El padre Villaescusa se volvió hacia él con furia.

– ¿Y no las obligó Vuesa Paternidad a vestirse? ¿No era ésa la primera misión de su ministerio?

– Yo, padre, les enseñé que el Hijo de Dios había muerto por todos los hombres, también por ellos, y que les esperaba en el paraíso.

– ¿Un paraíso para gente desnuda?

– No sabemos cómo está en el paraíso la gente que lo ha merecido, pero sospecho que no se habrán llevado sus ropas consigo.

Había oscurecido, y a la luz escasa de los cirios, todas aquellas caras parecían fantasmas. Pero en los fantasmas ya no creía nadie. Menos que nadie, el jesuita y el conde.

CAPITULO III

1. EL PADRE VILLAESCUSA entró en el despacho del Valido lo que se dice derrengado: por el trabajo mental de aquella tarde, por el calor, que no se iba con el sol, sino que persistía como un recuerdo de plomo: arrastraba los pies calle adelante, y cada tantos pasos se detenía para secarse el sudor con el gran pañuelo verde. Nada más atravesar la puerta por donde entraban los confidentes, se dejó caer en un sillón y pidió agua y algo para abanicarse: le dieron un expediente de nobleza de los que se amontonaban en la mesa del Valido, pero el agua hubo que traérsela; en el ínterin, el Valido suplió el retraso con una copa de aguardiente del que él bebía en los momentos de depresión, cuando desesperaba de tener un hijo, cuando las malas noticias de los reinos le embarullaban la cabeza y le aplastaban el corazón. La llegada del agua pareció despegar la lengua del padre Villaescusa del paladar al que se había adherido y que ni el aguardiente bastara para liberarla, quizá por razón de estricta moralidad. Emitió un suspiro prolongado.

– Esto va mal, Excelencia -dijo al Valido.

Y el Valido le respondió preguntándole:

– Y esto, ¿qué es? -porque en aquella cabeza en tal momento, muchas preocupaciones podían señalarse con el mismo pronombre demostrativo.

– Me refiero, Excelencia, a los pecados del Rey; pero, si lo pienso bien, hay algo mucho más grave: el Santo Tribunal de la Inquisición está en manos sin fuerza, no por debilidad, sino por poltronería. Todo el mundo sabe mucho, pero nadie cree en nada, ni siquiera en lo que sabe. ¿Imagina Vuestra Excelencia cuál fue el resultado de toda una tarde de disputas? El nombramiento de cuatro comisiones con el cargo de averiguar si, de acuerdo con la doctrina, los Reyes Nuestras Majestades están realmente casados; si hubo o no hubo adulterio en los devaneos del Rey, Nuestro Señor; si es o no pecado que el Rey vea a la Reina desnuda y, ¡asómbrese Vuesa Excelencia!, si los pecados del monarca influyen o no influyen en las dichas o desdichas de estos reinos. En los tiempos que corren ya no hay doctrinas estables. Para volverse loco.

El Valido, que se hallaba de pie junto a su mesa, dio unos pasos en silencio hasta la ventana abierta, respiró el aire que ascendía desde el Campo del Moro, y hasta se detuvo unos instantes en la contemplación del horizonte, donde un resplandor colorado señalaba el lugar por el que acababa de ponerse el sol; después volvió sobre sus pasos.

– ¿Y Vuesa Paternidad propone algún remedio?

– A la larga, Excelencia, sustituir al Gran Inquisidor en el caso de que aparezca alguien dispuesto a semejante sacrificio ¡con el desbarajuste que le espera!, pero el remedio a la corta tenemos que acordarlo ahora mismo Vuesa Excelencia y yo.

– ¿De qué remedio se trata?

– De impedir que el Rey vea a la Reina desnuda. Los pecados de la noche pasada son suficientes para poner en peligro la monarquía, y, con ella, la verdadera cristiandad; si a ello se añade esta monstruosa contemplación prohibida por las leyes humanas y divinas, no me atrevo a imaginar lo que va a ser de nosotros.

– ¿Se refiere Vuesa Paternidad a usted y a mí?

– Me refiero, como Vuesa Excelencia puede comprender, al porvenir del único país que en el mundo defiende la doctrina de Dios y de su santa Iglesia.

