conde de la Peña Andrada la ayudó a levantarse, y en la operación de ayudarla, ella le deslizó al oído que le esperaba aquella noche para una danza más recoleta.

– A eso de las once, más o menos.

Cuando estuvo de pie, la señorita de Távora hizo una reverencia al público, la volvieron a aplaudir. Pero en aquel momento el Rey había salido de su escondite, y se aproximaba al corro de los cortesanos. Se inclinaron todos, pero el Rey fue derecho a doña Francisca, y le dijo, mientras ella se inclinaba: