El padre Villaescusa saltó como picado por una avispa.

– ¿Dice Vuesa Merced la Gracia del Señor? ¿Encuentra que la Gracia del Señor se manifiesta en el coito? ¿O bien en la contemplación de esos horribles colgajos de las hembras que se llaman mamas? ¿O prefiere que la contemplación se verifique por la espalda, evidentemente contra natura? Me refiero, como es obvio, a la contemplación de las nalgas.

El padre Enríquez, O.S.D., se había dormido alguna vez; otras, había agudizado la oreja, y, muchas, sonreído. En esta ocasión alzó la mano cortésmente.

– Me permito rogar al sabio y virtuoso padre Villaescusa que, toda vez que este debate se desarrolla en lengua romance, llame a las cosas por su nombre. Quiero decir, tetas en vez de mamas; culo en lugar de nalgas. Si no recuerdo mal, el ilustre poeta padre León, en su versión del Cantar de los Cantares, traduce limpiamente: «Nuestra hermana es pequeña y tetas no tiene. ¿Qué se hará de nuestra hermana cuando se empiece a hablar de ella?»

Lo había recitado con evidente complacencia, y todos parecían haberle escuchado con placer, menos el padre Villaescusa, que tronó:

– ¿Y se atreve Vuestra Paternidad a hacer esa cita, siendo como es dominico? Aunque conviene recordar que en manos de dominicos estuvieron la vida y la muerte de ese repugnante marrano, y que fueron dominicos los que hurtaron al Señor el olor de su carne chamuscada.

– Pues nosotros, los agustinos, estamos muy orgullosos de él -le respondió, con voz segura, el representante de la más vieja de las órdenes presentes.

– Cosa que no me extraña -adujo el padre Villaescusa- porque todos ustedes son sospechosos.

Acaeció una serie de murmurios en los diversos grados de la Suprema, ante la osadía de aquel capuchino enfebrecido y colérico. El Gran Inquisidor cortó la trifulca que se avecinaba.

– Dejemos en paz a los muertos. Insisto en que el debate no se aparte de su tema.

– Pues yo sostengo que el Rey no puede ver a la Reina desnuda sin pecado; e insisto también en que los pecados de los Reyes los paga el pueblo inocente.

– Observo por la cara y los cuchicheos, que hay disidentes de su opinión tan respetable, padre Villaescusa, de modo que se nombrarán otras dos comisiones para examinar la complejidad del caso. Una, que determine si el Rey puede o no contemplar a la Reina sin vestidos que oculten, o al menos velen, su desnudez; otra, que examine a la luz de la Escritura y de los Padres, si el pueblo paga o no paga los pecados del Rey, aunque entendiendo que no se trata de sus errores de gobernante, sino de sus pecados personales, ¿no es así? Porque que del desgobierno se deriven daños para las monarquías, no es necesario discutirlo.

– A saber lo que se entiende por desgobierno -dijo el padre Villaescusa.

– Quemar judíos, brujas y moriscos; quemar herejes; atentar contra la libertad de los pueblos; hacer esclavos a los hombres; explotar su trabajo con impuestos que no pueden pagar; pensar que los hombres son distintos cuando Dios los hizo iguales… ¿Quieren vuestras paternidades que prosiga en la enumeración?

Habían escuchado estupefactos al padre Almeida: todos, incluido el Gran Inquisidor. Y, como un susurro, se corría de boca en boca: «A este jesuita hay que meterlo en cintura.» Y se iba a levantar la primera vez de protesta cuando entró el fámulo conocido y habló al oído del presidente.

– Un momento, señores. Tenemos una comparecencia inesperada. -Y dijo al fámulo-: Que pase ese caballero.

Salió hecho una pura zalema, cortesía va, cortesía viene, a diestro y a siniestro; y, poco después de salir, volvió a abrirse la puerta y en su vano apareció el conde de la Peña Andrada. Quedó quieto en el umbral, se destocó y dedicó a los presentes una inclinación de cabeza de lo más ortodoxo.

– Adelante, conde.