– Usa usted de palabras mayores.

– Las que vienen al caso.

El Valido volvió a recorrer la distancia entre la tremenda y sobrecargada mesa y la ventana, y pareció que su mirada resbalaba por los cielos desnudos hasta perderse en la línea rosada del poniente: la verdad fue que intentaba desalojar su mente del recuerdo de su esposa, desnuda en el lecho, pidiéndole que se desnudase también.

– ¿Y dice Vuesa Paternidad que el Gran Inquisidor flojea?

– ¡Es la Santa Inquisición entera, Excelencia, la que ha dejado de ser la mano dura del Señor para convertirse en un salón donde se charla en castellano sin que nadie se apasione por lo que se discute, y donde le dan a uno un refrigerio cuando lo creen cansado en vez de dar satisfacciones a la santa ira!

– Eso, ya ve usted, en tardes como la de hoy, no me parece mal. A mí mismo me apetecería ahora un poco de aguardiente con agua helada. La tarde ha sido de muchísimo trabajo, a pesar de ser domingo. ¿Sabe que las noticias de la flota se demoran? ¿Y que no sabemos nada de la guerra de Flandes? Pues los banqueros genoveses nos acucian, y si la flota se retrasa, o nos la roban, no tendremos dinero para dar de comer al Rey.

El capuchino se santiguó ostensiblemente, se santiguó con el grueso crucifijo que colgaba de su rosario.

– ¡Alabado sea Dios! Que Él me perdone si hay soberbia en mis palabras, pero no le vendría mal al Rey, y a la corte entera, una semana de ayuno, y aun de penitencia, con cilicios y disciplinas.

– Probablemente tiene usted razón, padre; pero, ¿qué pensarían de nosotros en las cortes extranjeras? Aunque no sea más que por el decoro de la monarquía…

Por la ventana abierta entró, volando, un pajarillo. Venía sin fuerzas, y fue a posarse en el regazo del padre Villaescusa: movía las alas cansadas y respiraba anhelante por el pico abierto.

– Viene muerto de sed -explicó el fraile, y el Valido le respondió:

– Habíamos olvidado el agua y el orujo. Procede de mis viñas de Loeches, y es bastante sabroso.

El fraile acariciaba el lomo del pajarillo, y le ayudaba a mover las alas. El Valido llamó, y un ujier trajo el agua helada: una jarra grande, de plata, y dos vasos de cristal. El pajarillo bebió ávidamente, ensayó unos vuelos por la habitación y salió por la ventana. El padre Villaescusa, con el vaso en la mano, y el agua turbia por el chorro del aguardiente, lo vio partir y se extendió en consideraciones sobre la libertad de las aves y su descuido, al que Cristo se había referido. El vaso del Valido reposaba en una esquina de la mesa, mediado ya, y algo más turbia el agua que la del fraile.

– Podíamos seguir hablando de nuestro caso, ahora que hemos refrescado los gaznates.

– ¿De cuál de ellos, Excelencia? No los gaznates, los casos.

– Yo no veo más que uno, o a uno solo se puede reducir la múltiple apariencia. ¿Me aconseja Vuesa Paternidad que mande venir al Nuncio y le pida la sustitución del Gran Inquisidor?

El fraile se llevó las manos a la cabeza, aunque sin soltar el vaso.

– ¡No haga Vuesa Excelencia semejante disparate! El Nuncio es italiano, y su palacio goza de mala reputación en la ciudad. Y el Gran Inquisidor pasó en Italia sus años mozos, y allí se contagió de la flojera romana. Yo despacharía un correo especial a nuestro embajador con el encargo de llevar personalmente, y en secreto, las gestiones. Habría que enviar un relato fidedigno de todos los sucesos, pero no encomendado a la pluma de ningún leguleyo, menos aún de un covachuelista, por buena letra que tenga, porque, señor, el resultado sería la interpretación de mis palabras recibidas por Vuecencia, transmitidas a un secretario, y éste al escribidor. ¿Qué quedaría de mi relato?

– ¿Me propone Vuesa Paternidad la redacción directa del documento?

– Al menos, señor, de su parte narrativa. Soy un testigo de buena memoria.