– Probablemente más de una, padre. Si ella lo pide, ¿cómo voy a negarme? Cuando me casé, me informaron de mi obligación de mantener la armonía conyugal, y también fui advertido de que las mujeres son más débiles, y de que hay que comprenderlas.

El capuchino le miró con dureza, como si todas las cóleras de Jehová se hubieran resumido en su mirada.

– ¿Y en esas condiciones espera alcanzar del Señor la merced de la descendencia? ¿Aspira a concebir esos hijos de pecado a que alude el salmista cuando dice: Et in peccato concepit me mater mea?

El Valido le devolvió la mirada, no iracunda, de incomprensión.

– También fui informado, padre, acerca de los lícitos placeres del matrimonio.

– Yo no culpo a Su Excelencia, sino a quienes tienen a su cargo la salvación de su alma. ¿Es jesuita su confesor?

– Me fue recomendado por el Señor Cardenal Primado.

– Gente dudosa, los jesuitas. Quieren hacerse con el poder del mundo tolerando las debilidades humanas. Para los jesuitas, todo es pecado venial, y eso en el peor de los casos. En el informe que estoy redactando para Vuesa Excelencia acerca de la sesión del Santo Tribunal de que hemos hablado, me extiendo largamente sobre la actuación de un padre jesuita, ese portugués llamado Almeida, que no sé de dónde viene ni adónde va. Fue el único de los presentes en justificar los devaneos del Rey. Que, por cierto, coinciden en cierto modo con lo que Vuesa Excelencia acaba de confesarme.

– Es que, padre, el protocolo de palacio no influye en mi vida privada, no me afecta, y no creo que mis pecados particulares alteren el destino de los súbditos de estos reinos. El Rey y sus pecados son otra cosa.

El capuchino meditó, mientras su mano diestra buscaba el crucifijo de su rosario y se aferraba a él.

– Efectivamente, el Rey y sus pecados son otra cosa, y las liviandades de Su Excelencia no afectan al destino de la monarquía. Pero, ¿y su destino personal? ¿No han informado también a Vuecencia de que existe una moral para el pueblo y otra para quienes lo dirigen? El pueblo necesita un aliciente para procrear, porque sin eso no tendríamos soldados. Pero a los grandes se les exige otra conducta. A los grandes, el abuso, incluso el uso, de los placeres de la carne, los lleva a la decadencia. Podría poner a Su Excelencia muchos ejemplos, incluso dentro de su propia familia.

– Pero, padre, yo no he buscado el placer fuera del matrimonio. Al menos desde que estoy casado.

– No dudo de que las costumbres de Vuecencia sean ejemplares, pero advierta que lo ejemplar puede no ser lo moral, ni siquiera la conveniente. Lo ejemplar es lo que se ve desde fuera. ¿Y qué se ve desde fuera? Que Vuecencia no tiene queridas ni va de picos pardos. Eso está bien, pero no basta. Hay que ser ejemplar, además, delante de la cara del Señor, que es quien castiga o premia. El Señor no da hijos a Vuecencia. ¿Por qué?

– Eso digo yo: ¿por qué?

El capuchino alzó en el aire, cara a la luz de los velones, el Cristo de metal que su mano diestra agarraba.

– Ahí lo tienes, crucificado por nosotros. ¿Qué hace Vuecencia en pago de ese sacrificio?

El Valido miró al Cristo alzado; luego inclinó la cabeza y la movió: a izquierda y a derecha.

– Nada especial. Soy un hombre como todos.

– Los mortales nunca podremos saber cómo piensa el Señor, pero los entendidos algo podemos conjeturar de las circunstancias. Por eso, Excelencia, he dicho que hay que forzar al Señor.

– Y yo no lo entendí.

– Quizá yo mismo tampoco. Si lo pienso, no lo entiendo, pero por algo lo dije, y no lo dije en vano: vamos a forzar al Señor, pero a condición de que Vuecencia y, sobre todo, su esposa, renuncien al placer. Con esa condición, yo me atreveré a hacer algo de lo que espero el remedio.

– Algo, ¿qué?

– Si Vuecencia me lo permite, mañana se lo diré. Guarde castidad hasta entonces.