No lo hizo el conde sin antes repetir el saludo, esta vez triple, como si fueran reyes los presentes: rozando la alfombra escarlata con la pluma del sombrero; y al avanzar y cruzar ante el Cristo iluminado, lo repitió con más rendido ademán. Se irguió y encaró al Gran Inquisidor:

– Seguramente que con el fragor de las disputas, no se ha dado cuenta Vuecencia de que estos pabilos han crecido demasiado, y de que tiemblan las luces de los cirios. Al recaer su parpadeo sobre la cara del Señor, ésta parece que se oscurece más. Si Vuecencia me lo permite, me gustaría despabilarlos.

Apenas le respondió el prelado, con voz un tanto sorprendida, «Hágalo si le acomoda», el conde sacó la espada y de una cuchillada como un relámpago despabiló el cirio de la derecha. Los presentes no habían tenido tiempo de manifestar el estupor, pero una voz se oyó que susurraba: «¡Se ha atrevido a desenvainar delante del Crucificado!», pero ya entonces, el conde, de otra cuchillada igual, había despabilado el cirio de la izquierda: quedó simétrico al de la derecha, ambos de la misma altura, y con luces de resplandor idéntico, sin más temblor que el necesario. Después, depositó la espada a los pies del crucifijo.

– Estoy a su disposición, señores.

Y permaneció plantado delante de la concurrencia, en el lugar exacto en que se situaban los testigos cuando venían a deponer.

El Gran Inquisidor le preguntó:

– ¿Por qué ha venido Su Excelencia?

– En toda la ciudad se habla de lo que se trata aquí, y creí cortés ofrecerles mi testimonio, y lo haré gustoso, si bien antes me gustaría saludar a un viejo amigo aquí presente.

Y, sin esperar anuencia, se acercó al rango de los consultores y tendió la mano el padre Almeida.

– Hace mucho tiempo que no nos vemos, padre.

– Sí, efectivamente, mucho tiempo.

Mientras se estrechaban la mano, el padre Rivadesella los contempló, y le pareció que en algo se asemejaban, si bien en algo mucho mayor diferían. Buscó una referencia en su memoria, y lo único que se le recordó fue un gallo, no gigantesco, sin embargo, sino sólo mucho mayor que los corrientes, incluidos los capones; un gallo con algo raro, quizá en la cresta. A todos esto, el Gran Inquisidor había preguntado que de dónde se conocían.

– El padre Almeida tiene socorrido alguna vez de agua fresca y comestibles los buques de mi escuadra, allá, en las costas del Brasil, cuando por allí ejercía su ministerio.

– Y, Vuecencia, ¿qué hacía por lugares tan lueñes?

– Servía al Rey con mis barcos, señor. Un servicio peligroso en el que a veces no queda otra salida que la heroicidad. Pero le aseguro que en mis informes únicamente me he referido a la de mis marineros, que no están obligados a ser héroes, pero que suelen serlo como la cosa más natural del mundo. En lugar de regocijarse de su bravura, descansan de ella.

– Entonces, ¿es usted un pirata? -preguntó sin poder contenerse el padre Villaescusa.

– No exactamente, padre. Soy un corsario y navego con patente del Rey.

– Si es así, ¿por qué no está usted protegiendo esa armada que navega hacia Cádiz, amenazada por los ingleses?

– No fui informado, ni invitado a hacerlo. Mi escuadra descansa estos días en su base, allá, en un puerto del norte que seguramente Sus Paternidades no habrán oído nombrar. Aunque sí el padre Almeida. El padre Almeida es portugués, y sabe de las cosas de la mar más que Vuesas Mercedes.

– Yo nací en Rivadesella, mi padre fue mareante; alguna vez navegué, cuando era niño. Claro que no en un barco de gran porte, sino en botes de remos.

– Y no ha podido olvidarlo, ¿verdad? La mar es como una novia esquiva e inalcanzable, que permanece siempre en el corazón. Yo podría contarles la historia de una mujer así, una morena de Honolulú, que se negó a compartir el mando de mi nave.

El padre Villaescusa, visiblemente inquieto, adelantó un paso hacia el conde.

– Espero que Su Señoría comprenda la incongruencia de ese símil y de semejante historia en este lugar, donde todos somos célibes y probablemente castos. Y espero con fundamento que su presencia en este Santo Tribunal no tendrá como fin contarnos las excelencias de la mar y de la vida marinera. Como puede ver Su Señoría, aquí somos gente seria.