– Puedo añadirle, querido padre Villaescusa, que con esa narración de los hechos irá la propuesta de que sea usted nombrado para el cargo.

El padre Villaescusa cayó dé rodillas. Y no pudo reprimir un aspaviento entre estupefacto y alegre.

– ¡Excelencia! ¡No son tantos mis méritos! No sé si mi humildad me permitirá aceptarlo.

– Si viene de la Santa Sede, firmado y sellado por el Papa, no le quedará otro remedio. Pero eso se demorará unos meses… Dos viajes de correos, ¿cuánto tiempo de gestiones sigilosas? Comparto con Vuesa Paternidad la prisa por salir del embrollo. ¿Qué es lo que me propone?

El padre Villaescusa, que se había levantado ya, aunque con semblante menos humilde, con el semblante del preconizado Gran Inquisidor, respondió con voz bastante hueca.

– Excelencia, en sus manos están los recursos palaciegos. Yo, por mi parte, manejaré los espirituales si tengo autorización para ello.

– Dela por recibida, pues.

El padre Villaescusa, a partir de aquel momento, dio rienda suelta a las muchas imaginaciones que su mente había elaborado y que se precipitaban hacia la realización inmediata. Pero no puedo por menos que imaginarse como un gran pulpo cuyos tentáculos acogían al Valido y al Rey, a la monarquía y al mundo. Pensó que aquella imagen venía del Diablo, pero no la rechazó, y se sintió pulpo revestido de púrpura, y con poderes de Gran Inquisidor.

2. Mademoiselle Colette, con apariencia bastante menos que de cuarentona y reputación en ciertos medios palaciegos de muy alegre en la cama, de verdaderamente juguetona, se disponía a salir, cuando la Reina la vio por el espejo y le chistó. Se hallaba la Reina en su gabinete, lleno de cosas de Francia, frívolas y alegres, que ninguna de sus damas españolas podía ver, porque no las encontraban elegantes: el espejo con marco de plata, la cómoda pintada de amorcillos desnudos, y, sobre todo, aquel armario en cuyas puertas campeaban Adán y Eva sin hojas de parra…; con todo al aire. Ni el Rey se había atrevido nunca a mostrar aquella desvergüenza, porque el Rey, los más de los días, solía vestir de negro, ¡tan severo!

– Acércate -dijo la Reina a su doncella de confianza, la que le había acompañado desde París, la que en París de la Francia la había tenido a su cuidado durante algunos años-. Acércate más, Colette, y habla con cuidado.

– Nadie entiende el francés de los que pueden estar cerca…

– Aun así… En los palacios de los reyes siempre hay más soplones que ratas.

– Como mande Vuestra Majestad.

– También puedes sentarte, aquí a mi lado, en esta silla. Lo más cerca posible.

Colette se sentó muy satisfecha.

– Sí, Majestad. Gracias.

– Ahora, háblame de lo que habla todo el mundo.

– No puedo añadir nada que la Reina no sepa. Lo de que el Rey anda mustio ya se lo he comunicado.

La Reina suspiró, y dejó sobre el boudoir que había sido de su madre, el peine de plata con que se había peinado.

– ¡Pobre marido mío, las cosas que le ocurren! Tú, en mi caso, ¿qué harías?

– Desnudarme en la cama, sin pensarlo.

– ¿Lo has hecho alguna vez?

– Desde que tengo uso de razón, Majestad, no he dejado de desnudarme cuando hubo ocasión. Mi madre me enseñó que las cosas deben hacerse bien. Por eso sirvo a Vuestra Majestad con la perfección que lo hago.

– No tengo queja de ti, Colette, muchas veces te lo he dicho. Pero, eso de desnudarme en la cama, ¿sabes si lo hacía la Reina de Francia?

– El Rey difunto, su padre, que Dios tenga en su gloría, no lo hacía de otra manera.

– ¿Lo sabes porque te lo han contado, o porque lo has visto? Eras muy joven, cuando murió mi padre, el Rey…

– No tan joven, señora, que el Rey su padre, a quien Dios haya recibido en su seno, lo mismo como hugonote que como católico, cada vez que me encontraba a solas, y fueron muchas, no me dejaba encima más que los zapatos, porque medias no las llevé jamás. Ni con el frío de esta corte.