6. El convento de los franciscanos lo habían construido alrededor de una encina, que ofrecía desde entonces en torno a su tronco un banco de tablas para aliviar, aunque no demasiado, las posaderas de quienes buscasen cobijarse allí del sol. Eran, sobre todo, los jóvenes los que acudían a aquella sombra, pero, después del atardecer, nadie osaba sentarse, ni casi atravesar el claustro, porque corría la voz de que sólo tras la puesta del sol el padre Rivadesella mantenía sus entrevistas con el Maligno, en aquella penumbra: a quien, por cierto, quiere decirse al Maligno, jamás el padre Rivadesella llamaba así, sino mi Interlocutor Misterioso, aunque algunas veces se permitiese bromas denominativas, si bien mentales, que había aprendido, de niño, en su Asturias lejana, como llamarle el Trasgu. Aquella tarde de otoño, a causa de la sesión del Santo Tribunal, el padre se había demorado, y cuando atravesó las arenas del jardín, iba temiendo que el Trasgu se hubiera ido, impaciente de tanta espera. De todos modos, se sentó en la parte más tenebrosa, y tuvo tiempo de rezar y de pedir al Señor la protección que necesitaba su alma, y quizá también su cuerpo, para permanecer junto al diablo sin mayor daño. No era una oración larga, aunque sí intensa; pero aún le quedó tiempo para desesperar y tomar la decisión de esperar un espacio digamos de cortesía, y marcharse después. Su mirada recorría la oscuridad, la perforaba, en busca de algo en cuya forma o cuyo cuerpo el Trasgu se pudiera haber instalado, pues nunca se presentaba bajo el mismo aspecto, aunque jamás lo hubiera hecho valiéndose de objetos desagradables o viles: que si un gallo que se subía a la bancada y acurrucaba su cresta contra el hábito del fraile; que si un pajarillo que se acogía al cobijo de su regazo, que si un perro de buena talla que le lamía las sandalias. Una vez, había sido la rama más crecida de la encima; otra, un remolino de viento, casi corpóreo. Nunca una sabandija, ni un sapo, ni un ciempiés. Los tratos de aquellos dos, al menos de la parte del Trasgu, siempre habían sido delicados. El padre Rivadesella, en cambio, suponiendo que el diablo careciera de olfato, no se privaba de ventear, si le venía en gana.

Ya iba a marcharse el fraile, cuando le pareció que, a su izquierda, la oscuridad se hacía más compacta y que cobraba una forma aproximadamente humana, aunque de un varón muy alto y muy delgado que se hubiera sentado a su lado, y montado una pierna sobre otra. El padre Rivadesella se santiguó y dijo en voz alta: «Ave María Purísima», y el Trasgu le respondió:

– No seas imbécil. Si fuera fe, me echaría a temblar; como es superstición, no me incomoda.

– La costumbre es la costumbre.

– A veces la olvidas.

Era verdad, pero sólo en cierto modo: el hábito de aquellas entrevistas le había quitado al padre Rivadesella el miedo a los infiernos y, a la escena, todo dramatismo: hablaba con el diablo con la misma tranquilidad que si charlase con un viejo amigo, y las palabras que se cruzaban más bien pertenecían a las habituales del brazo secular; de manera que el fraile metió las manos en los bolsillos y se rascó los muslos, que le picaban de calor.

– Ya sabrás la que has armado en las últimas horas.

– Tengo una idea, pero no la he armado yo. Vengo de un viaje largo y aún estoy fatigado y convencido, por si no lo estaba ya, de que los hombres son estúpidos en todas las latitudes.

– Pues tu presencia en la corte se ha manifestado de diversas maneras, como si dijéramos, para que las entendieran todos los caletres. El párroco de- San Pedro te vio esta noche flotando en las alturas, y no puedes quejarte, pues le pareciste un hermoso mancebo que dejaba en el aire, al surcarlo, un rastro de plata.

– El párroco de San Pedro es un viejo chocho que ve visiones. Esta noche pasada, ni floté por los aires, ni hubo parejas de brujos fornicadores ni nada de lo que ese pobre viejo dijo haber visto. Lo que sucede es que, con ese catalejo del que disfruta, al verlas más cerca, las nubes se le antojan endriagos. Te puedo asegurar que, la noche pasada, el cielo de la corte estuvo libre de demonios.