– ¿No eres muy desvergonzada, Colette?

– ¿Cómo quiere Su Majestad que sea, viviendo siempre en palacio? Por estos corredores no prospera la decencia.

La Reina la miró un momento y después volvió la cara al espejo, alumbrado por dos candelabros recargados de velas.

– ¿Me encuentras bien, Colette?

– La encuentro como nunca.

– ¿Tú crees que gustaría al Rey, así como estoy, sin pintarme la cara?

– Vuestra Majestad debería abandonar el colorete para toda la vida. Se lo tengo dicho muchas veces.

La Reina se contempló los ojos, multiplicados en el espejo por las luces.

– ¿De manera que piensas que debo esperar al Rey desnuda en la cama?

Colette dio un ligero grito.

– ¡Eso, jamás, Majestad! Que se tome el trabajo de desnudarla.

– ¿Sin hacer muchos remilgos?

– Sólo los necesarios, y sin insistir demasiado.

La Reina meditó un momento, sin dejar de mirarse a los ojos.

– Colette, en cuanto me siente a cenar con esas arpías que me acompañan, vas en busca del Rey, y le dices que lo espero a las once. ¿Te parece buena hora, las once? Los corredores suelen estar vacíos, a esa altura de la noche.

Colette se levantó e hizo una reverencia.

– Majestad, para una cita de amor todas las horas son buenas.

Dio un paso atrás, repitió la reverencia, y salió del gabinete. Entre las muchas imágenes que le devolvía el espejo, la Reina eligió la más favorecida.

3. La duquesa viuda del Maestrazgo, dama mayor de la Reina, lo había sido también de la reina anterior, y si al llegar la nueva de Francia, había continuado en el cargo, a su gran conocimiento de las cosas de palacio se debía; si bien es cierto que no había estado en su mano ayudar a su primo a que ascendiese al cargo de Valido, no le estorbaba nada, porque se llevaban bien, habían jugado juntos de niños, y probablemente, los primeros muslos de mujer vistos por el que ya se encaminaba a todopoderoso cuando aún no sabía en qué se distinguían de los de los varones, habían sido los de ella. La duquesa viuda del Maestrazgo mandaba con modos absolutos en el mundo femenino de palacio, y entre ella y su primo había el convenio tácito de que lo hacía por delegación asimismo tácita, con intercambio de secretos y reparto de beneficios. La duquesa viuda del Maestrazgo era sólo un año mayor que el Valido, y, a no dudarlo, al quedarse viuda, se habría casado con él si él no hubiera sentido prisa por hacerlo con doña Bárbara, y no por razones honestas de conveniencias familiares o personales, sino sólo porque doña Bárbara le gustaba y quería acostarse con ella. No obstante lo cual, la duquesa viuda no guardaba rencor a la mujer de su primo, y lamentaba de corazón que el cielo no les diese descendencia. «En sólo dos años que estuve casada con mi marido traje al mundo dos pingajos de niñas que no hay quien las eduque; casada con mi primo, hubiera traído a lo mejor una docena, y aunque algunos se hubiesen muerto, siempre quedaría un remanente que satisficiera las ansias de paternidad de mi pobre primo. A cambio, yo mandaría en mi casa, y en el palacio de Loeches, y en dos o tres sitios más, pero no en el Alcázar.» Cuando recibió el ruego del Valido de que se acercase a su despacho en el momento en que sus trabajos se lo permitiesen, se apresuró a satisfacerlo: estaba bonita, aquella tarde calurosa de domingo, con ropas ligeras y un escote algo más generoso de lo que su confesor le permitía; pero su confesor ya ponía límites a su escote contando con que habían de ser rebasados.

El Valido estaba ensimismado, y tardó en darse cuenta de que su prima había entrado, y de que esperaba sonriendo y quizá riéndose de él, que tomaba tan a pecho las cosas del gobierno y de Sus Majestades los Reyes.

– ¿Sabes para qué te pedí que vinieras?

– Me lo supongo.

– Estarás enterada del capricho del Rey.

– Lo está todo el palacio, la ciudad toda, y pronto lo estarán los reinos de esta monarquía.